lunes, 6 de febrero de 2017

A QUIEN CORRESPONDA


     He llegado hasta este punto sin saber cómo y no sé muy bien hacia dónde seguir. ¿Cómo haré para escribirle ahora que la he perdido? ¿Cómo podría volver a encontrarla nuevamente en palabras ahora ausentes, para contarle de unos espacios que antes sólo duraban unos pocos minutos hasta ser ocupados por una coma o un punto seguido con vistas a su imborrable paraíso?
     Repentinamente, y sin previo aviso, me convertí en un par de manos tiesas y mudas. Debería hallar alguna manera para decirle que todos aquellos finales pendientes se me han venido encima en forma de un silencio espectral, incuestionable; que aquel fantasma suyo que recorría mis entreveros con los días y las noches de la semana se ha evaporado, como si se lo hubiese tragado la tierra, como si un día, de tanto venir junto al cántaro, se hubiese roto su hechizo dejando nada más que una sábana blanca ondeando a manera de bandera de armisticio.
     Pero, ¿qué fue lo que sucedió? ¿Es que, entonces y al fin de cuentas, es inútil intentar ser algo más que un final anunciado? ¿Es que es inevitable caer en la desgracia de ser un nombre sin rostro, confundido y avergonzado, dando manotazos de ahogado sobre un teclado destrozado que se declara incompetente a viva voz y se muestra cansado ya de escribir siempre las mismas sinrazones, las mismas desmedidas e ineficaces metáforas para justificar lo injustificable?
     Pues bien, debe ser eso nomás. Debe ser que he perdido finalmente esta guerra y que ella no se irá nunca de mi lado aunque ya se haya ido como se va todo, como se pierden las cenizas de los muertos cuando quienes se propusieron custodiarlas hasta el fin de los tiempos también mueren convirtiéndose ellos mismo en cenizas.
     Sin embargo, y a pesar de todo, no creo que nadie venga a exigirme explicaciones. Y mucho menos ella que nunca estuvo verdaderamente acá, que nunca fue otra cosa más que la protagonista de un paisaje delirante imaginado en medio de la fiebre que se alimenta de unos anhelos más bien infantiles mezclados con los vapores nocturnos del alcohol y las soledades irreparables.
     Sí, ella era, en todo caso, una pequeña urna cenicienta mirándome desde un lugar donde nunca hubo nada, donde el viento y el aire del mar hacían lo suyo sin anunciarlo en ningún lado, eso que alguna vez pareció imposible: convertir en olvido, en herrumbre, lo que el amor se encargó alguna vez de pulir para una pretendida y exagerada eternidad que, en realidad, sólo es capaz de perdurar durante el efímero reinado del beso silencioso. Ese beso delicado y fugaz que nunca, jamás, necesita de un solo verso para sobrevivir; así como tampoco demanda justificaciones o explicaciones, anteriores o postreras.
     Pero quizás no sea menester hablar de olvido porque, a decir verdad, nadie olvida nada -ni siquiera ella probablemente se haya olvidado de mí-. Porque una cosa son los recuerdos y otra muy diferente es el olvido. Y que uno no recuerde no quiere decir que haya olvidado. "El hecho de no recordar muy bien algo -decía Borges- quiere decir que algo ha existido y que ha sido recordado y olvidado". Es que el olvido y la memoria son una misma cosa. Por eso cada vez que uno le apunte al olvido lo hará irremediablemente empuñando la espada sagrada de la memoria. Y así, con las misma carencia de remedio y la misma falta de solvencia, intentará darle de lleno a aquel corazón que alguna vez latió en sus manos. Y todo será en pos de silenciar el espantoso zumbido que dejan algunas ausencias.
     Por eso, es absolutamente imposible escribir nuevamente sobre todo aquello que he olvidado, sin volver dolorosamente sobre su recuerdo. Y cada vez que ella y yo busquemos apartarnos y corrernos y rechazarnos en los nebulosos prados del olvido, dejaremos una y otra vez una huella más sobre el infinito sendero de la memoria. Un sendero interminable que sólo pervive por el recuerdo permanente de lo que queremos olvidar.
     Entonces -y para dar un cierre a semejante cúmulo de insensatez-, es inútil seguir sosteniendo a esta altura de la vida que el tejido de palabras que nos unían en un olvido compartido ha perdido la forma consistente del hoy para ser un pasado cuestionable o un futuro impredecible. No sé ella, pero en mi caso, el olvido no es la tonta búsqueda de un pase mágico capaz de salvarme de su recuerdo, sino de salvarme de mí mismo. El olvido es la prenda con la que intento sin éxito vestir mis días y mis noches, mis sueños y mis desvelos, mis pocas luces y mis inconfesables oscuridades.
     De esta manera, si es que pretendo seguir asomándome de vez en cuando de este lado de la hoja, debo sin falta confesar, ahora mismo y a quien corresponda, el engaño de haberla olvidado. Y así también debo rechazar vehementemente el falso armisticio de su sábana blanca ondeando perversa por encima de su silencio espectral, para seguir dándole combate a su recuerdo desde esta lejana trinchera. El recuerdo del aroma primaveral que desprendían sus senos florecidos por la tarde cuando anunciaban la inquebrantable humedad de su pubis dominante por la noche.
     No, no crean que estoy loco. No he perdido la razón, pues nunca la he tenido ni la he necesitado. Más bien he elegido perder la cordura de la manera más sana posible para evitar morirme sin penas y sin gloria, para reconciliarme definitivamente con lo que nunca será.
     Por más que ella nunca se entere.

RR

DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...