Hasta ese momento el tiempo era nada más que tiempo,
segundos, minutos y horas de días con nombres pero sin apellido. Pero
cuando nos despedimos aquella tarde de primavera, rompí el protocolo y
la besé. La besé intencionalmente y con alevosía y con eso le confesé
que la quería, que ya no podría dejarla ir como lo hacía antes. Y le
escribí en las fronteras doloridas de sus labios que a partir de ese
momento, apenas ella cruzara la puerta de mis fantasías, yo tendría que apelar
a las más desleales artimañas para aplacar mi ansiedad de correr detrás
de ella con la vehemencia de los imbéciles, disculpándome con los
amores pasados por no tener más que un beso para declarar a su favor.
Cuando la besé, después de haberme alimentado de su cuerpo durante toda
la noche, comprendí que ya no podría escaparme de ella: que de su boca
haría brotar como peces palabras impunes para intentar nadar de vuelta
hasta su orilla; que su vida sería mi vida y que ya no saldría con vida
de la suya; que por más que lo intentara, ya no habría lugar en mi pluma
para medias tintas, ni números ganadores para llenar otros cartones;
que preferiría renunciar ciegamente a las dudas de los timoratos y a las
seguridades de los apocalípticos con tal de abrazarme a su presente
desconocido.
Eso fue todo lo que hizo falta, besarla. Porque cuando la besé y la vi alejarse, sólo pude quedarme detenido en su tiempo viendo mi alma yéndose con ella. Para siempre.
Eso fue todo lo que hizo falta, besarla. Porque cuando la besé y la vi alejarse, sólo pude quedarme detenido en su tiempo viendo mi alma yéndose con ella. Para siempre.
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