martes, 11 de junio de 2019

MI ROMANCE CON PATRICIA (Un amor entre infortunios y desgracias)


     De todos los amores que he tenido (y que tampoco han sido tantos), hay uno que siempre recuerdo particularmente y del cual nunca he hablado. Mi romance con Patricia fue un romance de infortunios y desgracias. Y no es que ella me haya producido infortunios o desgracias, es sólo que parecía que nos encontrábamos únicamente en ocasiones de ese tipo. A veces era en algún hospital por causa de un accidente -propio o de alguien conocido-. Otras veces podía ser en alguna reunión de amigos en donde, por alguna razón misteriosa, siempre se desataba algún conflicto que llevaba al caos y al total desentendimiento entre todos los asistentes; menos entre nosotros. 
     Nosotros parecíamos llevarnos mejor que nunca cuando el desorden y la confusión copaban la atmósfera que nos rodeaba. Parecía como si cada uno buscara refugio en el otro para resguardarse de los acontecimientos. Pero el lugar donde el amor nos poseía irresistiblemente era en los velorios; ahí sí ardíamos de pasión y terminábamos escapándonos apenas se renovaba el llanto de alguno de los familiares del finado que arrastraba irremediablemente a casi toda la concurrencia. Nunca sentimos ningún remordimiento por abandonar al muerto y a sus deudos. De todas maneras, a ninguno parecía importarle demasiado nuestra presencia (sobre todo al primero). Para nosotros, no era algo que pudiésemos negociar, cuando llegaba el momento, estábamos en las manos de cupido y sus inoportunas flechas. Tampoco nos planteábamos las razones y los por qué de nuestra relación. Una relación que se movía al ritmo de las páginas de policiales y obituarios. Había algo en nosotros que nos ponía en alerta apenas se desataba alguna pequeña o gran catástrofe y nos hacía correr al encuentro; era como una especie de alarma de bomberos que cuando sonaba, nos lanzaba por un tubo directo a esa mirada que incendiaba todo cuanto estaba a nuestro alrededor.

*

     Nos habíamos conocido sin querer. Los dos éramos profesos practicantes del silencio. Asistíamos a reuniones de amigos en común y opinábamos sobre todo con las mismas displicentes miradas. Ese tipo de complicidades de quienes se buscan en el aire para motivar la gracia de algo que, estando solos, no la tendría. Pues bien, nosotros compartíamos esos invisibles resquicios de ignorancia que rara vez dejaban aquellos sabios participantes que hacían gala de su enorme capacidad de abarcar todos los temas. 
     Patricia tenía por costumbre ocultar sus ojos bajo el flequillo de su pelo enrulado y observar mi cabeza que se zambullía al fondo del vaso con la intención de ahogar la obligación de sentenciar una respuesta que, si hubiese sido pronunciada, sólo me hubiera depositado en una batalla naval perdida de antemano. Entonces, mientras yo flotaba como un corcho (como alguna vez expresó Jaques Cousteau cuando le preguntaron acerca de la desgraciada muerte de su hijo Philippe) en esas atmósferas de conferencias de sabiondos y doctores honoris causa en prejuicios, Patricia se acercaba a mí disimuladamente. Tan disimuladamente que ni siquiera nos dábamos cuenta de que ya no estábamos ahí, que estábamos caminando calle abajo acercándonos a los bordes de un compromiso como militantes de la esperanza.
     Una noche, en una de esas reuniones, todo terminó con llantos femeninos, trompadas masculinas y puteadas generales que nunca supimos hasta dónde finalmente llegaron. Afortunadamente, nosotros desaparecimos de la contienda entre dos ejércitos que lucharon hasta el final a capa y espada por conquistar la cima de la estupidez y plantar su orgullosa bandera. Nos escurrimos de aquel lugar sin decir nada. Durante dos o tres cuadras caminamos en silencio mirando las baldosas, elucubrando tontas teorías acerca de las diferentes disposiciones de los trazos y las divisiones que separaban los límites entre las casas del barrio. No podíamos aceptar el hecho de que nadie hubiese escrito hasta ahora un ensayo acerca de lo que a nosotros nos resultaba tan evidente. Esto es, que los propietarios de las casas buscan dejar bien en claro dónde empieza y dónde termina su propiedad apelando a diferenciar claramente su vereda de la del vecino, una especie de división política primaria que deriva de -o quizás da comienzo a- otras de mayor difusión, como aquellas que tantas veces debimos calcar de los manuales de la escuela para aprender los límites de los territorios nacionales, de las zonas climáticas y hasta de las desventuras de los pueblos originarios. 
     Caminando de la mano, justo antes de llegar a la frontera del adiós, nos topamos con un amontonamiento de gente desconocida que nos atraía como un campo magnético. Nos miramos y nos zambullimos así como estábamos en ese oasis de desdicha ajena, con los dedos de las manos entrelazados como si caminásemos hacia el altar. No nos dijimos ni una palabra. Entramos, hicimos algunos ademanes con la cabeza, ella para un lado y yo para el otro, expresamos nuestras condolencias a quienes suponíamos por el caudal de llanto que eran los familiares del agasajado, y nos dirigimos hacia un rincón alejado, un tanto oscuro por la sombra que proporcionaban las flores ordenadas muy prolijamente y con gran sentido estético capaz de conjugar armoniosamente la belleza de la naturaleza y el dolor de la irremediable pérdida.
     Apenas sentimos el aroma de las flores mezclado en ese frío espacio con el del formol, sentimos el reverdecer de nuestra primavera, la marcha nupcial que unía los latidos de nuestros corazones llenos de gozo y esperanza. Patricia se abrazó a mi cuello y comenzó a besarme mientras yo hundía una mano en su pelo y la otra se colaba por debajo de su camisa blanca buscando el tibio tesoro de sus pechos. Algún desprevenido que buscaba el camino hacia el baño nos observó durante unos segundos y, creyendo que estábamos poseídos por la angustia, se abrazó a nosotros balbuceando algunas palabras que no llegamos a comprender. Cuando nos soltó y se alejó, decidimos que era tiempo de marcharnos. Como hacíamos casi siempre, caminamos por un costado ocultando la sonrisa que se nos había grabado en la boca, como queriendo imitar una mueca de pesar que, si bien podría decirse que era una estrategia de defensa de nuestra amorosa situación, en el fondo, también expresaba cierta compasión hacia el helado y duro destino de ese cuerpo recostado sobre gasas blancas descomponiéndose a la vista de todos.

