¿Por qué jugaba Botamanga? ¿Qué era lo que le importaba a la hora de desplegar sus alas de hada de la Tierra del Fraseo Futbolístico: el juego o el resultado?
Durante años hemos sido expuestos a la dialéctica confusa que han propuesto menottistas y bilardistas. El fin o el medio. La belleza o la eficacia. Dulce o salado. Pues bien, un día, después de un breve hiato en mis investigaciones sobre mi ídolo, decidí volver a la carga para intentar hallar la respuesta a estos interrogantes que, como el resto de la misteriosa leyenda de este ser tan voluminoso como genial, quizás logren aceitar los gastados engranajes del mediocre periodismo deportivo actual.
Ya he contado en otras oportunidades que Botamanga Varela no se ajustaba a descripciones precedentes. Con sólo un pequeño destello de su luminaria derecha era capaz de eclipsar las sombras fantasmales que desplegaban los mediocres y toscos rivales que groseramente se oponían a su arte.
Alguna vez, su hermana Mechi me había comentado que existía un personaje oculto en la mágica historia de este Quijote del balón. Así es, existía una mujer que había conocido a Varela como pocos y que, según contaba el chusmerío opróbico, todavía moraba en los alrededores. Me propuse sin más encontrar a esta mujer.
En cuestiones femeninas, Botamaga había sido siempre muy discreto y selectivo. Nunca nadie le conoció un amor, aunque era de dominio público que todas amaban a Botamanga. Todas soñaban con deslizarse eróticamente sobre su sudor prominente luego de un jueves de gloria futbolística desmintiendo las leyes de la física con el efecto imposible de los esféricos acariciados por su pie derecho, y acobardando a los cirujanos más renombrados que huían despavoridos al ver la ingesta monumental post partido de Varela.
No fue fácil encontrar a esta mujer desconocida. Después de mucho revolver entre documentos y potes pegoteados de dulce de leche, que formaba el cuantioso archivo que poseía de mi ídolo, logré dar con una pista. En la periferia, apartada del ruido de la ciudad, fluía la vida de una muchacha pequeña de mirada fulminante y costumbres esquivas que me abrió las puertas de su casa una tarde de domingo gris. Inmediatamente al verla pude confirmar dos cosas: una, era ella a quien buscaba pues respondía ciento por ciento a la descripción que me había hecho Mechi de aquella mujer secreta; dos, me había enamorado perdidamente de ella en ese mismo instante.
Renata Verdi abrió la bóveda de su alma recordando a su viejo amigo y trayendo de los anaqueles de la memoria los más inverosímiles recuerdos que, una vez más, hacían flamear la bandera de la esperanza de salvar a la humanidad de su destino aciago. Falsos profetas que no podrían sostener un día más sus engaños luego de que el santo grial de este Mesías del fútbol fuese rescatado del mito para ser colocado como corresponde a la vista de todos, desde jóvenes marcadores de punta con anhelos de volantes ofensivos, hasta inescrupulosos leñadores centrales con las más deplorables intenciones contra la única religión que habitarán los verdaderos apóstoles de este juego sin igual: la religión monoteísta de Botamanga Varela.
Y pido permiso a partir de este momento, porque no sería justo contar esta historia esgrimiendo una falsa objetividad, no sólo con respecto a Botamanga que, como bien saben todos, soy incapaz de sostener pues sus amistosos dones han logrado reconciliarme con la vida, darle un sentido que antes no tenía al contar su historia, la historia interminable de la lucha entre el bien y el mal; sino con respecto a mi interlocutora, Renata Verdi, de quien tampoco puedo declararme libre y soberano ya que durante aquella entrevista nunca logré ser inmune a sus encantos y caí vencido cual soldado rosista en Caseros sin lograr revertir jamás el poder de su embrujo que aun hoy me persigue por los campos inhóspitos de la derrota amorosa.
Pero, sin embargo, nada de lo que esta ninfa homérica me contaba podía sorprenderme del todo, pues yo estaba bien seguro de los poderes sobrenaturales de Botamanga y conocía perfectamente cada detalle de sus movimientos estratégicos dentro del campo de juego, cada efecto alucinante que podía tomar el giro orbital de la pelota luego de abandonar el empeine de su pie derecho, cada condimento que podrían adornar los kilos de lechón que era capaz de engullir el Gran Varela mientras otros claramente más esbeltos que él rescataban la pelota clavada en el tinglado del complejo deportivo luego de alguno de sus delicados tiros libres.
Pobre de mí, que mientras escuchaba a Renata, no conseguía sacarle los ojos de encima ni un momento. Mi alma volaba embelezada en vuelo triunfal junto a mi mente de águila guerrera que tantas veces la había interrogado ferozmente acerca del tiempo restante para que decidiera finalmente entregarse rendida a los vulgares placeres de las mujeres fáciles y así dejar de perseguir inútilmente sueños imposibles. Rápidamente pude descubrir que Renata, aparte de tener un aprecio inocultable por Botamanga, también había caído presa alguna vez de sus encantos. Ella intentó disimular este hecho pero yo, que soy un buen observador (sobre todo de las mujeres que huyen inexorablemente de mi presencia), descubrí este dato irrefutable. Hablamos durante toda la tarde repartiéndonos mates y miradas y, como sucede siempre con los ratos amables, mi tiempo a su lado se extinguió mucho antes de lo que yo hubiese deseado. Porque lo que yo deseaba era quedarme a vivir en sus horas por siempre. Imagínense, poder despertar cada mañana al lado de la mujer que tantas veces había soñado como una causa justa para abrazarme a la muerte; y que fuera ella, justo ella, Renata Verdi, la persona que más sabía de Botamanga Varela en este mundo, la testigo de sus pormenores y sus secretos, la fiel guardiana de los testimonios más inolvidables, de las imágenes veladas a la opinión pública por tantos años, de las recetas de antiácidos y los resultados deplorables de cada estudio médico que se había realizado nuestro yogui de la trascendencia futbolística cada viernes por la mañana después del coma que inevitablemente seguía a la ingesta post futbolística de los jueves por la noche.
