Ahí va, llevando sus pies en punta, agitando orgullosa
todo eso que yo cargo como un cristo por las mismas veredas. Y la veo
pasar como en un espiral, como si fuésemos a destiempo por el negro
surco de un disco. Mientras yo ya casi termino mi coda ella recién
empieza la primer estrofa. ¿Y qué puedo hacer yo cuando ya no me queda
estribillo por cantar? ¿Qué puedo hacer si ella me saluda atentamente
desde el borde de su camino levantando su mirada, inflando sus pechos
nada más que para crear ilusorios amaneceres para pobres náufragos; desatando
tornados y huracanes como esos de los que algunos huyen y por los que
yo, en cambio, quisiera ser devorado? Nada, sólo puedo estirar mi mano,
vociferar promesas, escribir panfletos amorosos como este que, en todo
caso, iré dejando atrás mientras la púa me empuja hacia un final
inevitable.
Es que cuando llega el final del día, cuando los
acordes vuelven a sus tónicas y los corchos se amontonan a los pies de
las estrellas, ella y yo no somos más que un círculo oscuro girando en
el silencio que nosotros mismos hemos construido. Sin embargo, no logro
sentir remordimiento por esto de ser un autor de cartas sin destino, de
alegatos para un jurado ausente. Como así tampoco puedo abjurar de ella.
De ella y de la fritura de su vieja melodía aun sonando fantasmal en
este cuarto mientras otros amores se encuentran y se desencuentran allá
afuera; y los dichos se abrazan a sus susodichos y los ojos de todos los
colores se acomodan entre los deseos de quienes -como yo un día- nunca
pensaron que unos ojos celestes serían capaces de ocultar a otros
marrones que sufrieron un ocaso temprano, que se retiraron a cuarteles
de invierno seguidos por primaveras y veranos y otoños y los años que
han debido transcurrir y seguirán transcurriendo hasta que llegue esa
última vuelta fatal. Ese instante final antes de que el brazo se levante
y se escuche nada más que el estruendo de una ausencia definitiva que,
si es tan definitiva como algunos dicen, no será nunca tan estruendosa
como aquella que no lo es. Como la de ella que se asoma allá por esos
montes mágicos en donde se escuchan los ecos de una canción que para mí
ya debería haber terminado pero que, sin saber por qué, se me ha grabado
en las manos que le escriben y en la lengua que le habla y en la
sangre que atormenta mis venas cuando pienso en ella. Allá en su surco,
allá en donde las primeras notas de la guitarra dicen que este será otra
vez un solo de esos que van y vienen, que tocan lo que debería estar
vedado y que en mi caso es lo que ella guarda para otros que tienen la
fortuna de empaparse en los esteros de su vulva, esos márgenes que
alguna ves creí mi paraíso y que hoy son el desierto donde camino mi éxodo pensando en ella, asumiendo como propios sus pecados, brindando,
muriendo y resucitando en su nombre cada veinticuatro de marzo,
perdiendo mi tiempo buscando combinaciones de palabras imposibles,
sumando novenas innecesarias a una canción a la que ni siquiera me animo
a ponerle su verdadero nombre. Y todo para poder seguir. Y todo para no
volver.
Y hablando de volver, debo confesar que acabo de colocar
una vez más la púa sobre la tersa piel de su recuerdo para escribir esto
que sabe a blues, o cualquiera de esas músicas que sé que me esperan
siempre cuando anochece sobre mí otra tarde de esas de búsqueda por las
calles donde ella camina sin verme, donde yo camino sin tocarla, donde
existen millones de melodías iguales a esta que nos junta como si quisiera
que bailásemos bajo un cielo gris a punto de llover, así como finalmente lloverá sobre personas
con el mismo destino trágico. Personas sin rumbo detenidas en medio de la pista; hombres y mujeres que no se ven ni aun cuando se tienen
enfrente, ni aun cuando lo que se oye no es otra cosa que la arritmia
sincopada de los afortunados. Esos otros que sí logran, con más locura que valentía, vencer sus cobardías y saltar los surcos para encontrarse antes del final del disco. En cambio aquellos otros seguirán mirando como ciegos un ocaso ineludible, cada uno desde su triste compás en una ajada melodía pretérita que arrastra a treinta tres vueltas por minuto a quienes, como ella y quien suscribe, ya no serán capaces de encontrarse jamás.
RR
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