martes, 3 de noviembre de 2015

PARÁBOLA DEL HOMBRE VALIENTE


     Aprovechando que el tiempo pasaba y ella no volvía, se propuso dilapidar su vida, apostar todo a la última baraja que había quedado dada vuelta sobre la mesa. Y consintió en no volver a mirar atrás nunca más, en otorgarse un presente novedoso, una licencia sin goce de penas.
     Fue extraño verlo en esos tiempos, su saludo era cordial y su mirada conforme. No había una sombra capaz de aplacar su brillo que parecía un reflejo veraniego constante. Parecía como si hubiese encontrado la fórmula mágica para ser feliz. ¿Quién, por otra parte, se hubiese atrevido a discutir uno solo de sus argumentos? No, no había manera de cuestionar sus ideas pasadas ya que también habían vencido junto con ese tiempo que decidió dejar atrás. Entonces, el pasado: pisado.
      Tampoco nadie le escuchó formular plan alguno o ejercitar cálculos de probabilidades sobre acontecimientos inciertos. Entre otras cosas, llamaba la atención que, a pesar de que no usaba reloj, jamás preguntaba la hora. De igual manera ocurría con los días. Recuerdo que visité su casa una vez y me extrañó no ver en ningún lado un calendario o algo que pudiera indicar la fecha o el día de la semana: algún pequeño imán en la heladera; alguno de esos triángulos plásticos que regalan en los comercios para fin de año, nada. Sus días eran todos un día, sin nombre y sin connotaciones por su ubicación con respecto a sus actividades o las de los demás. Él hacía lo que quería cuando quería. Aprovechaba la luz del día para caminar de cara al mar y soltaba sus sueños por la noche. Y cuando digo que los soltaba no me refiero a soltarlos para observarlos, para plantearse imposibilidades u obstáculos que le sirvieran como excusas para no llevarlos a cabo. No, él literalmente los soltaba, los lanzaba al espacio en una cascada de luces en donde desaparecían dejando las cuentas en cero una vez más para recomenzar todo nuevamente, libre de condicionamientos.
      Sin embargo, como suele suceder casi siempre en estos casos, hubo una falla, un descuido, un error de cálculo. Todo aquello que había sido ignorado apareció un día -como es costumbre- bajo la forma de una mujer. Y esa mujer le demostró que, a pesar de la ausencia de los números y las agujas, las horas pasaban igual; que sin importar que no nombrara los días, estos se sucedían de a uno inexorablemente. Y así, al desestimar el pasado y la memoria y los recuerdos, creyendo que todos habían sido arrojados al océano del olvido, pecó de ingenuo y perdió de vista algo fundamental: la luna atrae la marea y siempre devuelve lo que le arrojan.
     Finalmente, en uno de esos días de novedades perpetuas, naufragó sobre su orilla una botella con un aroma nuevo que cabalgaba al lomo de un viento conocido. Casi todos conocemos ese viento y sabemos de esos aromas. Algunos incluso estamos al tanto de sus consecuencias y por eso renunciamos al olvido. Pues comprendemos que existe una continuidad inevitable, un espiral infinito, un surco en un disco sobre el que sólo es posible avanzar siguiéndolo, pues de otra manera, estaríamos en el mismo lugar eternamente cantando los mismos versos aburridos e incompletos.
      Y entonces volvió sin poder resistirse a los días de la semana, a esperar la hora en la que ella aparecía ante su mirada enamorada. No tuvo manera de seguir orbitando el mismo círculo y fue arrastrado por lo que él consideraba una nueva mujer. Sin embargo, eso no era exactamente así. Nunca quise decirle  la verdad, revelarle que ella no era una nueva mujer. Porque, a decir verdad, ella era la misma de siempre, la que se repetiría en la constancia de las horas y de los días, la que probablemente cambiara el color de la piel, del cabello y de los ojos pero que nunca podría cambiar las palabras que la nombraban en la oscuridad, el pulso acelerado que antecedía su llegada, las fantasías que vulneraban cualquier intento de mantener la falacia de una libertad carente de mérito, la libertad de los hombres cobardes.
     Porque ella era ella y a la vez era todas. Y con ella se rompía ese anhelo injustificado de libertad. Esa libertad solitaria e inútil que tarde o temprano termina perdiéndose en la amnesia del mundo para ser devorada livianamente por la muerte irremediable. La misma muerte irremediable que, con mucho más esfuerzo, hace lo imposible por tragarse esa otra clase de libertad, la del hombre valiente, la de quien decidió ser esclavo de los calendarios y de los relojes que marcan el día y la hora en que ella se fue para siempre de su vida.

RR


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