¿Yo? Yo no soy nadie, mi querida. Yo soy pasto seco, aljibe vacío, verso perdido. Yo soy un ignorante y un ignorado, una nube sin cielo, el espeso lugar para las interpretaciones ajenas. Yo, amiga mía, no soy más que lo que se ve, un espacio sin nombre al final de la lista de los redimidos. Yo soy un imperdonable, un ave de rapiña, un predador depredado. Soy una especie extinta que jamás debió haber existido; un sombrero en la cabeza equivocada, un amante echado de la cama, un paria en el corazón de la mujer de la vida de otro. Yo, ya que preguntás, ni siquiera he sufrido la desgracia de haber nacido para, aunque sea, morir contento batiendo al enemigo.
Pero mejor así, mejor el desengaño anticipado a las expectativas, mejor la completa conciencia de la imposibilidad de encontrar un oasis en el desierto o una forma humana en mis huesos. Mejor disfrutar de una muerte segura que atarse a falsas expectativas de vida, a amores imposibles que solo son el inútil intento de perdurar en un corazón cerrado por demolición. Mejor prescindir de lo imprescindible, dejarse tragar por la tierra y soltar las palabras camino al infierno y que la historia la cuente otro. No, no ha valido la pena ni nunca la valdrá. La pena nunca valdrá la pena. Mejor aceptar que lo peor todavía ni siquiera llegó. Mejor creer que puedo maniobrar entre mis propias palabras sin sentido antes que atarme a la desgracia de someterme a las ajenas. Mejor así.
Sin embargo, es una pena darle el gusto a los chismosos, darle una importancia que no tienen, una supuesta sabiduría que no poseen. Es una verdadera pena restringir las palabras para remediar el escaso tino de quienes se ven imposibilitados de acertarle al centro de sus propias cuestiones y disparan opiniones impunemente. Una pena, diría yo, no aprovechar en este mismo momento la impermeabilidad de los sentimientos para dejarse llevar y caminar contentos bajo la lluvia sin temor a empaparse, a rescatar caracoles del asfalto y devolverlos al pasto. Una pena, che, una pena... De todas maneras, gracias.
Pero, ¿por qué miedo? No, miedo no. Porque nunca busqué ser ni siquiera un recuerdo: ni una ausencia en la vida solitaria de nadie, ni la presencia incómoda en una foto ajena. Jamás me comprometí a saldar las deudas que va dejando el tiempo, ni a llenar los agujeros que dejan los corazones cuando estallan en mil pedazos. Solo intenté satisfacer mi egoísmo y mis vanidades sin invitar a nadie a montarse en esta locura de querer ser yo quien escriba en documentos apócrifos un pasado mentiroso de alguien que, a decir verdad, nunca existió.
Así que no me malinterpretes, no existe valentía alguna en todo esto. Lo único que hago es escaparme hacia la cobardía de los pusilánimes, de los vencedores tramposos que se cuelgan medallas de lata compradas en un bazar y se venden al mejor postor. Porque no puedo cargar ni siquiera con el peso de la derrota, porque el mundo condena a los vencidos despojándolos de toda virtud para enlistarlos en las filas de la vergüenza. Entonces, no queda otra opción que ser este impostor que arroja la piedra y esconde la mano, que abre la boca y maldice los amores y alaba los desengaños. Y jura con gloria morir.
Esta es la búsqueda del silencio, de las voces acalladas por la muerte, del adiós al amor que ya no volverá, de la mirada del niño aquel que fui y que no pudo acompañarme. Es la búsqueda de los próceres desterrados, de los autores anónimos exiliados voluntariamente en los diarios íntimos de los narcisistas, de los amantes clandestinos enamorados de lo imposible. ¿Qué busco? Lo que nadie quiere: convertirme en una sombra y desaparecer de esta tormenta de frases hipócritas y falaces para correr sin que nadie me vea a abrazarme a tu olvido.
Y si hasta el sol tiene sus puntos oscuros. Si hasta el cielo más celeste en algún momento se cubre de grises y nos permite disimular las lágrimas debajo de las gotas que transpiran las ausencias y las angustias. ¿Qué esperás de mí? Si ni siquiera logro arrodillarme ante Dios para suplicar misericordia, si ya he perdido las ganas de suplicar y solo creo en tomar aquello que la tierra me ofrece, que tus ojos me brindan, que mis propias oscuridades me ocultan. ¿Quién podrá mantener los sueños a flote cuando el mar arrase con la arrogancia y el narcisismo de creerse indispensable? No, indispensables son los locos que nos hacen creer que estamos cuerdos; indispensables son la música y los soles y las oscuridades y los amores que jamás volverán. Aparte de eso, indispensable no hay nada.
Y qué bueno que seamos solo algunos los que nos hundamos en este naufragio silencioso en la mediocridad, que haya aunque sea unos pocos que puedan nadar entre los restos mal olientes de las desgracias y sobrevivan y alcancen con su talento las costas de alguna isla perdida donde entierren sus tesoros. Qué bueno será cuando un día la marea desentierre los cofres y salgan a la luz aquellas emociones retratadas en una foto o en una pintura, anotadas en papeles o en canciones: las angustias y los fracasos, las soledades y los amores, la distancia que a veces hiere el tiempo y las alegrías inexplicables que nos ilusionan con una muerte sin dolor. Que bueno, amiga, que no te des por vencida ni aún vencida, ni aún en la más pavorosa de las derrotas que nos aguarda paciente, que nos acecha oscura de un lado y, quién sabe tal vez, luminosa del otro. En serio, qué bueno...
Y así, sobre los silencios y las penas, se ha envuelto una alegría pasajera que se irá mañana o pasado o en un rato nomás, cuando acabe esta canción y tus ojos se cierren una vez más en mi corazón que los guarda junto al recuerdo del aroma de tu cama emplazada en medio de los cien barrios porteños que bailan entre tus dolores y mi lejanía que no es tal, que es solo una parte de esta historia.
Entonces, vas a tener que esperar; por las lágrimas y por el enojo, por la risa y por el cielo rosa que anuncia los vientos que despejan. Vas a tener que meter los pies en el barro y rescatar el alma que se pudre al calor de la desesperación y el olvido. Sí, vas a dejar todo: los amigos, el trabajo, los maravillosos soles y los tormentosos atardeceres. Vas a dejar tu vida y tu muerte. Vas a dejar tu lengua llena de palabras sin destino y vas a escribir los poemas más tremendos y vas a escuchar las más tremendas armonías. Pero tranquila, va a aparecer. Un día va a dejarte una carta por debajo de la puerta en medio de la noche o va a soltar una palabra en el cielo celeste para que la veas, una palabra que solo vos podrás entender. Una sola.
A la vez también entiendo (después de mucho tiempo de deambular por el desconcierto) que todo no es todo aunque sea algo, que el resto también importa aunque solo sea el resto, que los dires y diretes del día a día también pesan en la balanza donde todavía sigue pesando el recuerdo de aquella noche en tus sueños. Entiendo también que por más que glorifiquemos los besos y las bocas, las noches y los sexos, las manos y el alma, de vez en cuando hay nubes y ventarrones y tormentas que pueden desatar lluvias desgraciadas de tristeza.
Y todo finalmente terminó en silencio, entre el canto de los pájaros que agradecían la tormenta y proclamaban el final del amor. Todo fue jugado sin guardar nada, sin pensar en el futuro ni en las consecuencias de algo que aún ni siquiera existía. Y como toda flor debería marchitarse en la tierra, todos los amores deberían poder encontrarse antes del fin, antes de que el corazón profeta decida morirse dejándonos todos los adioses atragantados en la piel.
RR