Extrañamente, el relato de la epopeya finaliza inesperadamente. Sin
embargo, algo más sucedió aquel día, algo que fue omitido
deliberadamente por alguna razón desconocida o, quizás, peligrosa. El
hombre se levantó sonriente de su silla frente al auditorio y dijo:
-Buenas tardes. Me habían pedido que escribiera un pequeño texto de
cierre para este seminario que está tocando su fin en el día de hoy.
Cuando fui convocado por algunos de los más ilustres miembros de esta
clase, por un lado me sentí inmensamente honrado y halagado, y por otro,
sufrí una especie de pánico escénico pues no tenía la más mínima idea
de lo que podría aportar a quienes asistieran a él. ¿Qué podría saber yo
tan certeramente como para proponerlo como axioma, como lema, como guía
a seguir? Pues bien: nada.
No se sabe nada nunca, amigos míos, ni siquiera cuando se está completamente seguro de que no se sabe nada. Menos aun, cuando se cree que sí se sabe, cuando de un clavo en la pared cuelga un diploma escrito con una letra muy bonita que acredita que uno ha adquirido algunos conocimientos específicos sobre alguna materia particular, que ha cursado ciertos estudios que lo autorizan a llevar adelante ciertas prácticas válidas para un conjunto de personas que, por esos tácitos acuerdos sociales, han decidido creer en uno.
Pues bien, ni yo, ni ellos, ni ustedes, sabemos nada. Y la prueba contundente de esta afirmación (que también debería ser puesta en duda) es que estemos perdiendo nuestro tiempo aquí, sentados en este salón, ustedes silenciosos y expectantes, y yo, impaciente por largarme de aquí.
Porque yo no debería estar aquí y ustedes tampoco. Yo no debería estar hablando de estrategias amorosas, de estilos literarios, de consuelos inútiles. Yo no debería detenerlos frente a mí contándoles que la búsqueda de conclusiones o enseñanzas en algunas experiencias es una pérdida de tiempo, de un tiempo valioso que jamás volverá. Si ustedes tuvieran las agallas que yo no he tenido se levantarían inmediatamente de sus asientos y huirían despavoridos de este lugar, tomarían ese camino difícil y complicado que es el del único saber posible, aquel que nos permite admitir que lo único que de veras sirve es saber quién es ella, quién es él.
Entonces, amigos, váyanse ahora, no pierdan un minuto más de sus vidas en este juego de cartas escondidas. Váyanse, salgan a la calle, recojan una flor de un jardín vecino y liberen todas sus angustias, exorcicen todas sus tristezas, tráguense todas esas lágrimas de pobres de ustedes y conviértanlas en una canción cantada a viva voz, en un poema nuevo que despierte a Becquer o a Byron. No se detengan en estilos o en normas. No hagan caso de esos charlatanes de academias que carecen del valor necesario para asumir su total ignorancia acerca del dolor verdadero, el de las almas vacías, el de los corazones rotos, el de las mentes desarmadas de tanto pensar en quien ya no espera, en quien ya ha esperado suficiente o en quien nunca esperará más nada.
Vamos, esa es la batalla que estamos peleando en esta vida, esa es la medalla invisible que ganaremos, los honores que mereceremos, el epitafio que escribiremos. No hace falta pensar y analizar causas y consecuencias. La única causa es ella, es él. La única consecuencia es la muerte. Entre esa causa y esa consecuencia estamos todos, ustedes y yo y todas las infinitas posibilidades. Alguna vez deberemos aceptar aquello de que nadie sale vivo de la vida. Como tampoco nadie sale vivo del amor. Y jamás el amor será vencido por el olvido.
