A no confundirse, lo que parece que fuera, no es. Es decir, acá nada es como parece ser. Ni siquiera es como era. Acá todo es como será, como ella quizás un día quiera que sea, como ella lo prefiera o lo decida o, hasta incluso, lo solicite. Porque si por cualquier razón ella un día me lo pide, todo será tal cual lo pida. Al fin y al cabo, a mí me da lo mismo de una manera o de otra: tomarla de la mano disimuladamente o abrazarla de la cintura cuando la oscuridad me dé una señal; acurrucarme en un costado de su cama cuando el viento anuncia que la noche se pondrá un poco fresca para que exista una separación intolerable de diez centímetros entre su piel de gallina y mi pluma, entre el ocaso de sus piernas y mis ganas de hacerla amanecer en mi horizonte.
Sin embargo y a decir verdad, llegado el momento, confesárselo no será para mí tan diferente a lo que es ahora. Probablemente lo haga en medio de una simple charla sobre bueyes perdidos, con palabras camufladas entre frases grandilocuentes sobre aquellos problemas verdaderamente serios de este mundo -y que nada tienen que ver con esa penosa situación que me tendrá derritiéndome ahí mismo frente a ella como un cubito de hielo al sol-, mientras ella bebe su café y esconde las cartas y cuenta sus porotos que son (y naturalmente serán) siempre más que los míos.
Pero hay algo que ella debería saber desde ahora: cuando llegue el momento, será su decisión. Y una vez que la haya tomado no podrá hacer más nada con respecto a mí. Porque a partir de ese instante ya no hablará con aquel tipo enamorado que se fue convirtiendo rápidamente en agua debajo de su sol radiante asomando en cada uno de los movimientos de sus labios. Aquel pobre infeliz que durante la noche la miraba sin escuchar una palabra de lo que decía sobre cosas que no podía entender. Y no sé si es que no entendía o no quería entender. Eso no viene al caso tampoco. Lo que importa es que aquel que no pudo ser ya no es. Entonces, desde el momento en que ella apriete el gatillo deberá vérselas conmigo.
Es necesario reconocer y advertirle que ya nada podrá volver a ser lo que era, porque, como dije antes, acá nada es verdaderamente lo que es, todo es lo que será: sus párpados batiendo las alas de sus ojos que mirarán quién sabe qué cosa; su nariz guardando en su interior aquellos aromas que podrían obstaculizar un día su olvido; su cuello pequeño albergando los latidos de su yugular, que será una tentación indisimulable para un vampiro como yo capaz de haberla esperado eternamente.
Y prosiguiendo con este asunto que tanto le concierne, no habrá para mí más que sus pechos y su respiración y su vientre y ese insoportable deseo de saltar a sus interiores por el delta torrentoso que confluye en esa laguna mansa y secreta que siempre consideré un espacio no apto para cobardes, para tipos que no sean capaces de aceptar -como he aceptado yo a esta altura- arruinar su propia vida en pos de ser eso que no es pero que quizás un día sea. Eso que probablemente sólo pueda ser si es que, por uno de esos designios del destino, una tarde de domingo ella comprende que, a veces para que algo sea, no hace falta más que creer en que todo puede ser. Cuando la hora fatal de la tarde llegue y ella caiga en la cuenta de que hay quienes para enamorarse no necesitan mucho más que una noche y un pedacito de vereda para arrojarse voluntariamente a una perdición claramente señalizada, a un barranco oscuro y profundo que, si fuese por los consejos y las recomendaciones de algunos, debería ser evitado para poder continuar una vida en donde la oscuridad fuera nada más que una ausencia ocasional de energía eléctrica y en donde las veredas no sean más que un simple trazado de baldosas donde uno analiza la vida mientras camina hacia ningún lado, pensando en todo lo que se puede dejar de hacer con tal de no hacer nada.
Pues bien, allá ellos. Algunos no aceptamos ese retiro voluntario, no nos hace falta renunciar al pasado, ni siquiera exigimos ser hoy, nos alcanza con ser alguna vez y dedicarnos mientras tanto a escribir los pormenores de supuestos fracasos para mantenernos con vida hasta ese día. Relatar horrorosos sufrimientos por una pena de muerte auto impuesta, por la decisión de luchar contra molinos de viento persiguiendo por siempre la victoria. A veces pienso en qué hubiera sido de mí si hubiese seguido aquellas señales, si hubiese acatado sus órdenes. Algo es seguro, esto que no es y que sólo será, sería sólo un depósito de palabras sin significado, unos insípidos sonidos arrumbados entre tantas otras cosas inútiles que hay bajo este lar. Palabras sin otro aspecto más que el que les podría dar la vibración del aire; sin esos ecos de su nombre tiritándome en la boca; con acentos sin carácter y adjetivos grises sin el reflejo de su aura; lastimosos verbos inmóviles esperando sin fe tiempos mejores.