*

     Patricia era una mujer hermosa. Y no hablo de esa belleza de moda promocionada y defendida desde los centros de poder capitalista que nada tiene que ver con lo que la belleza inspira, es decir, el amor. Pues bien, Patricia era la representante absoluta de la belleza que inspira amor. Amor en forma de poesía y música; amor como estandarte de quien persigue su destino; amor como un sueño que debe (sí, debe) ser soñado. Por eso yo soñaba con Patricia. La veía en las puertas de las clínicas o cuando una ambulancia pasaba raudamente por la calle agitando sus luces y su sirena. La veía también en las esquinas donde, cual ring de boxeo, se podían observar a los contendientes del último asalto de una lucha descarnada por la prioridad de paso sangrando cada uno en un rincón mientras los restos de la moto y el automóvil emitían sus últimos suspiros de vida, y la gente se arremolinaba en los alrededores a declarar a la policía los detalles de aquel encuentro inesperado y violento que había regado una vez más la calle de restos de plásticos y vidrios mientras que a mí me había dejado soñando con Patricia, con los rasgos inolvidables de su rostro, con el contorno de sus márgenes dibujados en mis manos, con la cadencia de sus pasos sincronizados con los míos. 
     Sí, Patricia me inspiraba amor y yo sé que era un amor correspondido. Porque cuando no nos encontrábamos por algún tiempo ocurría fortuitamente algo en nuestro círculo social o geográfico que nos juntaba, que de alguna manera unía nuestros planes para ese día, convocándonos misteriosamente en algún lugar en donde seguramente, tarde o temprano, cierta fatalidad nos haría levantar la cabeza de nuestras trincheras de silencio para observarnos, para desnudarnos de unos uniformes que no eran verdaderamente los nuestros. Porque nosotros pertenecíamos al ejército de los que se encuentran sin buscarse, y que son capaces de corroborar que el quid de la cuestión no es la casualidad, ni la cercanía, ni el destino. No, el quid de la cuestión para nosotros era mucho más simple y concreto: el amor y el deseo. Nada más. Nada menos. 

