He llegado hasta este punto sin saber cómo y no sé muy bien hacia dónde
seguir. ¿Cómo haré para escribirle ahora que la he perdido? ¿Cómo
podría volver a encontrarla nuevamente en palabras ahora ausentes, para
contarle de unos espacios que antes sólo duraban unos pocos minutos
hasta ser ocupados por una coma o un punto seguido con vistas a su
imborrable paraíso?
Repentinamente, y sin previo aviso, me
convertí en un par de manos tiesas y mudas. Debería hallar alguna manera para decirle que todos aquellos finales pendientes se me han venido
encima en forma de un silencio espectral, incuestionable; que aquel
fantasma suyo que recorría mis entreveros con los días y las noches de
la semana se ha evaporado, como si se lo hubiese tragado la tierra,
como si un día, de tanto venir junto al cántaro, se hubiese roto su
hechizo dejando nada más que una sábana blanca ondeando a manera de
bandera de armisticio.
Pero, ¿qué fue lo que sucedió? ¿Es que,
entonces y al fin de cuentas, es inútil intentar ser algo más que un
final anunciado? ¿Es que es inevitable caer en la desgracia de ser un
nombre sin rostro, confundido y avergonzado, dando manotazos de ahogado
sobre un teclado destrozado que se declara incompetente a viva voz y se muestra
cansado ya de escribir siempre las mismas sinrazones, las mismas
desmedidas e ineficaces metáforas para justificar lo injustificable?
Pues bien, debe ser eso nomás. Debe ser que he perdido finalmente esta
guerra y que ella no se irá nunca de mi lado aunque ya se haya ido como
se va todo, como se pierden las cenizas de los muertos cuando quienes se
propusieron custodiarlas hasta el fin de los tiempos también mueren
convirtiéndose ellos mismo en cenizas.
Sin embargo, y a pesar de
todo, no creo que nadie venga a exigirme explicaciones. Y mucho menos
ella que nunca estuvo verdaderamente acá, que nunca fue otra cosa más
que la protagonista de un paisaje delirante imaginado en medio de la
fiebre que se alimenta de unos anhelos más bien infantiles mezclados con
los vapores nocturnos del alcohol y las soledades irreparables.
Sí, ella era, en todo caso, una pequeña urna cenicienta mirándome desde
un lugar donde nunca hubo nada, donde el viento y el aire del mar
hacían lo suyo sin anunciarlo en ningún lado, eso que alguna vez pareció
imposible: convertir en olvido, en herrumbre, lo que el amor se encargó
alguna vez de pulir para una pretendida y exagerada eternidad que, en
realidad, sólo es capaz de perdurar durante el efímero reinado del beso
silencioso. Ese beso delicado y fugaz que nunca, jamás, necesita de un
solo verso para sobrevivir; así como tampoco demanda justificaciones o
explicaciones, anteriores o postreras.
Pero quizás no sea
menester hablar de olvido porque, a decir verdad, nadie olvida nada -ni
siquiera ella probablemente se haya olvidado de mí-. Porque una cosa son
los recuerdos y otra muy diferente es el olvido. Y que uno no recuerde
no quiere decir que haya olvidado. "El hecho de no recordar muy bien
algo -decía Borges- quiere decir que algo ha existido y que ha sido
recordado y olvidado". Es que el olvido y la memoria son una misma cosa.
Por eso cada vez que uno le apunte al olvido lo hará irremediablemente
empuñando la espada sagrada de la memoria. Y así, con las misma carencia
de remedio y la misma falta de solvencia, intentará darle de lleno a
aquel corazón que alguna vez latió en sus manos. Y todo será en pos de
silenciar el espantoso zumbido que dejan algunas ausencias.
Por eso, es absolutamente imposible escribir nuevamente sobre todo aquello
que he olvidado, sin volver dolorosamente sobre su recuerdo. Y cada vez
que ella y yo busquemos apartarnos y corrernos y rechazarnos en los
nebulosos prados del olvido, dejaremos una y otra vez una huella más
sobre el infinito sendero de la memoria. Un sendero interminable que
sólo pervive por el recuerdo permanente de lo que queremos olvidar.
Entonces -y para dar un cierre a semejante cúmulo de insensatez-, es
inútil seguir sosteniendo a esta altura de la vida que el tejido de
palabras que nos unían en un olvido compartido ha perdido la forma
consistente del hoy para ser un pasado cuestionable o un futuro
impredecible. No sé ella, pero en mi caso, el olvido no es la tonta
búsqueda de un pase mágico capaz de salvarme de su recuerdo, sino de
salvarme de mí mismo. El olvido es la prenda con la que intento sin
éxito vestir mis días y mis noches, mis sueños y mis desvelos, mis pocas
luces y mis inconfesables oscuridades.
De esta manera, si es
que pretendo seguir asomándome de vez en cuando de este lado de la hoja,
debo sin falta confesar, ahora mismo y a quien corresponda, el engaño
de haberla olvidado. Y así también debo rechazar vehementemente el falso
armisticio de su sábana blanca ondeando perversa por encima de su
silencio espectral, para seguir dándole combate a su recuerdo desde esta
lejana trinchera. El recuerdo del aroma primaveral que desprendían sus
senos florecidos por la tarde cuando anunciaban la inquebrantable
humedad de su pubis dominante por la noche.
No, no crean que
estoy loco. No he perdido la razón, pues nunca la he tenido ni la he
necesitado. Más bien he elegido perder la cordura de la manera más sana
posible para evitar morirme sin penas y sin gloria, para reconciliarme
definitivamente con lo que nunca será.
Por más que ella nunca se entere.
RR