sábado, 24 de junio de 2017

ESTOCOLMO


     Como todo el mundo sabe, Estocolmo es la capital de Suecia. Pero lo que quizás no sea tan conocido es el hecho de que Estocolmo es la ciudad que más ha contribuido en población inmigrante en Argentina.
     De aquellos españoles que invadieron y colonizaron con la espada y la cruz (sobre todo con la espada) lo que ellos bautizaron América, pasando por los primeros irlandeses que impulsaron el desarrollo de la ganadería ovina a mitad del siglo XIX en el norte de la provincia de Buenos Aires, siguiendo con las oleadas migratorias de comienzos del siglo XX provenientes, entre otros,. de Italia, España, Rusia, Polonia, países árabes, etcétera, ninguna de estas colectividades ha tenido el peso cultural que indudablemente tuvieron los estocolmenses, o estocolmeños -o como sea que fuera el gentilicio de estos lamentables personajes-.
     Las pastas, la paella, los knishes, entre otras deliciosas recetas, son sólo pequeños detalles culinarios de aquellos grupos minoritarios que arribaron a estas pampas. Prominentes puteadores, profetas de un mundo extinto, cuenteros de profesión, poseían además, un complejo de superioridad tan exacerbado que terminaría convirtiéndose en una de las características más destacadas de la idiosincrasia argentina. Característica que, sobre todo en el resto de Latinoamérica, a algunos les provoca gracia y a la mayoría, desagrado y resentimiento. No obstante, y para ser un poco indulgente con estos pintorescos inmigrantes, es menester poner de relieve su gracia y su humor (sobre todo negro) que han servido de catarsis para la desdichada población autóctona en muchos de los duros momentos históricos donde los otros, los malos, dominaron la escena nacional.
     Porque los otros, los malos, los estocolmeños (o estocolmenses), fueron más bien inmigrantes funestos y despreciables que, como la peor de las malas hierbas, se reprodujeron y ocuparon todas las hendijas de la duda circundante, tapando casi definitivamente con su perversa sombra cualquier posibilidad de que una idea superadora o un pensamiento profundo brillara aunque sea tímidamente durante un período de tiempo más o menos prolongado.
     Así es como el argentino promedio ha ido desarrollado el gen preponderante de Estocolmo. Este gen pernicioso fue capaz de colarse impunemente bajo la piel criolla dando la característica principal a una gran parte de los habitantes de estas tierras del sur. Si la gente se tomase alguna vez la molestia de retirar la atención por unos minutos del aparato celular mientras camina por las calles, sería posible que se encontrara inmediatamente con personas de origen español, italiano, judío, árabe, etcétera; ciudadanos capaces de demostrar vívidamente hasta qué punto ellos también han sufrido la degradación de sus propios genes originarios en beneficio (o más bien, maleficio) del gen de Estocolmo.
     Están acá y allá, por todos lados. Personas de todos los estratos sociales que vociferan acusaciones que van dirigidas como una ráfaga de ametralladora contra cualquier sector de la población que muestre algún rasgo de dignidad en sus acciones, o incluso en su discurso. Los estocolmenses los miran con desprecio, con resentimiento, con odio. No soportan nada ni siquiera parecido al pensamiento crítico, llegando a considerarlo prácticamente como un acto subversivo. Para ellos cualquier alteración o cuestionamiento que se intente hacer sobre el sentido común -ese espantoso pseudo alegato a favor de nada y en contra de todo- es un desafío imperdonable que debe ser combatido y castigado con todo el peso de la "justicia".
     Según los estocolmeños, el poder establecido -el que gobierna y el que lo sostiene- es el resguardo de la moral y las buenas costumbres. Ellos sienten que quienes regulan y legislan sobre sus vidas son, finalmente, los titulares casi divinos de sus destinos. Nunca discuten, polemizan u objetan sus recomendaciones. Jamás ponen en duda la honestidad de quienes les exigen sacrificios fatales sin estar dispuestos a llevarlos adelante ellos mismos. Aceptan y apoyan cualquier medida propuesta en un supuesto beneficio propio aunque la prueba irrefutable de que sólo beneficiará a ese poder sea puesta ostensiblemente delante de sus ojos. Y si algo saliera mal (como siempre ocurre), se ocuparán concienzudamente de repartir las culpas entre los opositores, los cuestionadores, los intelectuales (estos últimos nombrados con un profundo tono despectivo), los humildes (idem que el caso anterior) y todos aquellos que hayan logrado evitar el contacto con el gen escandinavo o, más loable aun, hayan conseguido extirparlo de su cuerpo.
     Pocas veces en la historia argentina se ha podido comprobar como hoy la extraordinaria influencia de este gen sobre la población. Si bien a lo largo de los poco más de doscientos años de historia nacional (dejemos a los pueblos originarios fuera de este ensayo y en un espacio libre de culpas pues ya han sido castigados mucho más que suficiente) es posible encontrar reiterados casos que muestran a las claras su impresionante dominio, todo hace pensar que estamos transitando, tal vez, uno de los momentos más álgidos de su dominio. ¿Cómo explicar si no que, mientras la mayoría de la población se encuentra visiblemente afectada por las políticas que bajan como un garrote sobre la cabeza de todos, los responsables sigan como si nada exponiendo argumentos falaces y apelando al sacrificio general mientras los estocolmeños los aplauden y los exculpan? ¿Cómo es posible que mientras la tierra se convierte en barro y el agua en una cloaca y el cielo se oscurece amenazante haya quienes sostengan iracundos que sólo así podremos sobreponernos de unos supuestos males heredados? ¿Cómo puede explicarse, si no es por el dominio del gen de Estocolmo, que quienes evidentemente han sido infectados por él sostengan el dedo acusador únicamente hacia aquellos que ya han caído lamentablemente derrotados o sometidos, o hacia los que son inmunes al gen y que tratan por todos los medios de hacerles comprender que quien castiga y golpea y condena a la mayoría a la resignación, al sufrimiento y hasta a la muerte no lo hace por el bien de esta mayoría sino por el suyo propio? ¿Qué otra plaga, más que el gen de Estocolmo, tiene la capacidad diabólica de generar esta increíble adhesión sin cuestionamientos a la autoridad de quienes se aprovechan de una posición de poder para mantener sus privilegios sentenciando al resto a sobrevivir miserablemente? No cabe la menor duda, una vez más: el gen de Estocolmo es el responsable.
     Es probable que nadie supiera al momento del ingreso de aquellos inmigrantes suecos que algo así sucedería, que una gran parte de la población sería infectada por sus genes transformándolos en personas capaces de amar a sus verdugos, capaces de elogiarlos injustificadamente, capaces de sostenerlos intocables en la cima de la montaña mientras la mierda tapa y hunde al resto. No obstante, no se puede ni se debe claudicar en esta lucha, los estocolmenses deben ser combatidos y desenmascarados. Es absolutamente imprescindible declarar, todas las veces que haga falta, que el sentido común no es una idea ni un pensamiento, es un conjunto de prejuicios difundidos maquiavelicamente para beneficio de los poderosos, de los inmorales, de los nefastos y los mafiosos.
     Por eso les pido encarecidamente: protejámonos los unos a los otros de la infección de este espantoso gen. Que esta runfla de facinerosos nunca logren su cometido. Esto es; hacernos creer que lo que nos está enfermando servirá en un futuro cercano para curarnos, y que, finalmente, lo que nos mata es lo único que puede salvarnos.

