martes, 27 de diciembre de 2016

ANILLOS DE COLORES


     Hace ya varios días (muchos, demasiados) que me mira callada, como impaciente. Y yo la miro también cada tanto, observo los movimientos casi imperceptibles de su boca que masculla y susurra, que mastica silencios haciendo pequeños globos de palabras que vuelven a su boca y bajan por su esófago hasta ubicarse en su estómago, en su alma.
      Pero yo, como es claro y evidente, ya no puedo llegar hasta allí. Es que hace meses (muchos, demasiados) que he perdido su rastro. O tal vez mejor sería decir, el rastro de su estómago, de su alma. Porque no alcanza ni sirve para nada preparar comida, armar la mesa, destapar alguna botella de vino si no logro entrar en su boca, si no alcanzo a reventar ese globo antes de que sus palabras se pierdan deslizándose por su garganta y desaparezcan diluyéndose en su saliva que creo recordar como si fuese hoy, como si fuese ayer, como si la besara otra vez, una última vez como la primera vez.
      Y yo sé que ahora anda por acá, pero hago como si no notara su presencia, como si no presintiera su mirada escondida, su globo inflándose sobre sus labios prodigiosos y mascullantes. Ahí está, a mis espaldas, apoyada sobre el marco de la puerta, ejerciendo un poder que yo mismo le he confiado desconfiando de mí mismo. Ella no sabe que ese poder me pertenece a mí, no a ella. Aunque sí es posible afirmar que ella ya se ha dado cuenta de mis carencias y mis cobardías, que son unas cuantas (muchas, demasiadas). No obstante, a mi humilde parecer, debería ser un poco más cuidadosa, porque un exceso de confianza puede ser contraproducente para ambos. Uno nunca sabe por dónde puede saltar la liebre. Es decir, por qué no creer que fuera  posible que en un santiamén, yo, tranquilamente y sin tomar tantas precauciones con respecto a ella, me enamorase de una mujer cualquiera sin globos de palabras en la boca, con más ruidos en el estómago que silencios en el alma. Una mujer de carne y hueso tan diferente a ella que es el hada de un cuento sin moraleja.
      Sin embargo, ella tampoco es tonta y sabe que con ir y venir impunemente por la casa le alcanza para demostrarme lo poco que valen mis amenazas de abandonarla en una hoja, de abandonar esta órbita que lo único que logra es dibujar anillos de colores inexistentes a su alrededor. Y es que tampoco yo soy tonto y sé que estos anillos son pura fantasía, una ilusión óptica creada por el desconsuelo interminable que me provoca la imposibilidad de atravesar su atmósfera, de aterrizar en su suelo, bajo un cielo al que no tengo derecho y por el que estúpidamente aun siento algunas obligaciones (muchas, demasiadas).
      Por eso tuve que dibujarme este cielo esencial aunque invisible a sus ojos, para darle un lugar a su ausencia, para poder ponerla a ella detrás de mis espaldas a espiarme cuando le escribo avergonzado de mi mismo pero feliz por ella. Y supongo que nadie -y mucho menos ella- vendrá nunca a reclamarme por los anillos de colores. He dejado perfectamente aclarado desde un comienzo que nada de todo esto es real, que todo es y seguirá siendo una entelequia egoísta, una ilusión óptica, la mezcla de los vapores del alcohol con alguna brisa nocturna de verano o una llovizna leve de esos domingos grises, anodinos y criminales que se llevan las horas de a una, no dejándonos a algunos hombres vencidos más que la barbarie de la resignación.
      Y ahora, antes de que nos den las doce, voy a terminar de pintar este último anillo. Voy a mirar un instante hacia atrás, hacia donde está ella, y voy a imaginar por enésima vez el chasquido de su globo estallando inesperadamente fuera de su boca, soltando una palabra, un hola o un adiós, da lo mismo. Entonces ahí sí voy a abandonar mi órbita para intentar penetrar en su mundo. Y probablemente me asfixie en el intento, probablemente no resista más que unos pocos segundos bajo el clima abrasador de sus sienes y su atmósfera de quimera. Pero al menos cuando esto suceda, podré finalmente regresar a La Tierra sin reproches ni culpas; podré quizás encontrar la salida de este cielo pasional tan lejano del suyo. Un cielo que, en definitiva, no contiene otra cosa más que anillos de colores y el recuerdo de los años que he perdido girando a su alrededor. Muchos, demasiados.

RR

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