jueves, 20 de julio de 2017

LA NOCHE


     Digámoslo sin vueltas: lo único que uno quiere es encontrar la manera de decir de una vez por todas adiós y terminar con esa mala costumbre de andar revolviendo puñales en heridas proscriptas, vencidas o, en el mejor de los casos, pasadas de moda. Porque no es posible que uno ande por la calle como un lunático -y a la vista de todos- repitiendo la formación de un quinteto nada más que por salvarse de un silencio que ni siquiera nos recuerda. 
     Y uno los ve, no es que se haya vuelto irremediablemente estúpido. Uno percibe la mirada de los perplejos transeúntes posándose despiadada sobre quien parece estar pasando lista al aire, cantando nombres y mezclando melodías y contrapuntos soeces en medio de una plaza en la que, por más que sea la misma de alguna vez, ya no florece aquel perfume a verano. No, lo único que se huele es ese aroma rancio de los recuerdos imborrables, más parecido a un invierno que a otra cosa -y que si no es porteño es sólo por una cuestión geográfica-. 
     Vamos, uno busca lleno de esperanzas cuando en realidad lo que debería hacer es justamente lo contrario: soltar una maldición al cielo y escribir un adiós definitivo en cualquier lado, en una vereda, en una pared o en la piedra de una escollera. ¡Y basta de excusas! No hace falta hacer ningún trámite engorroso para eso ni lanzarse a filosofar en un ensayo sobre cada pérdida y sus eventuales causas; sobre aquellas ausencias que marcan como mojones el camino definitivo hacia la muerte inevitable. No señor, con juntar esas cinco letras y murmurar un adiós en voz baja, frente al mar o frente a Dios, alcanza. 
     Tampoco es necesario esperar a que oscurezca y se haga una noche definitiva como si fuese un evento mágico. La noche es la noche y punto. No porque sea de noche existen más o menos auspicios para que el destello de una estrella nos deslumbre y nos transmita una inspiración incontenible que nos lleve al encuentro de un adiós como si tuviésemos un Nonino propio. Hay que aceptar de una vez que las cosas no funcionan así, que es una pretensión petulante creerse merecedor de semejante privilegio divino. Y ni hablemos de pensar que es artísticamente admisible rendirle un supuesto homenaje a los sentimientos de quien uno ya no es. ¡Pero por favor!.. Es imprescindible abolir semejante muestra de arrogancia. Pase lo que pase, uno es lo que es (y anda siempre con lo puesto), y de ninguna manera el único naufrago de este océano. Admitámoslo, esa clase de deslumbramientos no son para cualquiera. 
     Por otra parte, ¿de qué sirve hablar por boca de quien uno ha sido y ya no es, de aquel que embalado en la locura del alcohol y la amargura se fue evaporado en cada borrachera solitaria, apoyado en un estaño construido cuidadosamente con fraseos tan maravillosos como dañinos, dejando pedazos de juventud en los versos de cada poema destilado en soledad, en la horrible desesperación del derrotado que no logra ni siquiera juntar esas cinco putas letras que algunos sostienen que son capaces de, aunque más no sea, paliar futuras oscuridades?
     Así es, sólo eso, sólo cinco letras... Cinco letras que formarían la palabra en un santiamén. Así, tan sencillo como la enumeración de cinco nombres que salen solos sin ningún esfuerzo cuando hay que ponerle punto final a una discusión de músicos sobre música. De la misma manera que sale la formación de aquel Racing del ochenta y ocho cuando era apenas un purrete y nada me hacía suponer en ese momento que el tango -justo el tango...- brotaría de la radio una tarde y, entre mate y mate, se adheriría como moho en los interiores vacíos de mi alma. Pero claro, ¿cómo saber qué mierda es el alma a los dieciséis años, cuando el corazón late entero y sin esquirlas? ¿Cómo uno va a sospechar siquiera a esa edad que en algún momento no hay más remedio que volver con la frente marchita al sur (que es como se vuelve siempre al amor)? ¿Quién hubiese logrado convencer al pecoso de aquellos años que, llegado el caso, los filosos sonidos de un violín pueden ser capaces de, sin que nadie se dé cuenta, coser aortas y cavas para impedir un infarto, evitando así la desagradable apariencia de la sangre salpicando el porvenir? 
     Y claro, a partir de ese momento no se vuelve a ser el mismo. Entonces, con el corazón cosido con lo que haya a mano, uno sale nuevamente al ruedo. Como cuando a los boxeadores los emparchan un poco sobre un banquito en el rincón para que por lo menos logren pararse y, golpeando los guantes en una falsa señal de recuperación, salgan a ser una vez más vapuleados por un contrincante invencible. Y el tipo sale porque sí, porque ya está en el baile y hay que bailar. 
