jueves, 26 de mayo de 2016

ESPIRAL


     Ahí va, llevando sus pies en punta, agitando orgullosa todo eso que yo cargo como un cristo por las mismas veredas. Y la veo pasar como en un espiral, como si fuésemos a destiempo por el negro surco de un disco. Mientras yo ya casi termino mi coda ella recién empieza la primer estrofa. ¿Y qué puedo hacer yo cuando ya no me queda estribillo por cantar? ¿Qué puedo hacer si ella me saluda atentamente desde el borde de su camino levantando su mirada, inflando sus pechos nada más que para crear ilusorios amaneceres para pobres náufragos; desatando tornados y huracanes como esos de los que algunos huyen y por los que yo, en cambio, quisiera ser devorado? Nada, sólo puedo estirar mi mano, vociferar promesas, escribir panfletos amorosos como este que, en todo caso, iré dejando atrás mientras la púa me empuja hacia un final inevitable.
      Es que cuando llega el final del día, cuando los acordes vuelven a sus tónicas y los corchos se amontonan a los pies de las estrellas, ella y yo no somos más que un círculo oscuro girando en el silencio que nosotros mismos hemos construido. Sin embargo, no logro sentir remordimiento por esto de ser un autor de cartas sin destino, de alegatos para un jurado ausente. Como así tampoco puedo abjurar de ella. De ella y de la fritura de su vieja melodía aun sonando fantasmal en este cuarto mientras otros amores se encuentran y se desencuentran allá afuera; y los dichos se abrazan a sus susodichos y los ojos de todos los colores se acomodan entre los deseos de quienes -como yo un día- nunca pensaron que unos ojos celestes serían capaces de ocultar a otros marrones que sufrieron un ocaso temprano, que se retiraron a cuarteles de invierno seguidos por primaveras y veranos y otoños y los años que han debido transcurrir y seguirán transcurriendo hasta que llegue esa última vuelta fatal. Ese instante final antes de que el brazo se levante y se escuche nada más que el estruendo de una ausencia definitiva que, si es tan definitiva como algunos dicen, no será nunca tan estruendosa como aquella que no lo es. Como la de ella que se asoma allá por esos montes mágicos en donde se escuchan los ecos de una canción que para mí ya debería haber terminado pero que, sin saber por qué, se me ha grabado en las manos que le escriben y en la lengua que le habla y en la sangre que atormenta mis venas cuando pienso en ella. Allá en su surco, allá en donde las primeras notas de la guitarra dicen que este será otra vez un solo de esos que van y vienen, que tocan lo que debería estar vedado y que en mi caso es lo que ella guarda para otros que tienen la fortuna de empaparse en los esteros de su vulva, esos márgenes que alguna ves creí mi paraíso y que hoy son el desierto donde camino mi éxodo pensando en ella, asumiendo como propios sus pecados, brindando, muriendo y resucitando en su nombre cada veinticuatro de marzo, perdiendo mi tiempo buscando combinaciones de palabras imposibles, sumando novenas innecesarias a una canción a la que ni siquiera me animo a ponerle su verdadero nombre. Y todo para poder seguir. Y todo para no volver.
      Y hablando de volver, debo confesar que acabo de colocar una vez más la púa sobre la tersa piel de su recuerdo para escribir esto que sabe a blues, o cualquiera de esas músicas que sé que me esperan siempre cuando anochece sobre mí otra tarde de esas de búsqueda por las calles donde ella camina sin verme, donde yo camino sin tocarla, donde existen millones de melodías iguales a esta que nos junta como si quisiera que bailásemos bajo un cielo gris a punto de llover, así como finalmente lloverá sobre personas con el mismo destino trágico. Personas sin rumbo detenidas en medio de la pista; hombres y mujeres que no se ven ni aun cuando se tienen enfrente, ni aun cuando lo que se oye no es otra cosa que la arritmia sincopada de los afortunados. Esos otros que sí logran, con más locura que valentía, vencer sus cobardías y saltar los surcos para encontrarse antes del final del disco. En cambio aquellos otros seguirán mirando como ciegos un ocaso ineludible, cada uno desde su triste compás en una ajada melodía pretérita que arrastra a treinta tres vueltas por minuto a quienes, como ella y quien suscribe, ya no serán capaces de encontrarse jamás.