*

     Sin embargo, algo aun más trágico que lo que nos juntaba sucedió un día. Una tarde de marzo, calurosa y húmeda, nos propusimos dejar de depender de los malos entendidos o las disputas ajenas o el último suspiro en el ciclo de la vida de algún mortal. Decidimos proponer nosotros la fecha y la hora y el lugar. Nos prometimos fidelidad para no depender más de los designios misteriosos. Le soltamos la mano a esa profecía que nos reunía al amparo de las sombras y nos tomamos de las nuestras abandonando aquella práctica de buscarnos en las reuniones de amigos y familiares, en los hospitales y, sobre todo, en las funerarias. 
     Alquilamos un pequeño departamento en las afueras de la ciudad que sirviera para juntar nuestros despertares sin necesidad de recurrir a la búsqueda detectivesca por las calles en donde alguna nube negra se posara sobre las cabezas de los desafortunados transeúntes para oscurecerles el día. Así quedaríamos cubiertos de los imponderables y los contratiempos. Así entonces, nos veríamos de día y de noche, nos toparíamos en la cocina y en el baño, nos rozaríamos la piel en la cama, queriendo y sin querer. Comenzamos a comer juntos, a bañarnos juntos, a leer juntos. 
     Y así, juntos, nos fuimos separando.

*
     Nunca volví a encontrarme con Patricia. A veces, sin darme siquiera cuenta, me encuentro buscándola desde el fondo de bares como este. Observo por sus ventanas tratando de identificar su mirada entre la de la gente que pasa mientras la sirena de alguna ambulancia suena a lo lejos y me provoca esta absurda sensación de extrañarla. Extrañarla, sí. Extrañarla a ella que era pura belleza, que se colaba por esas grietas rebeldes que siempre dejan algunas seguridades. Y cada vez que en la pantalla de un televisor como el que cuelga de la pared enfrente mío, aparece un titular exagerado en rojo, promocionando la última calamidad de la naturaleza, o celebrando el talento de los que con el diario del lunes son capaces de profetizar hechos irreversibles, yo me pierdo en mis propias diatribas y me quedo inmóvil, imaginando a Patricia que aparece desde atrás del cronista buscándome con sus ojos angustiados por esta misma soledad que ahora desearía compartir con ella. No lo puedo evitar: la extraño tanto... Como cuando me entero del fallecimiento de algún pariente desconocido o algún terrible accidente ferroviario en otra ciudad y la imagino dando vueltas por el andén armando una telaraña con su mirada para intentar capturar otra vez al destino.
     Es que sin Patricia siento que me he quedado desgraciadamente solo, que sin ella los velorios son la muerte; que el choque entre un auto y una moto es sólo otro cruce peligroso advertido y desestimado que deja un reguero de plásticos y vidrios y hasta algún amputado quejándose sobre el pavimento. Sin Patricia discuto sobre cualquier cosa y con cualquier necio hasta cansarme. Voy a esas reuniones de amigos desconocidos a dar como un imbécil razones sobre por qué no me parece efectivo jugar con un doble cinco; o desarrollo toda una hipótesis sin pies ni cabeza sobre cuál es el sujeto histórico de esta democracia arreglada de antemano. Me enredo solo en argumentos de poca monta, nada más que para buscar algún conflicto que enfrente a todos los participantes de la tertulia, que enfurezca tanto a alguno como para que se lance sobre mí y se arme una de esas bataholas tan oportunas que nos dejaban cara a cara a Patricia y a mí. Cara a cara con el amor.
     Y ya no sé que hacer para encontrarla. He ido a todas las salas de guardia de todos los hospitales. He paseado por los pasillos de unas clínicas privadas muy coquetas en donde, mientras unos deudos riegan con sus lágrimas el fino porcelanato del piso, otros firman recibos por el costo que deberán pagar por haber intentado hacer zafar de la parca al pobre abuelo de noventa y pico de años que ya estaba harto de vivir (y, sobre todo, harto de los deudos y sus deudas).
     He esperado en las oficinas de ciertos abogados encargados de crear conflictos donde no los hay, de meter púa y complicar las cosas para que nada se resuelva (excepto, claro, su propio futuro económico). Y mirando desde lejos los empujones entre los herederos de alguna fortuna venida a menos he soñado con verla aparecer a Patricia justo antes de que uno de los protagonistas más enfurecido tomara un pedazo de caño galvanizado de tres cuartos para romperle la cabeza al hermano en plena vereda.