Una vez más, Botamanga marcaba mi vida contundentemente. Ya no era sólo mi ídolo, la cruz del sur que me guiaba por los esteros desolados de mis noches solitarias, sino que se había convertido sin saberlo en la Celestina que me expuso descarnadamente al crudo relámpago del amor inconfesable, a la dolorosa monotonía de la borrachera de ansiedades que me dejaron hecho un pelele sufriente añorando a Renata Verdi, tirado entre papeles y documentos valiosísimos que se iban tiñendo con la tinta enloquecida de poemas de amor y canciones desesperadas. Y en esas noches de tormentos que desgarraban mi alma nada lograba consolarme, ni la guitarra en el ropero, ni la lámpara en el cuarto, ni aquel espejo que lloraba su ausencia. No, la única cosa que pudo rescatarme del precipicio infinito de aquel fracaso amoroso fue mi destino de biógrafo de este ser intergaláctico, de este barrilete cósmico. Gracias a eso, Renata Verdi arderá en mi corazón por siempre mientras yo atraviese el Universo buscando el planeta del que vino Botamanga Varela.
Sí, nada logrará detenerme en la persecución de mi obra ineludible. Me he propuesto resolver las ecuaciones que hagan falta para despejar cualquier equis maliciosa que pudiese empañar el recuerdo de Botamanga. Y aunque deje jirones de mi vida en el camino, yo levantaré su nombre y lo llevaré como bandera hasta la victoria.
Entonces, ¿qué era lo que nuestro corsario invencible disfrutaba más: la belleza, esa armoniosa sincronía entre sus deseos y la trayectoria ecuménica del balón por él tocado, o el marcador final que ponía un sello definitivo a las especulaciones de quienes necesitaban ordenar el ranking de los mejores? ¿Qué causa, qué razones, qué circunstancias alentaban a Varela a empujar cuesta abajo por la autopista al infierno su Dodge 1500 cada jueves por la noche para acercarse humildemente a la guarida de los feroces vampiros de las defensas contrarias que anhelaban beber de su sangre una vez depuesta la esperanza que desplegaba su juego mediante un golpe totalitario y vil a sus delicados tobillos? Pues bien, después de mucho investigar entre viejas fotos y aquellos nuevos datos que me había provisto mi amada inmortal, mi Venus inalcanzable, mi destino inolvidable para todas mis ansiedades futuras, pude llegar a una conclusión: lo que animaba a Botamanga cada jueves a mover su vara mágica, asombrando a todos aquellos que buscaban ser rescatados de sus tristes destinos de sapos para ser convertidos en príncipes de un reino gobernado con hidalguía por su derecha inefable, no era elevar del fango de la lucha miserable un juego ya pervertido por el dinero y la corrupción moral, ni tampoco la necesidad de figurar en las estadísticas frías que dicen desabridamente que los magros resultados que obtenía cada noche el equipo de Botamanga eran una muestra clara de que ganar es todo.
No, señoras y señores, nada de eso importaba cuando le llegaba la hora de abandonar todo, de dejar los placeres sexuales que le eran dispensados por sus innumerables admiradoras (y se comenta, aunque no he podido comprobarlo certeramente, de algún/a admirador/a de rasgos más bien masculinos); de retrasar el arreglo de esa perversa gotera que hacía estragos en el fino tapizado de su verde Dodge 1500; de recaudar el dinero necesario para abonar el servicio de televisión por cable que generosamente dividía entre las seis manzanas circundantes a su casa en las afueras de la provincia. Nada de eso podía poner palos en la rueda de la maquinaria biológica que comenzaba a funcionar apenas asomado el sol de cada jueves que le avisaba cual gallo despertador que era ese el día del ágape nocturno y que jamás nada lo detendría en la consecución de superar su record anterior de deglutir en menos de una hora cinco choripanes, veintitres chinchulines, un vacío, dos costillares y cuatro flanes adornados con generosas cucharadas de dulce de leche. Y si para lograr aquello debía poner en juego su prestigio, el honor de su nombre y el estado calamitoso de su sistema vascular para acrecentar su leyenda al ritmo que acrecentaba su talle, pues lo haría.
Porque así como algunos hemos sido elegidos por un azar inescrutable para alzar mediocremente la pluma en la penosa tarea de ocultarnos de nuestros amores y así intentar sobrevivir a los embates de la memoria cruel, otros han sido elegidos por los dioses de un Olimpo más lejano y glorioso que el de Bahía Blanca para ahuyentar los demonios que meten su cola tratando de hacernos caer definitivamente en el aljibe de la pena. Por eso es mi deber continuar a pesar de todo, cueste lo que cueste, con esta tarea de despejar cualquier neblina que pretenda ocultar el brillo incomparable de Botamanga Varela, mi ídolo.
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