A la vera de este frío de mayo me he acercado en
medio de la noche como un perro solitario al refugio abandonado en
donde hasta no hace mucho encontraba promesas y gestos con los que armar
brebajes para el desamor, pociones encantadoras para hacer de tu vida
un pedazo de la mía. Me he asomado y he podido corroborar -sin demasiada
sorpresa, debo confesarlo- que finalmente ha sido ocupado por la
oscuridad de una ceguera irremediable, por las telarañas de un silencio
imposible ya de ser conjugado. Si tan sólo tuviera aunque sea alguna
razón para darte, alguna explicación que sirviera para hacerte saber que
no ha sido mi intención que esto suceda, sino todo lo contrario.
Pero no tengo ninguna, ni siquiera una mueca de indulgencia ha
sobrevivido en mi cara. Me he quedado sin pecados que confesar, sin
bajas que lamentar, sin penas que sobrellevar. Vamos, me he quedado sin
tinta en el tintero. Ya no soy capaz de reunir entre todos aquellos
puntos finales que por las dudas guardaba en los bolsillos, tres iguales
como para armar unos puntos suspensivos -aunque sea ficticios- dignos
de aquel amor que como un pretendiente enamorado solía confesarte una y
otra vez. De día, durante esos breves amaneceres de ilusiones sin
fundamento; o de tarde, a esas horas en que los eternos ocasos del
desengaño hunden a algunos hombres en una silla a tomar el dictado de
sus más funestos demonios; hombres avezados en la práctica del fracaso;
hombres sin temor al ridículo, incapaces de salvarse de ellos mismos
negando el espantoso destino de ser esclavos voluntarios de una
ausencia. Y así, como esos hombres acorralados por los espectros del
pasado, yo me acostumbré a dejar siempre a pie de página un espacio
vacío donde escribir algún día tu nombre oculto en lo más profundo de
este refugio.
Y ahora me pregunto: ¿cómo justificar todo
esto? ¿Cómo hacer de un zapallo una carroza cuando ya se han pasado las
doce y no hay princesa ni zapato capaz de calzar en las huellas perdidas
de lo que no fue ni nunca será? Sin embargo, te ruego que no me culpes,
no he sido yo quien te ha apartado de mi camino, quien ha dejado de
mirar hacia tu sendero sinuoso de idas y venidas, de subidas y bajadas
por esos años tuyos que han pasado a pura indiferencia de los míos (al fin y al cabo, no más que unos pocos años que se han perdido como pobres estúpidos detrás de
tu horizonte inalcanzable). No, no he sido yo quien se ha ido. Porque no
es posible irse de donde nunca se ha estado. Y eso probablemente sea lo
de menos. Lo de más es todo aquello que estuvo de más, todo aquello que
fue escrito después de hora, cuando la película ya había terminado y
nada quedaba para hacer más que recordar detalles tontos o errores de
continuidad. ¿Quién en su sano juicio se queda sentado en la butaca
tratando de recordar las señales que mostraban a todas luces y sin
demasiados misterios un final anunciado?
Pues bien, esto que
es pura nada, ha sido todo. Ya no será posible tratar de establecer
puntos de encuentro o trazar directrices de futuras reuniones
inesperadas en hojas como esta. Ya no hay una mesa para nosotros en
algún bar abandonado en los suburbios, ni una botella de vino esperando a
la sombra de las oportunidades. Nada de eso existe y, para ser honesto,
nada de eso existió nunca. No hemos podido ser ni aun aquello que
buscamos por todos los medios desmentir.
No habremos de
hallar nunca entre nosotros un hilo rojo, una tangente rozando nuestros
círculos, un camino de hojas secas guiando nuestras soledades. No habrá
para nosotros, siquiera, un destino de soledades, de amargos
desencuentros, de estrellas buscándose en una noche de verano al filo
del mar. No, nada de eso. Por eso esto no llega a ser ni una triste
carta de despedida, pues eso sería asumir que alguna vez hubo un
encuentro, una coincidencia o, al menos, una casualidad posible de ser
adjetivada aunque sea disimuladamente entre un quizás y un quién sabe.
No, querida, ya no hay en este refugio ni un adiós ni un hasta
siempre. No hay nada por lo que dar las gracias o alguna deuda para ser
saldada un día. Sólo quedan entre sus paredes derruidas el débil garabato de un eco casi imperceptible y el murmullo remanente de
insectos y hojarascas batiéndose en el fondo junto a una maldición que,
justo antes de alejarme de esta vieja guarida, arrojé de mi puño y
letra con el orgullo herido de quien quiere evitar a cualquier precio
toda clase de compasión ante un vacío inexplicable.
Entonces, y siguiendo el ritual de todos los fracasos, es tiempo de que
cada uno guarde para sí sus imperdonables rencores y sus astucias
tardías para que se pudran dignamente en las profundidades del olvido. Y
así como así, como si nada, como si todo, como en esos finales que a
nadie sorprenden, vos abandonarás para siempre estos falsos recuerdos
míos de escritor de coyunturas mientras yo, sin oponer resistencia
alguna, me dejaré arrastrar por un viento milagroso hacia la tierra de
los amores perdidos. Allí adonde van los que han sufrido, después amado,
después partido. Esos seres oscuros y anónimos con insensatas
pretensiones de poetas.
RR
Foto: Soledad Alarcón
No hay comentarios:
Publicar un comentario