miércoles, 5 de junio de 2019

ENTRE EL CIELO Y EL INFIERNO


     El problema es que me creí esta tontera de escribirle como si a ella le importara. Y me creí un amante por el solo hecho de quererla. Y sostuve (y aun sostengo) que la quise y que no me importaba si ella me quería. Y me comió el verso del Dante buscando a Beatriz (y alguna vez hasta tuve un Virgilio que me acompañó). Y me hablé a mí mismo una y mil veces porque así me podía dar la razón y evitar esta contradicción de hoy de todavía quererla con obstinación, casi con bronca, rebelado ante las voces que aun tratan de meterme en el corral y calmar mis ansiedades con cosas que no laten, que no gimen, que no me miran y me rechazan como ella y sus ojos y sus pasos que caminan siempre para el lado contrario al de los míos.
     Pero no logro aceptar eso de no deber quererla. No deber quererla... ¡¿Qué carajo es eso?! ¿Cómo que no debo quererla? ¿Cómo es eso de que porque ella se escondió en la indiferencia yo tengo que entender y querer a otra? ¡No señor! Yo tengo querer a quien quiero y esa es ella, aunque me pese, aunque me duela, aunque ya esté afónico de decírselo en silencio; aunque la quiera sin quererlo. 
     Y en esto no hay posibilidad de estar equivocado; porque no se quiere a la mujer equivocada, eso no existe. Si la quiero es porque es la mujer correcta, mi mayor acierto, aunque se me pase la vida entre cartas y versos trágicos, aunque le suelte la mano y me vaya finalmente un día a vivir al cuerpo de una mujer que me quiera y acepte que yo también la quiera a ella. Sin embargo, eso no le dará ningún derecho a nadie de someterme al juicio de la moral burguesa que le pone instrucciones y normas al amor. Si la quiero equivocado, entonces será así, equivocado, enterrado hasta el pescuezo en mi error, lleno de pasos en falso y noches solitarias escribiendo en un rincón de una casa vacía. Si es así, pues será así. 
     Pero equivocado no estoy. Porque no se equivocan mis ganas de abrazarla en la mañana ni se equivoca mi instinto por la noche cuando mis deseos sólo apuntan a su sexo que se florea alrededor de mi líbido que posee todavía sus rasgos, su santo y su seña. Tampoco se equivocan estas palabras que sólo brotan en su nombre y a su paso, en la luz que produce sus sombras y en su recuerdo que las salva y las protege. 
     Tal vez me haya equivocado cuando acepté su juego de ir y venir, de tirar y aflojar, de decir no pero sí, de decir sí pero no. Quizás me equivoqué cuando quise tener razón a pesar de que la tenía sin que hiciese falta tenerla. Estoy seguro de que me equivoqué cuando traté de entender todo sin que hubiese nada que entender. Pero no me equivoqué cuando dejé de preguntarme si ella tenía lo que hacía falta para que yo la quisiera. No me equivoque cuando dejé todo de lado y la fui a buscar, a decirle: "¿sabés qué?, te quiero". Y se lo dije así, simple, sin planteos, sin planes, sin chaleco salvavidas, sin nada que me acreditara, con errores y aciertos, con esa vergüenza de niño enamorado, con esos nervios del soldado que es lanzado al desembarco en una playa minada con la muerte que lo sobrevuela y lo burla y lo somete a veces y otras lo levanta y lo empuja a seguir, a buscar lo que fue a buscar, a plantar la bandera y abrazarse al mástil y esperar el tiro final que lo mate y lo deje ahí tirado, mutilado y desangrado, aturdido y confundido. 
     Por eso, ya en el final de esta historia, y llegado el momento de la moraleja,  no hay ni para mí, y mucho menos para ella, ni infierno ni paraíso, no hay aciertos ni errores, sólo están los hechos que nos condenan o nos absuelven. Y que yo no sea en este limbo de cada noche el hombre correcto no significa que ella sea la mujer equivocada.

RR




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