Entonces, amigos y amigas, demos por finalizado este encuentro de ignorantes ahora mismo. Terminemos de una vez por todas con esta farsa discursiva, con esta charlatanería filosófica que se nos lleva de a uno los suspiros que nacen de la fantasía. Dejemos de buscar los hilos y aceptemos nuestro destino de marionetas del amor. Evitemos la tentación de revisar el fondo de la galera, el tabique que divide la magia del truco. Aceptemos que de nada sirve perseguir la inmortalidad, que lo que debemos es perseguir la muerte, que los molinos de viento son la vida, que la vida sólo dura un instante y que en este instante hay alguien que está perdiendo la vida desgraciadamente sin haber sentido nunca unas aspas a punto de cortarle el cuello, sin llegar a comprobar que, al fin y al cabo, si así sucediera, habría valido la pena. Aunque más no sea por terminar sus días habiendo dejado algo más que una bolsa de huesos que ya nadie recordará al día siguiente. Entonces, ¡váyanse! Mañana no existe. Pero aun existe la flor en ese jardín, aun existe un alma vacía, un corazón roto y los molinos de viento.
Me pidieron que escribiera algo para ustedes sobre el amor y el olvido. No lo voy a hacer. Háganlo ustedes mismos. Si no son capaces de hacerlo, es porque no se han acercado lo suficiente a esas aspas.
No se sabe nada nunca, amigos míos, ni siquiera cuando se está completamente seguro de que no se sabe nada. Menos aun, cuando se cree que sí se sabe, cuando de un clavo en la pared cuelga un diploma escrito con una letra muy bonita que acredita que uno ha adquirido algunos conocimientos específicos sobre alguna materia particular, que ha cursado ciertos estudios que lo autorizan a llevar adelante ciertas prácticas válidas para un conjunto de personas que, por esos tácitos acuerdos sociales, han decidido creer en uno.
Pues bien, ni yo, ni ellos, ni ustedes, sabemos nada. Y la prueba contundente de esta afirmación (que también debería ser puesta en duda) es que estemos perdiendo nuestro tiempo aquí, sentados en este salón, ustedes silenciosos y expectantes, y yo, impaciente por largarme de aquí.
Porque yo no debería estar aquí y ustedes tampoco. Yo no debería estar hablando de estrategias amorosas, de estilos literarios, de consuelos inútiles. Yo no debería detenerlos frente a mí contándoles que la búsqueda de conclusiones o enseñanzas en algunas experiencias es una pérdida de tiempo, de un tiempo valioso que jamás volverá. Si ustedes tuvieran las agallas que yo no he tenido se levantarían inmediatamente de sus asientos y huirían despavoridos de este lugar, tomarían ese camino difícil y complicado que es el del único saber posible, aquel que nos permite admitir que lo único que de veras sirve es saber quién es ella, quién es él.
Entonces, amigos, váyanse ahora, no pierdan un minuto más de sus vidas en este juego de cartas escondidas. Váyanse, salgan a la calle, recojan una flor de un jardín vecino y liberen todas sus angustias, exorcicen todas sus tristezas, tráguense todas esas lágrimas de pobres de ustedes y conviértanlas en una canción cantada a viva voz, en un poema nuevo que despierte a Becquer o a Byron. No se detengan en estilos o en normas. No hagan caso de esos charlatanes de academias que carecen del valor necesario para asumir su total ignorancia acerca del dolor verdadero, el de las almas vacías, el de los corazones rotos, el de las mentes desarmadas de tanto pensar en quien ya no espera, en quien ya ha esperado suficiente o en quien nunca esperará más nada.
Vamos, esa es la batalla que estamos peleando en esta vida, esa es la medalla invisible que ganaremos, los honores que mereceremos, el epitafio que escribiremos. No hace falta pensar y analizar causas y consecuencias. La única causa es ella, es él. La única consecuencia es la muerte. Entre esa causa y esa consecuencia estamos todos, ustedes y yo y todas las infinitas posibilidades. Alguna vez deberemos aceptar aquello de que nadie sale vivo de la vida. Como tampoco nadie sale vivo del amor. Y jamás el amor será vencido por el olvido.
