miércoles, 13 de enero de 2016

HUMILDE ALEGATO PERSONAL EN FAVOR DE LAS POLILLAS


     Entre las fábulas menos conocidas está aquella que cuenta sobre la existencia de dos grupos supuestamente antagónicos pero que, al indagar un poco en la historia, es posible corroborar que en realidad no son para nada antagónicos, sino complementarios.
     Se trata de las mariposas y las polillas. A las primeras se les ha adjudicado la presuntuosa virtud de alborotar vientres y por ende, corazones y almas -es sabido que estos dos órganos amorosos residen físicamente en el estómago-. En cambio, a las segundas, les ha sido otorgado el penoso papel del olvido, de la ropa raída que ya no logra abrigar a los desvalidos amantes, de los cielos grises que se ciernen penosos y desconsiderados sobre ellos que han pasado a ocupar el fúnebre panteón de los abandonados.
     Pues bien, hoy, y ante la nula insistencia de esas personas que prefieren ampararse en el desconocimiento para ocultar cualquier pesadumbre o para emprender vueltas inútiles sobre pasados pisados, he decidido desmentir los falaces argumentos de esta siniestra fábula, buscando bajar el copete de esas aladas y coloridas criaturas que se arrogan dones indispensables para el amor y, a la vez, proponer el merecido desagravio para sus descoloridas contrapartes a quienes inmerecidamente se las condena a un papel denigrante que ya verán, es absolutamente infundado e injusto.
     Todos hemos escuchado alguna vez a alguien que cree estar enamorado declarar "siento mariposas en el estomago". ¿Por qué mariposas? ¿Por qué no pajaritos o abejas o moscas o... polillas? ¿Qué propiedad exclusiva acarrean sobre sus cuerpecillos las mariposas que las hace tan distinguibles a la hora de sentir eso que se siente -sobre este punto no hay posibilidad de desmentida- en la zona de abdominal? Y lo más importante: ¿por qué ese pulular de aleteos que parecieran querer despertar las fibras internas de nuestro desconcierto tiene tanto valor a la hora de evaluar el comienzo de una relación amorosa? Todas estas preguntas (sobre todo la última) me llevan a realizar quizás la definitiva y fundamental, el quid de toda esta cuestión: ¿cuál de los dos extremos de la relación amorosa termina siendo el preponderante, el que al fin y al cabo salva al amante: el batir de las alas de las mariposas que anuncian el comienzo de un nuevo mundo, de una nueva historia llena de incertidumbres e intrigas, plagada de posibilidades de inmensas alegrías y crueles dolores; o acaso la llegada de un olvido sanador de los peores males que se abaten sobre el amante desterrado de su objeto de amor que cree que finalmente va a fenecer en la tierra infernal del desconsuelo y la pena, en ese hueco imposible de llenar que se abre ante su mirada perdida en la estela de quien se ha ido y ya no volverá nunca? Analicemos pues estas circunstancias.
     En algún momento de nuestras vidas, tarde o temprano, de día o de noche, el amor aparece personificado ante nuestros impávidos ojos. Hombres y mujeres de todas las edades, de todas las condiciones, están expuestos y expuestas a un azar mágico al que sólo es posible otorgarle una pretendida lógica una vez que todo ha terminado. 
     Cabellos agitados por el viento polinizando sueños; rayos coloreados por ojos de todos los tintes del arco iris; sonidos sincopados de palabras que brotan como un manantial poético de bocas que jamás supieron tan dulces; aromas de celos ocultos danzando alocadamente bajo las ropas interiores, que exigen descubrir los atributos de quienes ya no logran controlar la sangre y el sudor y el calor agobiante que anuncia un verano inolvidable.
     Así aparece el amor y con él entran en los cuerpos desprevenidos las mariposas. Vuelan por los interiores de los cuerpos vociferando promesas irrealizables, proponiendo hazañas y actos heroicos innecesarios. Van y vienen llenando todos los espacios sin dejar ni un mínimo resquicio por donde pueda colarse el sentido común o la prudencia. Ellas exigen la obediencia incondicional de los amantes invadidos. Así, estos personajes indefensos arremeten contra cualquier precaución desembarazándose de previos temores y afrentosas cobardías que pudieran haberse manifestado alguna vez ante hechos mucho menos desafiantes. Sí, las mariposas los gobiernan totalitariamente, sin chance para que pueda ser emitido un sólo sonido discordante en una suerte de rapsodia que ellas mismas dirigen. 
     Y ahí andan, ensartados por una flecha, el pretendiente y el pretendido: loca ella, loco él, locos los dos. Tomados de las manos, abrazados de la cintura, alumbrando oscuros pasajes, escribiendo rimas y versos, indignando soledades, escandalizando viejas. Nada es imposible para estos pasajeros estelares subidos a una bandada de mariposas multicolores que maravillan a algunos y envenenan de envidia a otros.
     Sin embargo un día, los amantes se encuentran caminando por alguna calle cualquiera, que tiene un nombre que es el mismo para todos, que ya no es un pasaje secreto únicamente trazado para sus pies que parecían seguir un destino exclusivo e inequívoco. Repentinamente, ese día figura en un calendario que los ubica temporalmente junto a otras personas que caminan la misma calle, que sueñan y viven y aman y esperan y mueren al igual que ellos. Al igual que todos. ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Qué cambio tan drástico pero a la vez tan sutil se ha producido en sus vidas? Pues bien, he aquí lo que ha sucedido: las mariposas han volado con otros rumbos. 
