miércoles, 17 de febrero de 2016

DERECHOS RESERVADOS


      Y al final, ella tiene razón: soy un tonto.
      Porque de tanto pretender que la quería, me perdí en este juego de realidades inventadas, de tormentas sobre techos de chapa a la hora de la siesta, de subrepticios apagones de un olvido criminal que me ponía permanentemente contra las cuerdas sin poder levantar los brazos para defenderme. Me perdí y ahora ya no sé cómo volver -si es que eso es posible, yo creo que ya no-. Entonces, no me queda más que permanecer al borde de este abismo adonde vine a creer insolentemente en la posibilidad de ser merecedor del destino heroico de los que aman, montado como un polizón al coraje de unos personajes sin sustento real para atravesar los bosques infernales de la locura y cumplir con aquello que nunca debe prometerse, con aquello que debe callarse si es que no se ha guardado uno, aunque sea secretamente, un poco de cordura detrás de la amenazas literarias de ir a buscarla a cualquier precio. Pues bien, este es el precio.
      No le mentí a ella, me mentí a mí mismo. Porque, a decir verdad, nunca me animé a buscarla. Porque evidentemente no creí, como sí creen los verdaderos héroes, en mi propia determinación mucho más que en la inevitabilidad de un destino misterioso. No fui capaz de cumplir por ella ni una sola de todas las palabras que escribí a su amparo, a cualquier hora, en cualquier rincón oscuro donde me mordía sin piedad su recuerdo. No fui ninguno de esos valientes y abnegados quijotes, ni siquiera un villano despreciable con la digna crueldad de creerse el único e irrevocable merecedor del aroma de su celo.
      Nada de eso. Sólo fui un escritor más del montón de escritores que caminaban esta tierra, detenido, pensando en nuevas combinaciones para ahuyentar los significados verdaderos, porque -creía yo acobardado- si les permitía revelarse, me llevarían indefectiblemente al peor de los infiernos. Vamos, fui un pobre idiota soñando con volar gratuitamente por el cielo de unos ojos pintados con un último pedacito de un lápiz celeste encontrado de casualidad a la vera de los años y los dolores, de los silencios que dejan los pájaros que emigran buscando nuevas playas y nuevos soles.
      No, no es culpa de ella, es culpa mía. Porque no la esperé, ni la seguí, ni la quise hasta el último de esos días que relataba para otros, que creaba con los destellos del subconsciente acechado por los sueños al comenzar la noche (igual que acecha la memoria a los arrepentidos sin perdón que no llegan a merecer ni esa pizca de misericordia capaz de provocarles una lágrima). Lo admito, fui un deslucido farsante. Nunca acepté el desafío de ser protagonista y escribir sin eufemismos su remitente y pedirle un beso y rogarle por mi vida o, aunque más no sea, insinuarle en su mejilla un poema en su nombre. Decidí que lo mejor era negar sus horas y su cuerpo todavía latiendo tibio en mis brazos; negar todo desde las penumbras que se crea en la vaguedad de los significados poéticos, desde el ocaso definitivo de una luz que yo mismo sentencié a la eterna oscuridad. Me fui por ahí cantando y bailando una felicidad hecha a la medida de mis escasas posibilidades, componiendo un bricolage con recortes de fotos adulteradas para intentar corregir mis propios errores. Pedacitos de fantasías narcisistas pegados con plasticola mezclada con alcohol; oraciones rescatadas del fondo de botellas que no sirven más que para salvar por un rato a los más desdichados seres de este mundo: los enamorados de su propia condición de enamorados.
      Eso es todo, ya es tarde. Porque llegué hasta el ridículo punto de abrazarme a otra mujer que aguardaba en mi cama con sus formas y sus modos y que intencionalmente escribí para cubrir aquel pasado contaminado de su cálida desnudez. Una buena mujer a la que, sin proponérmelo, terminé confesándole como nunca lo hice con ella mis miedos y mis pecados, quizás tratando así de saldar una deuda pretérita y vencida. Una mujer que, a pesar del insomnio inexpugnable que aun me aqueja cada noche en hojas como esta, no ha conseguido ocupar el espacio infinito en donde brilla una especie de estrella agonizante que, al parecer, jamás terminará de apagarse. Una mujer a la que, a pesar de todo, no he podido asirme amorosamente nunca.
      Ni siquiera ahora, en esta última chance que me queda de huir de aquí para salvarme de vivir por siempre en este lugar ficticio donde habito prisionero de mis propias debilidades. Es que ya no soy el escritor de esta obra y me he convertido en un personaje más. Soy el hombre perdido en sus propios derechos de autor que, como tal, puede declarar sin compromisos su amor a cualquier mujer que le plazca, pero que, sin embargo, es incapaz de confesar el más trágico de sus dolores, el más irremediable de sus defectos: estar perdidamente enamorado de un fantasma creado de su puño y letra.

RR

viernes, 5 de febrero de 2016

PALABRAS SILENCIOSAS


     Tal vez ella pertenecía a ese lugar, no a este. No a este breve espacio desierto donde sólo crecen palabras rebeldes al amparo de viejas canciones, donde cada noche se brinda con la muerte por la vida. Y probablemente cada vez que se la nombre por estos lares será para falsear un olvido prematuro que no es otra cosa que el último reflejo de su mirada apagándose en el recuerdo infinito del ocaso, una subdivisión perpetua de la memoria que siempre logra hacerle un lugarcito al sonido de su voz, a la ternura de su sueño, a la curvatura del contorno de su espalda desnuda que ha quedado estampada como una pintura rupestre en la oscura caverna donde se guardan inexplicablemente los dolores presentes nacidos de las esperanzas vanas del pasado.
      Entonces, ella está quizás donde quiere y en este momento haya que abrazarla a la distancia y seguir bailando en su ausencia, dedicándole esa última pieza que suena bajito cuando ya no va quedando nadie y los acordes se vuelven pequeños y suaves. Mientras las palabras miran silenciosas desde la ventana un poco borrachas, un poco tristes, pero con una leve sonrisa que no es otra cosa que una falsa cicatriz para lo que no tiene cura. Ella debe estar ahí, en su lugar secreto, abierto nada más que para los osados valientes que se animen a cruzar el bosque encantado que ella misma ha sabido plantar tratando de evitar visitas no deseadas y para perder tanto a los oportunistas de deseo como a los verdaderos enamorados de su otoño.
      Y si es una pena, ¿quién lo sabe? ¿Quién puede aseverar que las cosas, tal como son, no deben ser? ¿Quién podría ser capaz de juzgarla y condenarla por ser una ninfa, por haberse transformado sin su consentimiento en un personaje de leyenda en tiempos en donde todo debe ser real, duradero sólo hasta el final de la noche cuando el sol vuelve a salir y la gente parece huir del amor? ¿Qué culpa tiene ella de que su recuerdo sea utilizado con estos fines egoístas para combatir sombras y demonios, para despejar las lágrimas buscando su estrella en el cielo, para seguir mirando hacia adelante con cierto coraje u arrojo o inconsciencia, mientras los vivos se mueren a nuestras espaldas y los muertos nos esperan al frente?
      No, no seré yo quien le apunte con un dedo acusador y le reclame nada, quien haga de su imagen el retrato de mis desgracias o la excusa de mis cobardías; quien la haga responsable por no jugarse el pellejo por un fantasma, por algo que nadie sabe a ciencia cierta si verdaderamente existe. No, de ninguna manera. Yo seguiré haciendo lo que he hecho hasta ahora: así, escapándole a la noche, seguiré queriéndola con palabras silenciosas.

RR


 Foto: Sabrina Chachi Cerello

DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...