Y al final, ella tiene razón: soy un tonto.
Porque de tanto pretender que la quería, me perdí en este juego de realidades
inventadas, de tormentas sobre techos de chapa a la hora de la siesta,
de subrepticios apagones de un olvido criminal que me ponía
permanentemente contra las cuerdas sin poder levantar los brazos para
defenderme. Me perdí y ahora ya no sé cómo volver -si es que eso es
posible, yo creo que ya no-. Entonces, no me queda más que permanecer al
borde de este abismo adonde vine a creer insolentemente en la posibilidad de ser merecedor del destino heroico de los
que aman, montado como un polizón al coraje de unos personajes sin
sustento real para atravesar los bosques infernales de la locura y
cumplir con aquello que nunca debe prometerse, con aquello que debe callarse si es que no se ha guardado uno, aunque
sea secretamente, un poco de cordura detrás de la amenazas literarias de
ir a buscarla a cualquier precio. Pues bien, este es el precio.
No le mentí a ella, me mentí a mí mismo. Porque, a decir verdad, nunca me animé a buscarla. Porque evidentemente no creí, como sí creen los verdaderos héroes, en mi propia determinación mucho más que en la inevitabilidad de un destino misterioso. No fui capaz de cumplir por ella ni una sola de todas las palabras que escribí a su amparo, a cualquier hora, en cualquier rincón oscuro donde me mordía sin piedad su recuerdo. No fui ninguno de esos valientes y abnegados quijotes, ni siquiera un villano despreciable con la digna crueldad de creerse el único e irrevocable merecedor del aroma de su celo.
Nada de eso. Sólo fui un escritor más del montón de escritores que caminaban esta tierra, detenido, pensando en nuevas combinaciones para ahuyentar los significados verdaderos, porque -creía yo acobardado- si les permitía revelarse, me llevarían indefectiblemente al peor de los infiernos. Vamos, fui un pobre idiota soñando con volar gratuitamente por el cielo de unos ojos pintados con un último pedacito de un lápiz celeste encontrado de casualidad a la vera de los años y los dolores, de los silencios que dejan los pájaros que emigran buscando nuevas playas y nuevos soles.
No, no es culpa de ella, es culpa mía. Porque no la esperé, ni la seguí, ni la quise hasta el último de esos días que relataba para otros, que creaba con los destellos del subconsciente acechado por los sueños al comenzar la noche (igual que acecha la memoria a los arrepentidos sin perdón que no llegan a merecer ni esa pizca de misericordia capaz de provocarles una lágrima). Lo admito, fui un deslucido farsante. Nunca acepté el desafío de ser protagonista y escribir sin eufemismos su remitente y pedirle un beso y rogarle por mi vida o, aunque más no sea, insinuarle en su mejilla un poema en su nombre. Decidí que lo mejor era negar sus horas y su cuerpo todavía latiendo tibio en mis brazos; negar todo desde las penumbras que se crea en la vaguedad de los significados poéticos, desde el ocaso definitivo de una luz que yo mismo sentencié a la eterna oscuridad. Me fui por ahí cantando y bailando una felicidad hecha a la medida de mis escasas posibilidades, componiendo un bricolage con recortes de fotos adulteradas para intentar corregir mis propios errores. Pedacitos de fantasías narcisistas pegados con plasticola mezclada con alcohol; oraciones rescatadas del fondo de botellas que no sirven más que para salvar por un rato a los más desdichados seres de este mundo: los enamorados de su propia condición de enamorados.
Eso es todo, ya es tarde. Porque llegué hasta el ridículo punto de abrazarme a otra mujer que aguardaba en mi cama con sus formas y sus modos y que intencionalmente escribí para cubrir aquel pasado contaminado de su cálida desnudez. Una buena mujer a la que, sin proponérmelo, terminé confesándole como nunca lo hice con ella mis miedos y mis pecados, quizás tratando así de saldar una deuda pretérita y vencida. Una mujer que, a pesar del insomnio inexpugnable que aun me aqueja cada noche en hojas como esta, no ha conseguido ocupar el espacio infinito en donde brilla una especie de estrella agonizante que, al parecer, jamás terminará de apagarse. Una mujer a la que, a pesar de todo, no he podido asirme amorosamente nunca.
