Se ha establecido, casi como un hecho irrefutable, que el ser humano es un mamífero que, al igual que otras especies animales, y junto a otras innumerables vegetales -más insectos, bacterias y hongos- convive (si es posible llamarlo así) dentro de un sistema de dependencias y reciprocidades conocido como ecosistema. Así, cada uno de nosotros estamos atados de una u otra manera a otras especies y dependemos de ellas para vivir, al igual que ellas dependen de otras; incluso en algunos casos de nosotros (aunque esto último es la parte más polémica y discutible de esta proposición). Este ecosistema, a su vez, subsiste en un planeta llamado La Tierra. Una masa esférica que gira junto con otros planetas alrededor de una estrella, el Sol, en un sistema que, lógicamente, se conoce como solar. Este sistema solar forma parte de otro sistema mayor que contiene muchos sistemas solares: la galaxia. La nuestra, en la que se encuentra nuestro sistema solar, recibe el nombre de Vía Láctea. Como corolario de todo esto, existe un sistema aun mayor en donde todo está contenido: el Universo, un espacio según dicen, infinito. No es mi intención hacer aquí una descripción de los elementos que forman cada uno de los sistemas hasta aquí nombrados, ni hacer un análisis de las relaciones que los unen. Mucho menos atentaría a explicar los fenómenos físico químicos que mantienen a estos sistemas funcionando para que la vida perdure. Sólo diré que todo lo que acabo de enumerar puede ser observado y analizado, entre otras cosas, en términos de tiempo y espacio. Pues bien, eso mismo es lo que me propongo desmentir aquí.
Porque si esto fuese así, ¿dónde es que sucede ese encuentro entre dos seres que, a partir de ese mismo momento, se sienten atraídos por una fuerza incontenible, por causas inexplicables, por razones incongruentes, por sentimientos incomparables? ¿Cuál es el lugar en donde sólo caben dos y en donde, tarde o temprano, termina habiendo sólo uno? ¿Cómo determinar los límites que encierran, al mismo tiempo y en una sola palabra, al cielo y al infierno? ¿En qué consiste el espacio aquel en el que sucumbimos de tristeza después de haber sobrepasado los márgenes de aquella locura de creernos indiscutiblemente invencibles? Y, por otra parte, ¿cómo medir el tiempo en el que la vida y la muerte desaparecen, o tal vez se unen en un mismo elemento sin masa, sin velocidad pero con una energía capaz de hacer orbitar a Dios y al diablo a su alrededor? Por otra parte, ¿adónde están las horas del día que nunca pasan cuando amanece la pena? ¿En qué calendario quedan agrupados los días aquellos cuando la felicidad parecía una anécdota graciosa, un hecho consumado y natural, una realidad indiscutible pero sin chance de ser observada, ni siquiera analizada, sino en los términos de la inmortalidad de los amantes?
Pues bien, he aquí mi fórmula: existe indudablemente un tiempo y un espacio que trascienden el universo infinito. Un tiempo y un espacio que aquietan todo lo que a su alrededor debería moverse, que opacan los brillos de las estrellas y derriten los fuegos de los soles desconocidos. Hay un tiempo y un espacio capaces hasta de desmentir a Einstein sin ninguna ecuación, sin ninguna comprobación empírica, sin demasiado esfuerzo siquiera. Porque el tiempo y el espacio de los que aman no están atados a ninguna fuerza gravitacional, a ningún límite racional, a ningún cálculo matemático.
Este tiempo es el que no transcurre cuando se han mezclado en una cama, o en un zaguán, o en la oscuridad de un silencio apretado por la música, los aromas que han logrado escaparle al viento del olvido para asentarse en la memoria. Es el tiempo que ha ganado su batalla contra los pasados horrendos que nunca parecían acabar y que ahora muestra orgulloso su conquista presente, aun sabiendo que el futuro acecha, que lo que hoy lo avala, mañana tal vez lo desacredite, que lo que hoy lo inspira, mañana quizás ya no lo reconozca. Ya que este tiempo puede ser también el tiempo sin fin de la desolación y el suicidio, de un supuesto mañana mejor navegando la línea inalcanzable del horizonte. Porque cuando el amor se acaba, el tiempo cambia como la luna y aparece casi instantáneamente su lado oscuro, desconocido, angustiante y voraz como un monstruo resentido que se devorará todas las horas que hagan falta para satisfacer su apego a las desdichas, a las desventuras. Ese es el tiempo que no pasará nunca. No es, como algunos piensan, que pareciera no pasar nunca. No, ese tiempo verdaderamente no pasará, quedará grabado en los más recónditos poros del alma, un fantasma diabólico que siempre tendrá unas gotas más de tinta para escribir los versos más tristes en una noche cualquiera.