     Entonces, ya no existe a sus alrededores aquel círculo impenetrable que los mantenía indemnes a los sufrimientos y a las desgracias y que los juntaba en un traje espacial único e indestructible. Ya no están guiados por unos impulsos irrefrenables, por razones irreprochables. Ahora les corresponde a ellos llevar adelante el desafío del amor. Ahora son ellos los pilotos responsables de aquella nave espacial que ya no es tal, que es ahora una bicicleta a la que es necesario impulsar con fuerza y habilidad para mantenerla en el camino, evitando tropezar con los obstáculos que aparecen por doquier, con la frustración y los contratiempos, con la rutina y las imposibilidades, con los temores y las cobardías omitidas.
     Y si bien la ausencia de las mariposas no necesariamente debe conducir a los amantes al fracaso de su relación, queda pronto en evidencia que la magia vencida debe ser suplida por un gran despliegue de inteligencia, paciencia e indulgencia. Así es, sólo con esta conjunción -cacofónicamente agobiante y ridícula- podrán nuestros protagonistas sobrevivir al final del acto divino del enamoramiento para darle paso a lo que algunos llaman relación amorosa, otros noviazgo y algunos más desafortunados, matrimonio.
     De esta manera, queda claro que las mariposas ocupan un tiempo y un espacio muy breve en el desarrollo amoroso, que su influencia, si bien enorme e irrefutable, sólo se mantiene durante los albores de la pasión. Más tarde o más temprano, ellas vuelan sin siquiera despedirse, sin dar una advertencia y sin dejar nada ni nadie en su reemplazo. 
     En cambio con las polillas la historia es completamente diferente. Cuando ellas aparecen, lo hacen a pedido de un interesado, de alguien que ruega al cielo misericordia, que es capaz de entregar su alma al diablo para que ellas borren de sus noches el espantoso espectro del amor perdido, de las pasiones agotadas, de los besos ausentes. Cuando las polillas son requeridas en la vida (casi muerte, se podría afirmar) del amante desahuciado no es para sumarse a ninguna fiesta, por el contrario, es para abrir placares y cajones de ropas en desuso, de cartas de amor huérfanas de significado, de perfumes agrios que duelen en las fosas nasales y de ahí viajan al estómago a ocupar un vacío imposible de ser llenado. 
     Estas opacas criaturas son quienes deberán llevar adelante la más penosa de todas las tareas, pero que es, sin embargo, la más imprescindible. Deberán ser ellas quienes remuevan con su apetito samaritano las manchas que deja el amor cuando se acaba, la sangre que urge sobre el papel para escribir los versos más tristes cada noche, los vapores del alcohol saliendo de la boca de quien ha desfallecido en un sillón pensando en lo que no se debería pensar nunca más, haciendo unas cuentas sin resultado, analizando hechos, razones y circunstancias fortuitas fuera del alcance de todos, hasta de Dios.
     Cuando el amor se acaba son las polillas quienes recuperarán la tierra, quienes pacientemente se irán deshaciendo de los incómodos obstáculos para el olvido, esos recuerdos perversos, crueles, mortales. Y todo este trabajo no requiere de un día ni de dos; no es posible llevarlo a cabo en dos meses o en tres; puede que incluso no se logre el éxito ni en tres años ni en cuatro. Se comenta que existen casos en que esta triste situación no ha sido resuelta nunca.
     Por lo tanto, ¿a quienes debemos adjudicarle el don del milagro? ¿A quienes deberíamos confiar nuestro corazón y nuestra alma (nuestro estómago)? ¿Con quienes deberíamos sentirnos agradecidos al final de nuestros días cuando nos toque estar frente a frente en la entrada de un túnel de luz ante los ojos de un amor que ya no será posible? ¿Serán acaso las mariposas y sus breves aleteos de ansiedades, o las polillas y su heroica inclinación por la vida después del amor? 
     He aquí el dilema, queridos amigos y amigas. He aquí algo para pensar esta tarde o esta noche cuando a algunos de ustedes les toque quizás abrazarse al frenesí irrefrenable de los latidos acelerados en pos de un enigma llamado amor. O, llegado el caso, cuando otros se ciñan con todas sus fuerzas a la nostalgia, soñando con recuperar lo irrecuperable, con acertar en el blanco inexistente de un corazón que ya no los contiene, bebiéndose las horas con la angustia propia de los ocasos solitarios, de la tinta urgente del amor perdido.
     Y hasta aquí llega mi deber de rescatar del oprobio a las polillas para tratar de ubicarlas justicieramente en el mismo peldaño que las mariposas. Pero antes de finalizar, me gustaría aclarar que no ha sido mi intención alzar las banderas de unas en contra de las otras. No he buscado denostar el noble cometido de las mariposas, su función indispensable en esa especie de ecosistema amoroso en donde cada quien es cada cual, en donde es necesaria la alegre esperanza inicial, aunque no sea del todo real, aunque sus argumentos carezcan de pruebas firmes que la sostenga. Como así tampoco es posible sembrar nuevos amores sobre una tierra arrasada por la sequedad y la amargura que deja la ausencia de quien se ha ido a abonar otros terrenos. Hace falta que alguien se encargue junto con el tiempo de poner cada cosa en su lugar, de llevar adelante la feroz labor de selección de lo necesario separándolo de lo prescindible para renacer finalmente de las cenizas cual Ave Fénix.
     Así las cosas, festejemos entonces la existencia de las mariposas sin olvidarnos que, en la mayoría de los casos, ha sido gracias a la larga y penosa lucha de las polillas que somos capaces de disfrutar de los colores de aquellas, de la locura de entregar nuestro corazón y nuestra alma con el estómago limpio de viejas penas, de dolorosas angustias que habrán sido devoradas por estas criaturas que nunca han exigido nada y que nos han acompañado misericordiosas al borde de la muerte para brindar por ese adiós definitivo que parecía que nunca llegaría. Pero que llegó.

RR


Foto: Pablo Silicz

No hay comentarios:

DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...