RR


jueves, 22 de junio de 2017

DE LO PEOR


     Sin embargo, eso tal vez no es lo peor -ojalá lo fuera-. Lo peor es (quizás sea) el olor de aquel aliento suyo por la mañana. Ese inconfundible olor a sueño truncado a mitad de la noche por el ladrido de algún perro en la vereda o por alguna caricia mía entregada fuera de hora; o hasta por la imborrable presencia de la muerte de quien fue, no hace mucho tiempo, ella misma. 
     Sí, lo peor probablemente sea el aroma rebelde de su diente desalineado que rebota contra este nuevo color en la pared que, a pesar de su anaranjada juventud, no logra ni borrar ni tapar su reflejo. Un reflejo, sin bien austero, mucho más que suficiente para tiempos como estos que corren (y que corren cada vez a más y más velocidad). Ese reflejo que brota desde las entrañas de los ladrillos unidos únicamente por tres partes de arena más una cemento; ese maldito reflejo suyo que se despega de la cal del revoque como un fantasma para susurrarme al oído sus viejos caprichos, sus futuros inconcebibles, y este presente que la presenta como si fuese una gran novedad, como si ella necesitara a esta altura cualquier tipo de presentación. ¡Vamos! Qué novedad puede ser para mí el extracto de su dulzura en cuenta gotas, su incontenible avalancha de furia y su completa desaprensión pública por ese miedo a morir de amor que todos los hombres y mujeres de bien tuvimos alguna vez .
     Y aunque ya había dicho yo alguna vez que no moriría de amor sino de cualquier otra cosa, seamos sinceros: ¿quién no quisiera un anuncio en el obituario de algún diario proclamando que los amigos y familiares lloran la partida de quién ha fenecido inevitablemente de amor? ¿Quién, sino ese soldado desconocido, recibiría más merecido y justificado homenaje de las damas del pueblo que lo vió nacer, amar y después partir para al fin andar sin pensamientos, que este Don Juan irremediable? Pero no obstante esto, desafortunadamente, han sido escasos estos irrisorios laureles para lograr, aunque más no sea, cierta falsa tranquilidad devenida de un olvido impostado. 
     ¿Se entiende ahora lo que trato de decir? Probablemente eso, eso mismo, sea lo peor, sólo eso y ninguna otra cosa. Eso que es ni más ni menos que esta pila de cartas y hojas de calendarios amontonadas sobre el piso, que permanecerán ahí tal vez para siempre por no haber tenido yo el valor de recogerlas a tiempo, por no haberme animado un día a mirar de frente a ese informe contable de tiempo que había pasado pensando en cualquier cosa para no escribirle; escribiéndole cualquier cosa para no pensar en ella, en su aliento inmortal, en la fragancia veraniega de aquel día en que ya no la vi nunca más en mi cama pero que, sin derecho a defenderme, fui condenado a sentirla eternamente en cada hoja seca que en mayo caía inapelable del tilo que asombraba mi vereda, para ser tragada, sin derecho a un juicio previo, por la tierra en junio. Y así, desnudar mi soledad por el resto del invierno. Por el resto de mi vida
     No, ahora que lo pienso, eso tampoco debe haber sido lo peor. Porque lo peor, al igual que lo mejor, siempre estará por venir. Y si ella aparece un día con aquel mundo suyo entre sus manos en este oscuro y frío espacio donde ahora yazgo,  será lo mejor de lo peor; un final magnánimo e indiscutible para lo único que quizás me hubiese mantenido vivo. Al menos hasta ayer. 
     Hasta ayer que estaba vivo.

RR




DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...