Entonces, amigos y amigas, demos por finalizado este encuentro de ignorantes ahora mismo. Terminemos de una vez por todas con esta farsa discursiva, con esta charlatanería filosófica que se nos lleva de a uno los suspiros que nacen de la fantasía. Dejemos de buscar los hilos y aceptemos nuestro destino de marionetas del amor. Evitemos la tentación de revisar el fondo de la galera, el tabique que divide la magia del truco. Aceptemos que de nada sirve perseguir la inmortalidad, que lo que debemos es perseguir la muerte, que los molinos de viento son la vida, que la vida sólo dura un instante y que en este instante hay alguien que está perdiendo la vida desgraciadamente sin haber sentido nunca unas aspas a punto de cortarle el cuello, sin llegar a comprobar que, al fin y al cabo, si así sucediera, habría valido la pena. Aunque más no sea por terminar sus días habiendo dejado algo más que una bolsa de huesos que ya nadie recordará al día siguiente. Entonces, ¡váyanse! Mañana no existe. Pero aun existe la flor en ese jardín, aun existe un alma vacía, un corazón roto y los molinos de viento.
Me pidieron que escribiera algo para ustedes sobre el amor y el olvido. No lo voy a hacer. Háganlo ustedes mismos. Si no son capaces de hacerlo, es porque no se han acercado lo suficiente a esas aspas.
Pero la verdad es
que este hombre sencillo y casi desconocido, sin ninguna seña particular
que pudiera hacer sospechar en él un carácter extraordinario o un
destino heroico, volvió a su casa y tomó una decisión postergada por
años. Decidió partir así como estaba, ignorante e ignorado. Todavía
con el pulso acelerado, ensilló su viejo auto, acomodó su peto y su
espaldar y se fue tras las huellas de los pasos de una mujer. Una mujer
de esas que perturban la mente, que riegan los jardines del alma, que
alimentan los deseos del sexo y del espíritu. Se fue siguiendo el
sendero perfumado con el olor de aquel cuerpo tibio que había aromado
alguna vez sus noches. Se fue solo, sin Sancho y sin lanza. Solo, con
las horas vencidas hechas de vigilas y sueños en su nombre, junto a las
restantes que aun permanecían cargadas de acertijos y dudas y que, de
tanto analizar posibilidades y contingencias, lo habían arrastrado hasta
la tierra fantasmal de los recuerdos de quien ya no era ni sería nunca.
Así, este hidalgo caballero con todo por ganar y nada que perder, llegó finalmente hasta la colina oculta del olvido, adonde ella había edificado el molino que trituraba sus horas y sus esperanzas de olvidar aquello que nunca se olvida. Y una vez ahí, con el coraje y la falta de cordura necesaria para estos casos, se guardó por un momento de las dudas y se aprestó a la más desafiante de las batallas: a conquistar nuevamente su corazón o, al menos, dejar la vida entre el filo de sus aspas.
Así, este hidalgo caballero con todo por ganar y nada que perder, llegó finalmente hasta la colina oculta del olvido, adonde ella había edificado el molino que trituraba sus horas y sus esperanzas de olvidar aquello que nunca se olvida. Y una vez ahí, con el coraje y la falta de cordura necesaria para estos casos, se guardó por un momento de las dudas y se aprestó a la más desafiante de las batallas: a conquistar nuevamente su corazón o, al menos, dejar la vida entre el filo de sus aspas.
Al parecer, y aunque jamás fue publicado, este habría
sido el desenlace escrito originalmente. Vaya uno a saber por qué fue
omitido -aunque tengo algunas sospechas sobre este punto que dejaré para
otra ocasión-. Nadie supo qué sucedió finalmente con él, si es que
logró su cometido amoroso o sucumbió en el intento. Supongo que no es
eso lo que nos debería preocupar luego de conocer este final silenciado.
En mi caso, me queda la sensación de que es posible que, en definitiva,
y sea lo que sea que haya sucedido, el hidalgo caballero cumplió su
misión. Pues nunca más volvió.
RR
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