     Con el tiempo, uno descubre que la vida no es muy diferente de ese cuadrilátero y uno no es mucho mejor que ese triste boxeador fuera de categoría rogando que no siempre sea esta misma lucha. Porque, aparte de ser cruel y mucha, se gane o se pierda, nada cambiará el final de la historia. En realidad, cuando hay que volver a la vida, a ir y venir entre las cuerdas, es inevitable no mirar el reloj, es inevitable no repetir minuciosamente cada letra por separado, mezclándolas para ver si, aparte de esa palabra supuestamente milagrosa, se pueden formar otras quizás menos desafiantes, menos definitivas, menos mortales. 
     Por eso, lo mejor quizás sea no darse por vencido y seguir intentando con las cinco letras, silbando bien fuerte el comienzo de Escualo para que todos lo escuchen, para que Dios se entere de que uno lo intenta, de que uno trata por todos los medios de convencerse de que no hay mal que dure cien años y que ella será finalmente un día una más entre tantas costuras. Y hasta tal vez sea conveniente (como para actuar un poco más el momento) detenerse frente a un banco vacío e imitar el movimiento de las manos y la rodilla, por más que no se tenga la menor idea de cómo cuernos hay que poner los dedos sobre todos esos botoncitos para que el fuelle sople algo digno. Eso es lo de menos, lo importante es que sople lo mínimo y necesario y ayude a encender una fogata capaz de quemar todas esas cartas de despedida aun sin escribir. Cartas seguramente idénticas a todas las que ya escribí y que nunca llegaron a destino. Seguramente -y para ser sincero- porque nunca fueron escritas con ese objetivo, sino sólo como una manera de disimular el ego lastimado; como si de esa forma lograse, con las cartas en la mano, unirme en un escenario imaginario a los cinco tipos y, acomodando algunos porotos sobre una mesa, las pudiera mezclar entre las cuarenta del mazo tratando de encontrar un poco de consuelo de tonto. 
     Está bien, lo admito: si uno no dice basta alguna vez termina así, arrojándose a los leones hambrientos, a la hoja en blanco, empuñando un sinnúmero de cursilerías y falsas esperanzas; poniéndole todas las fichas a la noche y a una botella de vino de dudosa calidad. Y ya se sabe que cuando uno está ahí (acá), solo en medio de ese circo romano que no es más que una habitación apenas iluminada, y se arrima desarmado a la poesía, irremediablemente termina muerto y devorado. Y entonces, otra vez hay que andar cosiendo músculos desgarrados y aurículas agujereadas. Pedazos de un corazón solo, fané y descangayado que ya, a esta altura del partido, no admite más costuras. Sí, no hay dudas, eso es lo único que se logra con todo esto. 
     Pero, sin embargo, así y todo y sin saber bien por qué, yo sigo prefiriendo la triste realidad del poeta irredimible. Es que no me sale tan bien eso del auto engaño -ni es cuestión tampoco de andar fingiendo salud o comprarse un desfibrilador por las dudas-. No, yo todavía me aguanto las ocasionales manchas rojas y salgo del banquito; me paro en el cuadrilátero y si puedo bailar, bailo; y si no, intento aunque sea mantener la guardia lo más alto que puedo esperando que termine el round. En todo caso, siempre me quedan los cinco ñatos al alcance la mano. Si no es el del bandoneón, será el del piano, o el del violín, o el de la guitarra, o el del bajo. Lo único que no debo hacer es, bajo ninguna circunstancia, perder las letras, porque ahí sí que estoy frito y no me quedará otra que abandonar el crucigrama. 
     Veamos entonces: son cinco letras y cinco cuadraditos, nada más. Se pone la primera, después la segunda y el resto viene solo. Como con los nombres del quinteto estelar: Piazzolla, Ziegler, Suarez Paz, López Ruiz, Console. Así, de la misma manera, con esa misma cadencia, apoyando suavemente la tinta sobre la hoja hasta que se forma el trazo. Como cuando se apoya la púa sobre el disco hasta que la música se convierte en una aguja capaz de coserme por enésima vez el alma partida en mil pedazos, secándome la sangre de los párpados hinchados para luego retirarme el banquito, y dejarme una vez más cara a cara con la vida y, claro está, con la muerte. 
     Vamos, tal vez esta noche lo logre. Es que ahora me vino una especie de sensación inexplicable, como si esta noche, tan parecida a las otras, fuera La Noche, la del destello, la del deslumbramiento que guíe mis dedos por los botones precisos para finalmente escribirle, de una vez por todas, adiós.

