martes, 7 de julio de 2015

LA TIERRA DE LOS HOMBRES FELICES


     Vení, pasá por acá, dejame guiarte por la Tierra de los Hombres felices, de los que han dejado el corazón en otras manos para beneplácito de los poetas y como consuelo de los malditos. 
      En esta tierra habitan los que han llegado luego de perdurar por siempre en corazones ajenos y distantes para todos sus suspiros y todas sus palabras; para sus falsos logros que jamás le importarán a nadie. Estos seres son personas acaso sombrías pero, sin embargo, sociables una vez que uno logra establecer una relación con ellos -aunque siempre será una relación distante, una comunicación por lenguaje de señas-. Y sus señas siempre saldrán de los agujeros y los silencios que interrumpen sus memorias, que destrozan cualquier intento de hacerlos recordar. Porque ellos ya no quieren recordar, ellos quieren ser felices. Es por eso que han decidido venir a vivir acá la vida de los muertos, la felicidad sin motivos. La sonrisa del payaso dibujada por encima de la tristeza eterna.
      En la Tierra de los Hombres felices no se escuchan murmullos, nadie habla en voz baja. Quien tiene algo para decir, lo dice y ya. Y quienes quieren escuchar lo hacen, y si no se marchan, se retiran en silencio sin dar opiniones superfluas e innecesarias, sin apresurarse a refutar la intachable sabiduría de una boca que sabe callar.
      En la Tierra de los Hombres felices el amor es el más santo de los pecados y todos quieren ir hacia ese infierno que los devore y los torture. Todos quieren encontrar el celo que los arrastre como animales salvajes sin que importe caer en las garras del olvido. Al fin y al cabo, el amor y el olvido son la misma cosa, las dos caras de una misma moneda. No existe en esta tierra ninguna chance de olvidar un amor si no es con otro; como no existe un amor que no vaya a morir en el olvido un día.
      Sin embargo, son hombres felices, seres conscientes del dolor de estar muriendo de por vida. Porque en la Tierra de los Hombres felices, los hombres mueren de verdad y no necesitan lápidas ni epitafios que los recuerde, pues la memoria de sus muertos nunca muere y eso los hace aun más felices. Porque los Hombres felices saben que sin la muerte no podrían ser felices, andarían como sonámbulos sin descanso, no podrían sostener de ninguna manera la feliz tragedia de buscar a la mujer de sus vidas, a los hombres de sus sueños. Saben que buscar la salvación de la muerte es la madre de la violencia, y ellos prefieren morir en el sudor manso que recorre la espalda cuando unos pechos anhelados en la intimidad se descubren y tocan la piel del adversario en un partido que, si no se tiene el coraje de animarse a perderlo, no sirve de nada jugarlo.
      Y los Hombres felices lo saben. Saben que morirán un día después de reír y llorar, después de brindar por el último destello de luz que saldrá del recuerdo del que viven huyendo. Saben que si no fuera por la muerte jamás podrían haberse curado de las soledades de la vida.
      Por eso es que los Hombres felices somos felices. Porque sabemos que la felicidad no se consigue ni se pierde, no se compra ni se vende. La felicidad se persigue detrás del aroma y la tibieza de una tarde de verano, a la sombra o al solano, abrazados a unas piernas o en la compañía de una canción desesperada que, como sabemos bien, está hecha para nosotros, para los hombres felices que confesamos mentiras porque nuestras verdades son inconfesables. Sí, los Hombres felices somos capaces hasta de animarnos a escribir descaradamente y sin vergüenza desde el pasado para los futuros de mujeres atadas a las melodías de violines desolados. Mujeres que evocan en los dolores de sus cuerpos arrepentimientos inservibles y añoran una felicidad que, aunque no lo admitan, está ahí, al alcance de la mano, a unos pasos de distancia, justo antes del final de este cuento que pienso dejar acá, en la puerta de entrada a la Tierra de los Hombres felices.

RR


Foto: Andrea Alegre

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