a Daniela R.
Todos tenemos recuerdos que no sabemos muy bien por qué o para qué están ahí. Sin embargo, ahí están.
La primera vez que él escuchó la palabra amor -al menos la primera vez
que lo recuerda- fue en un altillo blanco con luces rojas y ambar, con
adornos en las paredes y un aire florecido completamente desconocido aun
para él: el aire de la adolescencia. La habitación era la de Daniela.
Para esa época, él ya había experimentado los síntomas del amor aunque
sin saber que existía una palabra para caracterizar todas esas
sensaciones, ese torbellino de temblores en las manos y ansiedades
desmedidas y sudores injustificables.
Fue Daniela, la muchacha
que lograba arrancarle una sonrisa al viejo Pepe (algo que creo que era
una virtud casi exclusiva de ella), quien le contó por primera vez
acerca del amor. Y fue en ese altillo blanco.
Daniela le habló
aquella noche sobre el amor con la seriedad de quien tiene la
responsabilidad de abrir ante su interlocutor una puerta que dejará
entrar algo muy importante, algo que nunca más podrá ser desestimado. Le
habló del amor de la misma manera que él, años más tarde, intentaría
apasionadamente escribir para una mujer lejana (en tiempo, espacio y
velocidad al cuadrado). Y aunque él supiera que ya no estaba a tiempo de
ser para esta mujer lo que Daniela había sido para él, creyó justo
confesarle que era a ella, a la misteriosa mujer, a quien imaginaba
inevitablemente cuando recordaba la noche en que Daniela le contó eso
del amor y que él, apenas un gurrumín de cabello enrulado y unos pocos
años, escuchó atentamente desde la otra cama de ese lugar mágico, sin
imaginar siquiera que eso se convertiría en una verdad absoluta: que
cuando es amor, nada es igual.
Y así fue. Porque como no era
igual para Daniela cuando le hablaba sobre el amor bajo la tenue luz de
su altillo blanco, no lo fue para él cuando cruzó con los ojos
enceguecidos esa puerta que daba a su propio altillo para intentar
escribirle a esta mujer lejana sobre su propio amor. Cuando entre gallos
y medianoches se arrojaba a sus brazos en el único lugar donde podía
encontrarla: en las hojas ajadas de un cuaderno espiralado. A decir
verdad, él le escribía, sin darse cuenta, sobre todo aquello que había
escuchado de la boca de Daniela. Le contaba que nada era igual cuando
escribía para ella. Porque cuando era para ella, aparecía una vez más
aquel torbellino de sensaciones, de temblores en las manos y ansiedades
desmedidas y sudores injustificables. Sólo cuando era ella la que se
sentaba a su lado a descomponer la noche en oraciones, y él volaba por
un cielo infinito, yendo y viniendo entre sustantivos atados a tiempos
de verbos inverosímiles y adornados con adjetivos incalificables y
excesivos nada más que para intentar poner en palabras aquello que
Daniela le había contado sin tanta parafernalia: que nada era igual para
él cuando era ella.
Entonces, él trataba por todos los medios
de unir su sujeto a los predicados de ella y la perseguía entre los
versos que le salían a duras penas como si fuera un ser poseído por una
magia indescifrable, observándola desde una orilla imaginaria,
siguiéndola presurosamente entre líneas hasta que creía alcanzarla. Y
cuando esto sucedía, la desvestía impunemente mientras las palabras iban
y venían de un lugar a otro de la habitación en penumbras donde el amor
cobraba la forma de una primavera tan parecida a la de la habitación de
Daniela. Todo esto duraba apenas unas horas, hasta que el gemido lejano
de aquellos placeres de cuando habían compartido entre idas y venidas,
entre dimes y diretes, una cama, desaparecía por las hendijas de la
persiana que daba a la calle, a una realidad irrefutable que se componía
de todo aquello que nunca más serían.
Aquella noche, Daniela
tuvo razón cuando le habló del amor. Y si bien él nunca pudo terminar de
comprender los por qué de todo aquello que le había sido revelado,
había comprendido lo más importante.
Tal vez sea por eso que cada
vez que lo abraza el cálido sopor del recuerdo de esta mujer, sabe que,
si se siente así, es por ella. Y para él, escribirle de su amor a ella
es escribirle a todas, incluso a aquellas otras mujeres que tal vez un
día aparezcan a merodear su altillo, mujeres que probablemente nunca
sabrán de la existencia de aquel otro lugar mágico, brillante como la
primavera.
Esta mujer y él ya no son nada de todo aquello que, al
fin de cuentas, no supieron ser; sólo son eso que nunca se sabe bien
qué es, eso que quizás puede ser contado en una borrachera de última
hora como un amor lejano, imposible, casi olvidado, que aparece cada
tanto como una sugerencia, como una evocación, como el deseo de volar
libremente sobre el margen de un horizonte inalcanzable. Sin embargo, y a
pesar de todo, él todavía sigue escribiéndole a ella de aquel amor que
le fue revelado una noche hace mucho y que en un momento cobró la forma
de su cuerpo de mujer lejana cubierta de piel tierna, suave y
arrebatada. Todavía hoy le escribe a esta mujer y la viste como puede
con las ropas que rescata de la memoria para intentar desvestirla con
palabras y así poder quedarse a su lado en el altillo indefinidamente.
Y es que, aunque ella no lo sepa nunca, todo empezó ahí, en aquel
altillo que fue convirtiéndose en el suyo. Un espacio fuera del tiempo y
de la realidad donde la voz de Daniela habla desde quién sabe donde de
la magia del amor como si todavía fuese un niño incrédulo; donde la
puerta permanece abierta esperando por la primavera de una mujer lejana.
Y si bien de vez en cuando siente el frío invernal de la desolación,
del olvido y el abandono que persiguen tarde o temprano a todos los
amantes, siempre logra refugiarse en el tibio recuerdo de ella. Porque,
sea como sea, nada es igual cuando es amor.
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