miércoles, 11 de noviembre de 2015

OTRA NOCHE, OTRA MAÑANA Y OTRO MOÑO


     La mañana no se presta como la noche. A decir verdad, la noche nunca se presta tampoco, la noche se regala, se entrega, se sacrifica a cambio de nada o de todo, de la vida o de la muerte, depende dónde uno esté parado esa noche o, en el mejor de los casos, dónde uno esté acostado.
     Y si le presto cada mañana mía es porque no me encuentro en condiciones de regalarle la noche -aunque lo haga cada noche, aunque cada una de mis noches quede ahí envuelta con un moño precioso, que de a poco me ha ido saliendo como esos que hacía mi madre para cuando me tocaba llevarle el regalo al del cumpleaños-. Tal vez sea por eso que me llevo bien conmigo durante la mañana -no tanto durante la noche-. Y tal vez por eso también me levanto a cualquier hora, incluso a estas horas en donde la mañana sólo tiene de mañana el nombre, porque en realidad todavía es noche (su noche) y está propiamente en su envoltorio y con su moño esperando a que ella la recoja. Entonces me levanto y voy hasta la puerta disimulando mi desnudez, caminando entre las sombras de la noche que nada tienen que ver con las sombras de la mañana, que son pura sombra y nada más. Durante la noche, en cambio, las sombras pueden ser canciones o mujeres desnudas volviendo de quién sabe dónde a florearse impávidas con pretensiones eróticas... Pero no nos vayamos para cualquier lado. Estábamos en que salía hasta la puerta bajo las sombras de la noche que ya dije lo que pueden ser. De ahí voy hasta la reja y miro por entre los barrotes y examino cada intersticio buscando una carta suya de aceptación de mi noche regalada a puro trago, a puro moño. Como nunca encuentro nada, me vuelvo y me miro de reojo en ese espejo de sombra interior que dejé abandonado en el sueño que traía de la cama, como buscando una mínima razón capaz de justificar tanta locura.Y a veces, si me dan ganas, agarro la guitarra o abro el primer libro que encuentro. Si no, lo de siempre: acepto el desafío, asumo mi responsabilidad y le escribo algo así:
                           "Querida (dos puntos):  tu noche ha quedado sobre la mesa. Te esperé hasta donde pude, pero como vi que te retrasabas decidí aprovechar este sueño inesperado para dormir. Al fin y al cabo, también me sirve dormir cuando finalmente llega el momento de asumir la mañana, cuando ya no puedo hacerme el distraído ni seguir postergando pensar en dónde cuerno acomodar esta otra noche que inevitablemente se me va a juntar con las demás. De todas maneras, ahí sobre la mesa me quedaron los restos pacíficos y muertos de un cuento que había empezado a escribir, hasta que descubrí que no era ni pacífico ni estaba muerto y lo dejé sin que me importasen las migas de tu recuerdo que quedaron en el piso (no fuera que terminara escribiendo una profecía o algo por el estilo). Yo voy a estar arriba, durmiendo, o algo así. Despertame, por favor, cuando llegues. Y si, por una de esas cosas de la vida no llegases a tiempo, no te preocupes, seguramente me despertaré por la mañana a terminar el cuento, ya sin posibilidades proféticas aunque seguramente con más gusto a vos que vos misma. No te olvides de cerrar con llave. Tuyo."

     Es que por más que sea de mañana y que se preste más que la noche, a mí ya no me queda otra que desenvolver el papel estampado, el moño -y toda la mar en coche- con este olor inapelable a ella que viene de la reja, que es una profecía auto cumplida, un acorde repetido que, a esta altura, ya suena hasta cansador. Y cuando digo a esta altura quizás debería, aunque más no sea por decoro, simular un mínimo de honestidad y valentía y admitir que mi altura es puro subsuelo, pura noche regalada, puro sacrificio. Un silencioso sacrificio que llevo adelante cada noche y que consiste únicamente en no vestirme para atravesar corriendo la reja con una carta escrita a las apuradas; o para llevársela hasta su casa que, para colmo, no sé ni siquiera dónde queda exactamente; que es un lugar incógnito y desconocido que me han dicho que está situado en algún lado cerca de otro lado que ya no es ni mi lado ni el suyo, que es un lado oscuro de la luna, de las sombras, de las incontables noches sin dormir, sin pegar un maldito ojo esperando que salga el sol y me preste una mañana en blanco para que, al final, termine siendo siempre de ella. De ella y de ese aroma inconfundible de su perfume de tilo florecido, de pubis inolvidable cubierto como un regalo con ropa interior lisa o estampada ajustada a su cintura con un moñito ahí, debajo de su ombligo pequeño y adusto, rodeado de su vientre terso que agita estos incontenibles deseos de encender un humilde fuegito de ramas y hojas secas para quemar todas estas malditas cartas inservibles antes de subir hacia sus costillas a contrarlas una por una hasta toparme con la curva donde nacen las sombras íntimas de sus pechos obsequiosos y desenvueltos, trepando con uñas y dientes para llegar a la cima a dejarle innumerables besos en forma de versos deslucidos sobre sus pezones que son como dos faros cuando me pierdo durante la noche...
     Hasta recuperar la cordura, la cordura de la mañana. Una cordura de papel mache que me permite seguir mi camino mientras voy buscando los rasgos de su cara que se van desvaneciendo sin querer en este olvido que parecía que nunca iba a llegar y que ahora me está golpeando la puerta, me está sacudiendo la reja, me está inundando el alma. Y la pierdo de vista y apenas logro reconocer su boca de pura risa, de diente rebelde; y su nariz arrugada y sus ojitos apuntando estrategicamente hacia mí que me he perdido otra vez en su noche con un moño en la mano. Nada más que por ella.
     Sin embargo, y a pesar de todo esto y de que ya no le quedan muchas sombras que la apañen, la mañana todavía se presta para escribirle algo. Sí, cualquier cosa que sirva para llegar a la noche -a la mía-. Para cuando llegue el  momento de caminar medio en cueros bajo la luz de la luna hasta la reja a recoger una vez más un silencio y un acorde infausto y repetido. Al menos hasta que sea capaz de admitir que lo que en verdad ha sucedido es que, como ocurre con todo, nos hemos ido dejando de a poco en el pasado; nos hemos abandonado mutuamente sin necesidad de frases grandilocuentes, ni de ridículas promesas. Así de simple. Como me fue abandonando a mí esa ridícula esperanza de vivir para contarlo. Y como, supongo, me abandonará un día esta estúpida pretensión de inmortalidad que fue creciendo al amparo de su sombra. Y que en algunas noches como esta se parece al amor.