Y así como existe ese tiempo, existe también el espacio indefinido de los que aman. Ese submundo que lleva el nombre del otro, que se define sólo por el contorno de la figura de su cuerpo. Un cuerpo único que como ningún otro quema apenas con rozarlo; que derrite los glaciares solitarios de los abandonados apenas al verlo; que se extraña apenas se oculta de los ojos de quien lo contempla embelezado. Ese espacio no tiene camino de ida, ni puerta de entrada, ni un mapa que permita orientar a quienes pretendan llegar a él (y asimismo, no cuenta bajo ninguna circunstancia con una salida de emergencia). Contrariamente a eso, es el espacio donde habitan los que han decidido perderse para siempre, los que han arriesgado todo por nada, los que han apostado todas sus fichas a los sueños de un mendigo. En este espacio no hay nada que ganar y todo por perder. Por eso quienes llegan a él un día, se dan cuenta de que de nada sirve tomar precauciones y conservar los porotos ganados esperando una buena mano, que todo está para ser jugado, que cualquier carta en las manos de un valiente puede definir el partido. Ellos comprenden inmediatamente que al llevar adelante solamente la bíblica misión de ganarse la vida, no hacen más que ganarse la muerte, y que únicamente podrán ganársela de verdad cuando estén dispuestos a perderla por un amor. No obstante esta descripción poética de ese espacio, también habrá quienes lo denuncien y lo denuesten, quienes sostengan con razón o sin ellas que será mejor nunca atravesar sus límites, porque quien entra a este espacio de la perdición estará, justamente, perdido. Desafortunadamente, no es posible refutar del todo estos argumentos. Sin embargo, es preciso nunca olvidarse de algo: al final, la tierra se traga todo, hasta los cobardes.
En conclusión, amigos míos, de nada sirve mirar el reloj cuando el amor ya no nos espera, cuando aquel lugar de aromas dulces y florales ha desaparecido en el horizonte; cuando el deseo debe ser consolado en unos brazos extranjeros, entre unas piernas que ayudan pero no hacen, en una boca con el sabor agrio de no ser aquella boca añorada con gusto a muerte, en una piel sin ese olor al azufre de aquel infierno que nos ardía en las manos cuando la tocábamos. No, de nada sirve marcar en el calendario el día exacto del primer beso ni arrancar la hoja del mes que fue testigo del último. De nada sirve el peregrinaje patético por los brujos y los oráculos buscando la fórmula mágica que convierta el tiempo del olvido nuevamente en aquel tiempo del amor. De nada sirve el consuelo de los amigos que se irán uno a uno deseándonos suerte, aunque dándonos por muerto. No, de nada sirve.
Como de nada me sirve a mí seguir adelante con esta falsa teoría e intentar desarrollar una descabellada hipótesis acerca de la variabilidad del tiempo en el amor, sólo para sonsacarle conclusiones ridículas y mentirosas que desmientan este tiempo verdadero; este que se arremolina una vez más sobre su ausencia y se lleva todo y no me deja nada. Es que lo único que puedo hacer yo con este tiempo que va y viene es aferrarme a la luz o a la oscuridad, según sople el viento. No puedo hacer más que esto, intentar soltarme de las agujas imparables y lanzarme al espacio blanco y finito de una hoja como esta que, como un fantasmam me llama casi sin aliento, sin demasiadas esperanzas de que no termine finalmente en un cajón, virgen y vacía.
Sin embargo, cada vez que me toca elegir, vuelvo a apoyar la mirada en el horizonte y decido apostar todo una vez más al color de sus ojos. Y sin meditarlo demasiado, extiendo mis brazos hacia la muerte y le ofrezco un puñado de fichas. Sí, estas mismas que asoman en esta hoja. Las últimas que me van quedado.
RR
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