¿Que soy igual a todos? Pues claro, ¿cómo no
lo iba a ser? Si al fin y al cabo tengo, por sobre todas las cosas, las
mismas deficiencias y los mismos complejos; las mismas miserias y los
mismos vicios. Y ese espantoso temor a la muerte desconocida. Claro que
soy igual a todos.
¿Quién puede andar por ahí esgrimiendo una
falsa distinción, un pergamino apócrifo que pudiera certificar una línea
dinástica de saberes y virtudes sólo asequibles a su persona? No, yo
soy uno entre tantos actores secundarios de este reparto que camina una
escenografía de cartón pintado; un polizón más en un barco que se
hundirá irremediablemente en el océano infinito de los comunes, de los
cuatro de copas que de a ratos se creen capaces de cantar truco si
aparece otro que guiña el ojo.
Ya me viera yo teniendo que
arrastrar conmigo la condena de sobresalir en la extensa fila de los
seres ordinarios, de tener mi nombre expuesto en una marquesina de luces
vanidosas. ¿Para qué? ¿Con qué objetivo? Ser mejor o peor no me va a
traer de vuelta al niño que fui, a los días de la vida sin conciencia
de la muerte, a los amores que prometieron uno a uno ser para toda la
vida. Y así como no puedo acreditar ningún galardón que me permita
sobresalir por encima del resto como un personaje sin igual, de la misma
manera no puedo ni siquiera adjudicarme unos rasgos de maldad
suficientes que lograran conseguir para mí un lugar propio y exclusivo
entre los peores, una celda aislada con la foto desteñida de su espalda
diciéndome adiós. Carezco hasta de esa arrogancia capaz de ofender al
mundo de tal manera como para ser puesto, justa o injustamente, en la
picota de los peores traidores.
No, nada hay en mí que valga la
pena ser puesto a consideración de los tribunales públicos de opinión,
de los jueces morales de la humanidad que caminan impunemente las
ciudades y el campo. Me arrastro en mis propias babas como un simple
caracol. Usufructo de mis insignificantes desgracias y mis piadosas
alegrías. Voy y vengo del silencio a mis asuntos y saludo amablemente a
quien sin quererlo advierte mi momentánea presencia. No voy por la
Tierra explicando mis pareceres pues hasta yo desconfío de ellos, hasta a
mí me han desconcertado más de una vez mis propias contradicciones
dejándome en ridículo ante unas seguridades de mazapán que pueden ser
muy coloridas pero que, al final, ni yo me las trago.
Entonces,
¿cuál es el punto en tratar de no ser igual a todos? ¿Qué recompensa me
esperaría ante el logro de semejante hazaña? ¿El amor, la salud, el
dinero..? Dejemos mejor las cosas como están. Permitaseme, por favor,
permanecer oculto en el mismo barro donde inevitablemente quedarán
desfiguradas las huellas de todos: genios reconocidos e ignorantes
eminentes, capitalistas del éxito y artesanos del fracaso; de amores
como el mío y olvidos como el de ella.
Quién sabe, quizás alguno
de estos días, justo antes de que sea el último, un rayo parta su cielo
despejado desde algún lugar misterioso e ilumine por una milésima de
segundo para ella esto que yo de vez en cuando escribo para nadie desde
esta planicie de hipótesis incomprobables que termina junto a un mar de
dudas. Esto que no es otra cosa más que una verdad a medias incapaz de
desmentir que sí, que soy igual a todos. Pero que, sin embargo, no logra
ocultar nunca que, en mi película, ella no es igual a ninguna.
RR
Foto: Florencia Merlo
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