Ni siquiera ahora, en esta última chance que me queda de huir de aquí para salvarme de vivir por siempre en este lugar ficticio donde habito prisionero de mis propias debilidades. Es que ya no soy el escritor de esta obra y me he convertido en un personaje más. Soy el hombre perdido en sus propios derechos de autor que, como tal, puede declarar sin compromisos su amor a cualquier mujer que le plazca, pero que, sin embargo, es incapaz de confesar el más trágico de sus dolores, el más irremediable de sus defectos: estar perdidamente enamorado de un fantasma creado de su puño y letra.
No le mentí a ella, me mentí a mí mismo. Porque, a decir verdad, nunca me animé a buscarla. Porque evidentemente no creí, como sí creen los verdaderos héroes, en mi propia determinación mucho más que en la inevitabilidad de un destino misterioso. No fui capaz de cumplir por ella ni una sola de todas las palabras que escribí a su amparo, a cualquier hora, en cualquier rincón oscuro donde me mordía sin piedad su recuerdo. No fui ninguno de esos valientes y abnegados quijotes, ni siquiera un villano despreciable con la digna crueldad de creerse el único e irrevocable merecedor del aroma de su celo.
Nada de eso. Sólo fui un escritor más del montón de escritores que caminaban esta tierra, detenido, pensando en nuevas combinaciones para ahuyentar los significados verdaderos, porque -creía yo acobardado- si les permitía revelarse, me llevarían indefectiblemente al peor de los infiernos. Vamos, fui un pobre idiota soñando con volar gratuitamente por el cielo de unos ojos pintados con un último pedacito de un lápiz celeste encontrado de casualidad a la vera de los años y los dolores, de los silencios que dejan los pájaros que emigran buscando nuevas playas y nuevos soles.
No, no es culpa de ella, es culpa mía. Porque no la esperé, ni la seguí, ni la quise hasta el último de esos días que relataba para otros, que creaba con los destellos del subconsciente acechado por los sueños al comenzar la noche (igual que acecha la memoria a los arrepentidos sin perdón que no llegan a merecer ni esa pizca de misericordia capaz de provocarles una lágrima). Lo admito, fui un deslucido farsante. Nunca acepté el desafío de ser protagonista y escribir sin eufemismos su remitente y pedirle un beso y rogarle por mi vida o, aunque más no sea, insinuarle en su mejilla un poema en su nombre. Decidí que lo mejor era negar sus horas y su cuerpo todavía latiendo tibio en mis brazos; negar todo desde las penumbras que se crea en la vaguedad de los significados poéticos, desde el ocaso definitivo de una luz que yo mismo sentencié a la eterna oscuridad. Me fui por ahí cantando y bailando una felicidad hecha a la medida de mis escasas posibilidades, componiendo un bricolage con recortes de fotos adulteradas para intentar corregir mis propios errores. Pedacitos de fantasías narcisistas pegados con plasticola mezclada con alcohol; oraciones rescatadas del fondo de botellas que no sirven más que para salvar por un rato a los más desdichados seres de este mundo: los enamorados de su propia condición de enamorados.
Eso es todo, ya es tarde. Porque llegué hasta el ridículo punto de abrazarme a otra mujer que aguardaba en mi cama con sus formas y sus modos y que intencionalmente escribí para cubrir aquel pasado contaminado de su cálida desnudez. Una buena mujer a la que, sin proponérmelo, terminé confesándole como nunca lo hice con ella mis miedos y mis pecados, quizás tratando así de saldar una deuda pretérita y vencida. Una mujer que, a pesar del insomnio inexpugnable que aun me aqueja cada noche en hojas como esta, no ha conseguido ocupar el espacio infinito en donde brilla una especie de estrella agonizante que, al parecer, jamás terminará de apagarse. Una mujer a la que, a pesar de todo, no he podido asirme amorosamente nunca.
Ni siquiera ahora, en esta última chance que me queda de huir de aquí para salvarme de vivir por siempre en este lugar ficticio donde habito prisionero de mis propias debilidades. Es que ya no soy el escritor de esta obra y me he convertido en un personaje más. Soy el hombre perdido en sus propios derechos de autor que, como tal, puede declarar sin compromisos su amor a cualquier mujer que le plazca, pero que, sin embargo, es incapaz de confesar el más trágico de sus dolores, el más irremediable de sus defectos: estar perdidamente enamorado de un fantasma creado de su puño y letra.