RR


lunes, 10 de julio de 2017

LA HORA SEÑALADA (4:24)


     Yo prefiero creer que todos tenemos una hora en donde la muerte nos visita, porque si fuera yo solo... Es decir, usted también tendrá probablemente una hora en donde siente que alguien o algo observa su quietud, estudia su silueta con detenimiento, circunda su aura y mide sus distancias. Usted, al igual que yo, habrá sospechado o presentido en algún momento que la soledad pareciera tener nombre y apellido, y que los rasgos de un rostro se dibujan justo a esa hora en la copa de un árbol, en el reflejo de la luna contra el asfalto, o en el destello fosforescente de un reloj que rompe la oscuridad de su habitación. Yo creo que usted sabe perfectamente a lo que me refiero -aunque no tenga la más pálida idea de por qué lo hago (yo tampoco)-. 
     Usted sabe bien que en esos "ires y venires" que la vida ordena, al parecer sin razón alguna, se esconden razones incomprensibles y seguramente, inobjetables. Por ejemplo, y sin ir más lejos: ¿cómo demonios ha llegado usted hasta aquí?, ¿qué fuerza oculta sostiene esta lectura que comenzó con, quizás, el más funesto de los pronombres y que, por ese mismo motivo, debería desacreditar cualquier argumento para seguirla? Quiero decir, ¿a quién corno le podría interesar la hora de mi muerte, o ese apagón subrepticio del sueño en favor de un sinnúmero de ideas vagas que no van ni vienen, que sólo pululan en una oscuridad únicamente interrumpida por el brillo tímido de un diminuta luz? Bueno, si usted está aquí conmigo ahora y no sabe bien por qué, tal vez sea porque esta es su hora. Tal vez esté sucediendo en este mismo momento que alguien o algo toma sus medidas, observa su contorno, estudia sus movimientos y circunda sus temores. Déjeme decirle algo: hasta podría ser posible que fuera yo el nombre de su mismísima muerte, y que estuviera recordándole que, a pesar de que todos lo oculten o se hagan los desentendidos, y sin importar quién sea usted o qué mal o bien haya hecho o pretenda hacer, de un momento a otro, todo acabará. 
     Pero no me mal entienda, no estoy intentando hacer de su hora un momento de horror y de espanto. Nada de eso, su hora, como la mía y la de todos, es, sin lugar a dudas (o sí...), una revelación. Por eso comencé contándole de la mía, de esa hora en donde, a decir verdad, daría mi vida por no morirme sin saber una vez más de la suya, de su vida (y hasta de su muerte). Y perdóneme que me haya puesto acaso sombrío, no era mi intención. Pero me gustaría que, si alguna vez le habla la soledad a esa hora suya, presienta o al menos sospeche que no sólo la muerte puede estar observándola, estudiándola con detenimiento, circundándola o midiéndola. Que no sólo la muerte puede dar señales de vida cuando esta parece suspenderse y dedicarse exclusivamente a alegrarle la tarde a alguna madre con su primer hijo en brazos, o a un abuelo que logra cerrar en la mirada de su nieta el círculo divino de la existencia. 
     Puede que usted no entienda en este preciso momento lo que le estoy diciendo. Sin embargo, no hace falta eso ahora. Siga usted transitando los renglones sin atender a aquel pronombre que me delató apenas comencé a escribirle. Bájelos uno por uno como si fuese una escalera hacia un paraíso perdido, hacia un lugar de aquellos de cuando era una niña curiosa de ojos claros, ignorante de las horas oscuras, de los rostros en las copas de los árboles, de los reflejos de la luna en el asfalto, o de los destellos fosforescentes en la oscuridad de las noche. Aquellas noches que eran puro sueño, sin otra interrupción más que la que podía reclamar la vejiga hinchada. Venga, descienda conmigo hasta un final incierto plagado de comienzos para cuentos que jamás tendré el valor de escribir. 
     Porque la verdad es que para escribir alguno de esos improbables cuentos, yo debería invariablemente abandonar su hora y retirarme definitivamente hacia otras oscuridades. Unos espacios lúgubres en donde tendría que lidiar con argumentos y lógicas literarias que, como habrá podido usted darse cuenta a esta altura del partido, me he negado caprichosamente a seguir todo este tiempo. Y una vez allí, debería asumir sin más ni más que los tímidos brillos que pudiera producir en esos ocasionales renglones no tendrían de ninguna manera ni su nombre, ni su apellido, ni la mueca de su enorme sonrisa que me fue revelada en aquel laboratorio amoroso que alguna vez ocupé en su cama, y que guardé clandestinamente en mi mente a primera hora de la última mañana mientras usted dormía con el pecho descubierto en primer plano y yo, aun desvelado y fuera de foco, pensaba en quién sabe qué. 
     De verdad se lo digo, si llegase el día en que tuviera que negar a viva voz mi hora y declararme en rebeldía, creo que jamás volvería a ser capaz de escribir una sola palabra más, a dibujar rostro alguno en la copa de un árbol, ni siquiera en ese ombú añejo que todavía de alza imponente frente a unos lobos marinos de cemento, tan blancos como inadecuados para un pueblo perdido en el medio del campo. Créame, seguramente no volvería a haber en mi relato (si es que alguna vez lo hubo) un brillo, un destello o un reflejo. Sólo quedaría a la vista un paisaje yermo y desierto lleno de arbustos duros y secos como esos que se ven camino a Zapala. 
     Por eso es que creí pertinente advertirle que si mi hora faltara un día a esta cita de la madrugada con la suya, en esta oscuridad que nos convoca cada tanto a usted y a mí en unos renglones como los que ya casi llegan al último peldaño, será porque habrá llegado esa otra hora, la más temida de todas: la de aceptar que, sin importar cuánto escriba yo sobre usted o cuánto usted lea de mí, nada podrá ya apartarnos del olvido mutuo. Y la muerte nos derribará finalmente un día o una noche, a traición y por la espalda. Cada uno a la hora señalada.