*

     Pero Patricia no apareció nunca. Es extraño. ¿Será que ella misma fue víctima de algún infortunio, de alguna desgracia que puso a otros a mirarse hasta atraerse como dos imanes entre la multitud angustiada? Ojalá que esto no sea así. Ojalá que no sea ella esta mujer que acaba de ser arrollada en la calle por un camión descontrolado que ha terminado contra la pared de este bar que todavía tiembla haciendo que se desprenda la mampostería y se caiga el cielorraso sobre las mesas y la gente; que las copas también caigan de sus estanterías llenando el piso de vidrio para que las pobres personas que están intentando huir a los gritos se resbalen y se corten algunos las piernas y otros las manos y uno hasta la yugular, (pobre tipo...). Ojalá que tampoco sea Patricia esa otra mujer que grita desesperada desde abajo de los cajones de cerveza que traía el camión y que han caído como una avalancha sobre su cuerpo y el de otros que ya no gritan, que se arrastran como pueden entre la cerveza derramada y las botellas hechas pedazos que van dejando jirones de sus ropas en el camino sin que nadie levante sus nombres porque todo se ha convertido en un caos televisado, titulado en rojo, desentramado por los comentarios del presentador que no tiene la más puta idea de lo que está pasando acá. Que no podría nunca saber que el camión se estroló de tal manera que el tanque de combustible se prendió fuego contagiando las llamas a la cabina desde donde el chofer carbonizado larga un espantoso olor a carne quemada mientras el pobre tipo de la yugular cortada ya no se mueve y la mujer que quedó debajo de los cajones de cerveza tampoco y los rescatistas y los bomberos y las ambulancias van y vienen y todos gritan y putean al gobierno y yo, refugiado debajo de la mesa, no sé si lograré terminar de escribir este cuento que esperaba me sirviera para llevar adelante con cierta dignidad la ausencia de Patricia a la que extraño ahora más que nunca. 

*

     Patricia, mi amor... Que si no fuera por el humo y el polvo que me tapa la visión, podría asegurar que me está mirando detrás de esa ventana destrozada de lo que queda de este bar ensangrentado y en llamas. Porque, la verdad es que se parece bastante a Patricia. Tiene sus mismos ojos, sus mismas mejillas, su mismo flequillo de pelo enrulado cayéndole por la frente; y hasta sus mismas manos haciendo aquel ademán cómplice que marcaba la dirección hacia donde debíamos escapar cuando éramos algo así como felices. Tal vez si pudiera traspasar los escombros y los cuerpos que quedaron apilados sobre el umbral de la puerta cuando el poste de alta tensión cayó dando latigazos con sus respectivos cables de trescientos ochenta voltios sobre los que intentaban huir despavorido, tal vez así podría yo confirmar que esta mujer de la que acabo de enamorarme perdidamente otra vez es ella, es Patricia. 
     Quizás si ella sigue acercándose hacia mí como lo está haciendo ahora yo pueda hacer el intento de tomar su mano y abrazarme a su cintura dejando correr mis dedos por debajo de su blusa blanca hasta la tibia curvatura de sus pechos. Si ella es Patricia, acaso todo finalmente vuelva a cobrar sentido y yo ya no necesite venir a este bar (que seguramente será demolido cuando puedan contener la inundación que se está produciendo por la rotura del caño maestro de la zona) a hacerme pasar por un escritor anónimo, a escribir como consuelo la historia de este amor indestructible entre Patricia y yo que ha podido sobrevivir a la calamidad de la distancia y a la desdicha del olvido. 
     Ahora, mejor guardo estos papeles manchados de hollín, vino, cerveza y sangre, dejo la propina y me acerco a ella. Seguramente, si es Patricia, encontraremos la manera de retirarnos sin tener que dar ninguna explicación, ni a la policía que ha comenzado a recoger los cadáveres en bolsas negras, ni a los periodistas que calculan como expertos las pérdidas materiales mientras especulan la condena que le cabe a los responsables políticos que, evidentemente, no cumplen con su deber de controlar el estado de los vehículos, de los edificios, de los postes del alumbrado, de las cañerías de agua y hasta de los conductores de camiones con cerveza.
     Pido disculpas por este final abrupto. Debo dejar este cuento acá y retirarme caminando por encima de los escombros para ir al encuentro de esa mujer que, Dios quiera, sea Patricia. 
     Algo me dice que ya no me hará falta volver a este bar.

RR


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