Sí, seguramente todo sería de otra manera si no hubiese sido como fue. Si quien apareció aquella noche por debajo del pantalón negro y la campera marrón no hubiese sido ella arriando con el sonido de su voz una dignidad irresistible, contando un cuento que, apenas la vi, decidí creerlo ciegamente como hacen esos que creen en Dios sin haberlo visto nunca, sin haber sido bendecidos aunque más no sea con una mísera señal inverosímil. Vamos, como hacen los amantes rendidos que deciden perder la cabeza por algo más que un noble potrillo.
Por lo tanto, ha llegado el momento de confesar de una vez por todas la verdad: en estos páramos oscuros ni ella es, ni yo soy, ni esto es. Nada de lo que se muestra en estas hojas es una realidad. Nada. Ninguno de los protagonistas presentes entre estos deslucidos márgenes carentes de estilo es otra cosa más que una ausencia injustificada y desleal vestida con las ropas de otro que tal vez un día sea. Y así también, lo que de su boca pueda salir son sólo pequeños trozos de esperanzas amargadas justo al final de cada carta en función de una moraleja desconocida con ínfulas de misterio. La realidad es que de este lado del tiempo no hay nada de todo eso que se ha venido contando -y mucho menos de todo aquello que se ha declarado callar-: ni promesas de amor eterno, ni la muerte antes del olvido, ni unos versos desesperados deshojando margaritas. No, en estos arrabales no hay tangos ni boleros; no hay mesas desocupadas para los fantasmas y a los borrachos de pasiones exageradas se los echa sin miramientos. De ninguna manera en estos pasillos, que no conducen a ninguna habitación oculta, se practican disculpas, ni se esgrimen excusas ni razones de ningún tipo; no se llevan adelante confesiones fuera de tiempo ni se aceptan arrepentimientos hipócritas. Acá el presente es desechado y las cosas son únicamente como serán cuando ella quiera que sean, cuando caminando por una vereda cualquiera su hombro se apreste tibio debajo de mi brazo; cuando en su cama o en la mía se encuentren y se reconozcan su ocaso y mi horizonte; cuando su mano se estreche temblorosa con la del único personaje verdadero. La de un hombre aparentemente perdido que aceptó gustoso el desafío de ya no ser para dedicarse a escribir cada noche sobre un viejo mapa un nuevo plan para intentar conquistar algún día el mundo. Su mundo.
Pero hay algo que ella debería saber desde ahora: cuando llegue el momento, será su decisión. Y una vez que la haya tomado no podrá hacer más nada con respecto a mí. Porque a partir de ese instante ya no hablará con aquel tipo enamorado que se fue convirtiendo rápidamente en agua debajo de su sol radiante asomando en cada uno de los movimientos de sus labios. Aquel pobre infeliz que durante la noche la miraba sin escuchar una palabra de lo que decía sobre cosas que no podía entender. Y no sé si es que no entendía o no quería entender. Eso no viene al caso tampoco. Lo que importa es que aquel que no pudo ser ya no es. Entonces, desde el momento en que ella apriete el gatillo deberá vérselas conmigo.
Es necesario reconocer y advertirle que ya nada podrá volver a ser lo que era, porque, como dije antes, acá nada es verdaderamente lo que es, todo es lo que será: sus párpados batiendo las alas de sus ojos que mirarán quién sabe qué cosa; su nariz guardando en su interior aquellos aromas que podrían obstaculizar un día su olvido; su cuello pequeño albergando los latidos de su yugular, que será una tentación indisimulable para un vampiro como yo capaz de haberla esperado eternamente.
