martes, 7 de junio de 2016

UNO IGUAL A TODOS


     ¿Que soy igual a todos? Pues claro, ¿cómo no lo iba a ser? Si al fin y al cabo tengo, por sobre todas las cosas, las mismas deficiencias y los mismos complejos; las mismas miserias y los mismos vicios. Y ese espantoso temor a la muerte desconocida. Claro que soy igual a todos.
      ¿Quién puede andar por ahí esgrimiendo una falsa distinción, un pergamino apócrifo que pudiera certificar una línea dinástica de saberes y virtudes sólo asequibles a su persona? No, yo soy uno entre tantos actores secundarios de este reparto que camina una escenografía de cartón pintado; un polizón más en un barco que se hundirá irremediablemente en el océano infinito de los comunes, de los cuatro de copas que de a ratos se creen capaces de cantar truco si aparece otro que guiña el ojo.
      Ya me viera yo teniendo que arrastrar conmigo la condena de sobresalir en la extensa fila de los seres ordinarios, de tener mi nombre expuesto en una marquesina de luces vanidosas. ¿Para qué? ¿Con qué objetivo? Ser mejor o peor no me va a traer de vuelta al niño que fui, a los días de la vida sin conciencia de la muerte, a los amores que prometieron uno a uno ser para toda la vida. Y así como no puedo acreditar ningún galardón que me permita sobresalir por encima del resto como un personaje sin igual, de la misma manera no puedo ni siquiera adjudicarme unos rasgos de maldad suficientes que lograran conseguir para mí un lugar propio y exclusivo entre los peores, una celda aislada con la foto desteñida de su espalda diciéndome adiós. Carezco hasta de esa arrogancia capaz de ofender al mundo de tal manera como para ser puesto, justa o injustamente, en la picota de los peores traidores.
      No, nada hay en mí que valga la pena ser puesto a consideración de los tribunales públicos de opinión, de los jueces morales de la humanidad que caminan impunemente las ciudades y el campo. Me arrastro en mis propias babas como un simple caracol. Usufructo de mis insignificantes desgracias y mis piadosas alegrías. Voy y vengo del silencio a mis asuntos y saludo amablemente a quien sin quererlo advierte mi momentánea presencia. No voy por la Tierra explicando mis pareceres pues hasta yo desconfío de ellos, hasta a mí me han desconcertado más de una vez mis propias contradicciones dejándome en ridículo ante unas seguridades de mazapán que pueden ser muy coloridas pero que, al final, ni yo me las trago.
      Entonces, ¿cuál es el punto en tratar de no ser igual a todos? ¿Qué recompensa me esperaría ante el logro de semejante hazaña? ¿El amor, la salud, el dinero..? Dejemos mejor las cosas como están. Permitaseme, por favor, permanecer oculto en el mismo barro donde inevitablemente quedarán desfiguradas las huellas de todos: genios reconocidos e ignorantes eminentes, capitalistas del éxito y artesanos del fracaso; de amores como el mío y olvidos como el de ella.
      Quién sabe, quizás alguno de estos días, justo antes de que sea el último, un rayo parta su cielo despejado desde algún lugar misterioso e ilumine por una milésima de segundo para ella esto que yo de vez en cuando escribo para nadie desde esta planicie de hipótesis incomprobables que termina junto a un mar de dudas. Esto que no es otra cosa más que una verdad a medias incapaz de desmentir que sí, que soy igual a todos. Pero que, sin embargo, no logra ocultar nunca que, en mi película, ella no es igual a ninguna.

RR


Foto: Florencia Merlo

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