RR


martes, 3 de noviembre de 2015

PARÁBOLA DEL HOMBRE VALIENTE


     Aprovechando que el tiempo pasaba y ella no volvía, se propuso dilapidar su vida, apostar todo a la última baraja que había quedado dada vuelta sobre la mesa. Y consintió en no volver a mirar atrás nunca más, en otorgarse un presente novedoso, una licencia sin goce de penas.
     Fue extraño verlo en esos tiempos, su saludo era cordial y su mirada conforme. No había una sombra capaz de aplacar su brillo que parecía un reflejo veraniego constante. Parecía como si hubiese encontrado la fórmula mágica para ser feliz. ¿Quién, por otra parte, se hubiese atrevido a discutir uno solo de sus argumentos? No, no había manera de cuestionar sus ideas pasadas ya que también habían vencido junto con ese tiempo que decidió dejar atrás. Entonces, el pasado: pisado.
      Tampoco nadie le escuchó formular plan alguno o ejercitar cálculos de probabilidades sobre acontecimientos inciertos. Entre otras cosas, llamaba la atención que, a pesar de que no usaba reloj, jamás preguntaba la hora. De igual manera ocurría con los días. Recuerdo que visité su casa una vez y me extrañó no ver en ningún lado un calendario o algo que pudiera indicar la fecha o el día de la semana: algún pequeño imán en la heladera; alguno de esos triángulos plásticos que regalan en los comercios para fin de año, nada. Sus días eran todos un día, sin nombre y sin connotaciones por su ubicación con respecto a sus actividades o las de los demás. Él hacía lo que quería cuando quería. Aprovechaba la luz del día para caminar de cara al mar y soltaba sus sueños por la noche. Y cuando digo que los soltaba no me refiero a soltarlos para observarlos, para plantearse imposibilidades u obstáculos que le sirvieran como excusas para no llevarlos a cabo. No, él literalmente los soltaba, los lanzaba al espacio en una cascada de luces en donde desaparecían dejando las cuentas en cero una vez más para recomenzar todo nuevamente, libre de condicionamientos.
      Sin embargo, como suele suceder casi siempre en estos casos, hubo una falla, un descuido, un error de cálculo. Todo aquello que había sido ignorado apareció un día -como es costumbre- bajo la forma de una mujer. Y esa mujer le demostró que, a pesar de la ausencia de los números y las agujas, las horas pasaban igual; que sin importar que no nombrara los días, estos se sucedían de a uno inexorablemente. Y así, al desestimar el pasado y la memoria y los recuerdos, creyendo que todos habían sido arrojados al océano del olvido, pecó de ingenuo y perdió de vista algo fundamental: la luna atrae la marea y siempre devuelve lo que le arrojan.
     Finalmente, en uno de esos días de novedades perpetuas, naufragó sobre su orilla una botella con un aroma nuevo que cabalgaba al lomo de un viento conocido. Casi todos conocemos ese viento y sabemos de esos aromas. Algunos incluso estamos al tanto de sus consecuencias y por eso renunciamos al olvido. Pues comprendemos que existe una continuidad inevitable, un espiral infinito, un surco en un disco sobre el que sólo es posible avanzar siguiéndolo, pues de otra manera, estaríamos en el mismo lugar eternamente cantando los mismos versos aburridos e incompletos.
      Y entonces volvió sin poder resistirse a los días de la semana, a esperar la hora en la que ella aparecía ante su mirada enamorada. No tuvo manera de seguir orbitando el mismo círculo y fue arrastrado por lo que él consideraba una nueva mujer. Sin embargo, eso no era exactamente así. Nunca quise decirle  la verdad, revelarle que ella no era una nueva mujer. Porque, a decir verdad, ella era la misma de siempre, la que se repetiría en la constancia de las horas y de los días, la que probablemente cambiara el color de la piel, del cabello y de los ojos pero que nunca podría cambiar las palabras que la nombraban en la oscuridad, el pulso acelerado que antecedía su llegada, las fantasías que vulneraban cualquier intento de mantener la falacia de una libertad carente de mérito, la libertad de los hombres cobardes.
     Porque ella era ella y a la vez era todas. Y con ella se rompía ese anhelo injustificado de libertad. Esa libertad solitaria e inútil que tarde o temprano termina perdiéndose en la amnesia del mundo para ser devorada livianamente por la muerte irremediable. La misma muerte irremediable que, con mucho más esfuerzo, hace lo imposible por tragarse esa otra clase de libertad, la del hombre valiente, la de quien decidió ser esclavo de los calendarios y de los relojes que marcan el día y la hora en que ella se fue para siempre de su vida.

RR


DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...