Y prosiguiendo con este asunto que tanto le concierne, no habrá para mí más que sus pechos y su respiración y su vientre y ese insoportable deseo de saltar a sus interiores por el delta torrentoso que confluye en esa laguna mansa y secreta que siempre consideré un espacio no apto para cobardes, para tipos que no sean capaces de aceptar -como he aceptado yo a esta altura- arruinar su propia vida en pos de ser eso que no es pero que quizás un día sea. Eso que probablemente sólo pueda ser si es que, por uno de esos designios del destino, una tarde de domingo ella comprende que, a veces para que algo sea, no hace falta más que creer en que todo puede ser. Cuando la hora fatal de la tarde llegue y ella caiga en la cuenta de que hay quienes para enamorarse no necesitan mucho más que una noche y un pedacito de vereda para arrojarse voluntariamente a una perdición claramente señalizada, a un barranco oscuro y profundo que, si fuese por los consejos y las recomendaciones de algunos, debería ser evitado para poder continuar una vida en donde la oscuridad fuera nada más que una ausencia ocasional de energía eléctrica y en donde las veredas no sean más que un simple trazado de baldosas donde uno analiza la vida mientras camina hacia ningún lado, pensando en todo lo que se puede dejar de hacer con tal de no hacer nada.
Pues bien, allá ellos. Algunos no aceptamos ese retiro voluntario, no nos hace falta renunciar al pasado, ni siquiera exigimos ser hoy, nos alcanza con ser alguna vez y dedicarnos mientras tanto a escribir los pormenores de supuestos fracasos para mantenernos con vida hasta ese día. Relatar horrorosos sufrimientos por una pena de muerte auto impuesta, por la decisión de luchar contra molinos de viento persiguiendo por siempre la victoria. A veces pienso en qué hubiera sido de mí si hubiese seguido aquellas señales, si hubiese acatado sus órdenes. Algo es seguro, esto que no es y que sólo será, sería sólo un depósito de palabras sin significado, unos insípidos sonidos arrumbados entre tantas otras cosas inútiles que hay bajo este lar. Palabras sin otro aspecto más que el que les podría dar la vibración del aire; sin esos ecos de su nombre tiritándome en la boca; con acentos sin carácter y adjetivos grises sin el reflejo de su aura; lastimosos verbos inmóviles esperando sin fe tiempos mejores.
Sí, seguramente todo sería de otra manera si no hubiese sido como fue. Si quien apareció aquella noche por debajo del pantalón negro y la campera marrón no hubiese sido ella arriando con el sonido de su voz una dignidad irresistible, contando un cuento que, apenas la vi, decidí creerlo ciegamente como hacen esos que creen en Dios sin haberlo visto nunca, sin haber sido bendecidos aunque más no sea con una mísera señal inverosímil. Vamos, como hacen los amantes rendidos que deciden perder la cabeza por algo más que un noble potrillo.
Por lo tanto, ha llegado el momento de confesar de una vez por todas la verdad: en estos páramos oscuros ni ella es, ni yo soy, ni esto es. Nada de lo que se muestra en estas hojas es una realidad. Nada. Ninguno de los protagonistas presentes entre estos deslucidos márgenes carentes de estilo es otra cosa más que una ausencia injustificada y desleal vestida con las ropas de otro que tal vez un día sea. Y así también, lo que de su boca pueda salir son sólo pequeños trozos de esperanzas amargadas justo al final de cada carta en función de una moraleja desconocida con ínfulas de misterio. La realidad es que de este lado del tiempo no hay nada de todo eso que se ha venido contando -y mucho menos de todo aquello que se ha declarado callar-: ni promesas de amor eterno, ni la muerte antes del olvido, ni unos versos desesperados deshojando margaritas. No, en estos arrabales no hay tangos ni boleros; no hay mesas desocupadas para los fantasmas y a los borrachos de pasiones exageradas se los echa sin miramientos. De ninguna manera en estos pasillos, que no conducen a ninguna habitación oculta, se practican disculpas, ni se esgrimen excusas ni razones de ningún tipo; no se llevan adelante confesiones fuera de tiempo ni se aceptan arrepentimientos hipócritas. Acá el presente es desechado y las cosas son únicamente como serán cuando ella quiera que sean, cuando caminando por una vereda cualquiera su hombro se apreste tibio debajo de mi brazo; cuando en su cama o en la mía se encuentren y se reconozcan su ocaso y mi horizonte; cuando su mano se estreche temblorosa con la del único personaje verdadero. La de un hombre aparentemente perdido que aceptó gustoso el desafío de ya no ser para dedicarse a escribir cada noche sobre un viejo mapa un nuevo plan para intentar conquistar algún día el mundo. Su mundo.
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