RR


jueves, 19 de mayo de 2016

EL REFUGIO


     A la vera de este frío de mayo me he acercado en medio de la noche como un perro solitario al refugio abandonado en donde hasta no hace mucho encontraba promesas y gestos con los que armar brebajes para el desamor, pociones encantadoras para hacer de tu vida un pedazo de la mía. Me he asomado y he podido corroborar -sin demasiada sorpresa, debo confesarlo- que finalmente ha sido ocupado por la oscuridad de una ceguera irremediable, por las telarañas de un silencio imposible ya de ser conjugado. Si tan sólo tuviera aunque sea alguna razón para darte, alguna explicación que sirviera para hacerte saber que no ha sido mi intención que esto suceda, sino todo lo contrario.
      Pero no tengo ninguna, ni siquiera una mueca de indulgencia ha sobrevivido en mi cara. Me he quedado sin pecados que confesar, sin bajas que lamentar, sin penas que sobrellevar. Vamos, me he quedado sin tinta en el tintero. Ya no soy capaz de reunir entre todos aquellos puntos finales que por las dudas guardaba en los bolsillos, tres iguales como para armar unos puntos suspensivos -aunque sea ficticios- dignos de aquel amor que como un pretendiente enamorado solía confesarte una y otra vez. De día, durante esos breves amaneceres de ilusiones sin fundamento; o de tarde, a esas horas en que los eternos ocasos del desengaño hunden a algunos hombres en una silla a tomar el dictado de sus más funestos demonios; hombres avezados en la práctica del fracaso; hombres sin temor al ridículo, incapaces de salvarse de ellos mismos negando el espantoso destino de ser esclavos voluntarios de una ausencia. Y así, como esos hombres acorralados por los espectros del pasado, yo me acostumbré a dejar siempre a pie de página un espacio vacío donde escribir algún día tu nombre oculto en lo más profundo de este refugio.
      Y ahora me pregunto: ¿cómo justificar todo esto? ¿Cómo hacer de un zapallo una carroza cuando ya se han pasado las doce y no hay princesa ni zapato capaz de calzar en las huellas perdidas de lo que no fue ni nunca será? Sin embargo, te ruego que no me culpes, no he sido yo quien te ha apartado de mi camino, quien ha dejado de mirar hacia tu sendero sinuoso de idas y venidas, de subidas y bajadas por esos años tuyos que han pasado a pura indiferencia de los míos (al fin y al cabo, no más que unos pocos años que se han perdido como pobres estúpidos detrás de tu horizonte inalcanzable). No, no he sido yo quien se ha ido. Porque no es posible irse de donde nunca se ha estado. Y eso probablemente sea lo de menos. Lo de más es todo aquello que estuvo de más, todo aquello que fue escrito después de hora, cuando la película ya había terminado y nada quedaba para hacer más que recordar detalles tontos o errores de continuidad. ¿Quién en su sano juicio se queda sentado en la butaca tratando de recordar las señales que mostraban a todas luces y sin demasiados misterios un final anunciado?
      Pues bien, esto que es pura nada, ha sido todo. Ya no será posible tratar de establecer puntos de encuentro o trazar directrices de futuras reuniones inesperadas en hojas como esta. Ya no hay una mesa para nosotros en algún bar abandonado en los suburbios, ni una botella de vino esperando a la sombra de las oportunidades. Nada de eso existe y, para ser honesto, nada de eso existió nunca. No hemos podido ser ni aun aquello que buscamos por todos los medios desmentir.
      No habremos de hallar nunca entre nosotros un hilo rojo, una tangente rozando nuestros círculos, un camino de hojas secas guiando nuestras soledades. No habrá para nosotros, siquiera, un destino de soledades, de amargos desencuentros, de estrellas buscándose en una noche de verano al filo del mar. No, nada de eso. Por eso esto no llega a ser ni una triste carta de despedida, pues eso sería asumir que alguna vez hubo un encuentro, una coincidencia o, al menos, una casualidad posible de ser adjetivada aunque sea disimuladamente entre un quizás y un quién sabe.
      No, querida, ya no hay en este refugio ni un adiós ni un hasta siempre. No hay nada por lo que dar las gracias o alguna deuda para ser saldada un día. Sólo quedan entre sus paredes derruidas el débil garabato de un eco casi imperceptible y el murmullo remanente de insectos y hojarascas batiéndose en el fondo junto a una maldición que, justo antes de alejarme de esta vieja guarida, arrojé de mi puño y letra con el orgullo herido de quien quiere evitar a cualquier precio toda clase de compasión ante un vacío inexplicable.
      Entonces, y siguiendo el ritual de todos los fracasos, es tiempo de que cada uno guarde para sí sus imperdonables rencores y sus astucias tardías para que se pudran dignamente en las profundidades del olvido. Y así como así, como si nada, como si todo, como en esos finales que a nadie sorprenden, vos abandonarás para siempre estos falsos recuerdos míos de escritor de coyunturas mientras yo, sin oponer resistencia alguna, me dejaré arrastrar por un viento milagroso hacia la tierra de los amores perdidos. Allí adonde van los que han sufrido, después amado, después partido. Esos seres oscuros y anónimos con insensatas pretensiones de poetas.

RR


Foto: Soledad Alarcón

DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...