jueves, 22 de junio de 2017

DE LO PEOR


     Sin embargo, eso tal vez no es lo peor -ojalá lo fuera-. Lo peor es (quizás sea) el olor de aquel aliento suyo por la mañana. Ese inconfundible olor a sueño truncado a mitad de la noche por el ladrido de algún perro en la vereda o por alguna caricia mía entregada fuera de hora; o hasta por la imborrable presencia de la muerte de quien fue, no hace mucho tiempo, ella misma. 
     Sí, lo peor probablemente sea el aroma rebelde de su diente desalineado que rebota contra este nuevo color en la pared que, a pesar de su anaranjada juventud, no logra ni borrar ni tapar su reflejo. Un reflejo, sin bien austero, mucho más que suficiente para tiempos como estos que corren (y que corren cada vez a más y más velocidad). Ese reflejo que brota desde las entrañas de los ladrillos unidos únicamente por tres partes de arena más una cemento; ese maldito reflejo suyo que se despega de la cal del revoque como un fantasma para susurrarme al oído sus viejos caprichos, sus futuros inconcebibles, y este presente que la presenta como si fuese una gran novedad, como si ella necesitara a esta altura cualquier tipo de presentación. ¡Vamos! Qué novedad puede ser para mí el extracto de su dulzura en cuenta gotas, su incontenible avalancha de furia y su completa desaprensión pública por ese miedo a morir de amor que todos los hombres y mujeres de bien tuvimos alguna vez .
     Y aunque ya había dicho yo alguna vez que no moriría de amor sino de cualquier otra cosa, seamos sinceros: ¿quién no quisiera un anuncio en el obituario de algún diario proclamando que los amigos y familiares lloran la partida de quién ha fenecido inevitablemente de amor? ¿Quién, sino ese soldado desconocido, recibiría más merecido y justificado homenaje de las damas del pueblo que lo vió nacer, amar y después partir para al fin andar sin pensamientos, que este Don Juan irremediable? Pero no obstante esto, desafortunadamente, han sido escasos estos irrisorios laureles para lograr, aunque más no sea, cierta falsa tranquilidad devenida de un olvido impostado. 
     ¿Se entiende ahora lo que trato de decir? Probablemente eso, eso mismo, sea lo peor, sólo eso y ninguna otra cosa. Eso que es ni más ni menos que esta pila de cartas y hojas de calendarios amontonadas sobre el piso, que permanecerán ahí tal vez para siempre por no haber tenido yo el valor de recogerlas a tiempo, por no haberme animado un día a mirar de frente a ese informe contable de tiempo que había pasado pensando en cualquier cosa para no escribirle; escribiéndole cualquier cosa para no pensar en ella, en su aliento inmortal, en la fragancia veraniega de aquel día en que ya no la vi nunca más en mi cama pero que, sin derecho a defenderme, fui condenado a sentirla eternamente en cada hoja seca que en mayo caía inapelable del tilo que asombraba mi vereda, para ser tragada, sin derecho a un juicio previo, por la tierra en junio. Y así, desnudar mi soledad por el resto del invierno. Por el resto de mi vida
     No, ahora que lo pienso, eso tampoco debe haber sido lo peor. Porque lo peor, al igual que lo mejor, siempre estará por venir. Y si ella aparece un día con aquel mundo suyo entre sus manos en este oscuro y frío espacio donde ahora yazgo,  será lo mejor de lo peor; un final magnánimo e indiscutible para lo único que quizás me hubiese mantenido vivo. Al menos hasta ayer. 
     Hasta ayer que estaba vivo.

RR




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