Tal vez ella pertenecía a ese lugar, no a
este. No a este breve espacio desierto donde sólo crecen palabras
rebeldes al amparo de viejas canciones, donde cada noche se brinda con la muerte por la
vida. Y probablemente cada vez que se la nombre por estos lares será
para falsear un olvido prematuro que no es otra cosa que el último
reflejo de su mirada apagándose en el recuerdo infinito del ocaso, una
subdivisión perpetua de la memoria que siempre logra hacerle un lugarcito
al sonido de su voz, a la ternura de su sueño, a la curvatura del
contorno de su espalda desnuda que ha quedado estampada como una pintura
rupestre en la oscura caverna donde se guardan inexplicablemente los
dolores presentes nacidos de las esperanzas vanas del pasado.
Entonces, ella está quizás donde quiere y en este momento haya que
abrazarla a la distancia y seguir bailando en su ausencia, dedicándole
esa última pieza que suena bajito cuando ya no va quedando nadie y los
acordes se vuelven pequeños y suaves. Mientras las palabras miran silenciosas
desde la ventana un poco borrachas, un poco tristes, pero con una leve
sonrisa que no es otra cosa que una falsa cicatriz para lo que no
tiene cura. Ella debe estar ahí, en su lugar secreto, abierto nada más
que para los osados valientes que se animen a cruzar el bosque encantado
que ella misma ha sabido plantar tratando de evitar visitas no deseadas y para
perder tanto a los oportunistas de deseo como a los verdaderos
enamorados de su otoño.
Y si es una pena, ¿quién lo sabe? ¿Quién puede aseverar que las cosas, tal como son, no deben ser? ¿Quién podría ser capaz de juzgarla y condenarla por ser una ninfa, por haberse transformado sin su consentimiento en un personaje de leyenda en tiempos en donde todo debe ser real, duradero sólo hasta el final de la noche cuando el sol vuelve a salir y la gente parece huir del amor? ¿Qué culpa tiene ella de que su recuerdo sea utilizado con estos fines egoístas para combatir sombras y demonios, para despejar las lágrimas buscando su estrella en el cielo, para seguir mirando hacia adelante con cierto coraje u arrojo o inconsciencia, mientras los vivos se mueren a nuestras espaldas y los muertos nos esperan al frente?
No, no seré yo quien le apunte con un dedo acusador y le reclame nada, quien haga de su imagen el retrato de mis desgracias o la excusa de mis cobardías; quien la haga responsable por no jugarse el pellejo por un fantasma, por algo que nadie sabe a ciencia cierta si verdaderamente existe. No, de ninguna manera. Yo seguiré haciendo lo que he hecho hasta ahora: así, escapándole a la noche, seguiré queriéndola con palabras silenciosas.
Y si es una pena, ¿quién lo sabe? ¿Quién puede aseverar que las cosas, tal como son, no deben ser? ¿Quién podría ser capaz de juzgarla y condenarla por ser una ninfa, por haberse transformado sin su consentimiento en un personaje de leyenda en tiempos en donde todo debe ser real, duradero sólo hasta el final de la noche cuando el sol vuelve a salir y la gente parece huir del amor? ¿Qué culpa tiene ella de que su recuerdo sea utilizado con estos fines egoístas para combatir sombras y demonios, para despejar las lágrimas buscando su estrella en el cielo, para seguir mirando hacia adelante con cierto coraje u arrojo o inconsciencia, mientras los vivos se mueren a nuestras espaldas y los muertos nos esperan al frente?
No, no seré yo quien le apunte con un dedo acusador y le reclame nada, quien haga de su imagen el retrato de mis desgracias o la excusa de mis cobardías; quien la haga responsable por no jugarse el pellejo por un fantasma, por algo que nadie sabe a ciencia cierta si verdaderamente existe. No, de ninguna manera. Yo seguiré haciendo lo que he hecho hasta ahora: así, escapándole a la noche, seguiré queriéndola con palabras silenciosas.
RR
Foto: Sabrina Chachi Cerello
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