RR


viernes, 7 de julio de 2017

VERÁS QUE TODO ES MENTIRA


     Ahí viene, seguro que es ella, escondete, haceme caso. 
     Dale, por una vez hacele caso a este otario que en este día, cansado, se puso a ladrar. Por una vez en la vida escuchá mi ladrido, mirame cómo te muevo la cola, cómo te muerdo los dedos para que te detengas, para que no escribas una palabra más; para que cierres los ojos ahora mismo y no te sumerjas otra vez en el fangal endemoniado de su recuerdo y quedes, como si vivieses en un disco rayado, a su merced (tal cual estoy yo siempre a la tuya). Por favor, esta noche no. Que esta noche no sea una vez más un ocaso disfrazado de amanecer, uno de esos inviernos manifiestos que te sueltan hojas muertas en la cabeza que vos, con tu mente atiborrada de tibiezas indelebles, transformás en veranos de fábula y romance.
     Y no pienses que lo hago de egoísta. No pienses que yo no me acuerdo a veces de ella, de aquella nariz que nos guiaba a su frente que era como una muralla inescrutable defendiendo la profundidad de su mente. No creas que me he olvidado completamente de aquella boca centellando maldiciones, amenazando finales inmediatos, convocando a esos fantasmas que todavía hoy (sí, todavía) te circundan. Me circundan. Nos circundan.
     Vamos, ¿para qué vas a meternos otra vez en ese lío, en esos aprietos que estrangulan la garganta y resecan los girasoles y alientan a ese zorzal que está paradito ahí con su guitarra, lo más pancho, cantando como si el tiempo fuera nada más que una metáfora horrorosa? Es que el muy malvao canta como si ayer nunca hubiese existido, como si este presente fuese sólo lo que él nos propone y no lo que verdaderamente es para nosotros: una ausencia inapelable. Como si mañana... Mirá, yo no te puedo mentir a vos: a esta altura del partido no nos queda ni yerba de ayer secándose al sol, lo único que tenemos es mañana. Así es, mañana. 
     Al fin de cuentas, mañana todavía espera en la gatera y, en una de esas, aparece como Leguizamo: solo, viejo y peludo. Y si no, al menos, podemos disfrazarlo con las ropas que queramos. Hasta tenemos la chance de ponerle cara de desentendidos, como aquella cara de naipe que poníamos cuando algún pelandrún nos hablaba de ella en medio de una conversación sobre cualquier cosa dejándonos en la lona sin necesidad de cuenta alguna. En todo caso, vos podés, si no, llenar alguna copa y brindar por una mina cualquiera, por alguna desconocida que hayas visto una sola vez en tu vida en un bar, en una imprenta, o quizás nunca. Nadie tiene por qué enterarse de todo esto. Nadie tiene por qué saber de estos vapores y estas nubes y todo eso que vos y yo sabemos perfectamente que es una lluvia torrencial, un barrial espeso e impenetrable donde, queramos o no queramos, siempre terminamos (terminaremos) empantanados. 
     Nadie debería ni siquiera sospechar que mañana -como todos los días- vas a mirar por la ventanilla del bondi en cada parada para ver si entre toda esa gente que sube a las apuradas está ella. Ella que sube mientras vos te obsequiás una felicitación más bien patética por haber elegido el asiento doble, juzgando -con un absoluto exceso de optimismo- que, en caso de no quedar otro asiento disponible, no tendrá más remedio que sentarse a tu lado. Sin considerar que, entre tantas extrañas preferencias que ella sostenía, seguramente preferirá quedarse agarrada del pasamanos moviéndose como una hermosa bailarina rusa al compás de los baches de la calle. Lo que, como bien sabemos los dos (o más bien los tres), provocará que tu corazón estalle por los aires en mil pedazos refutando por enésima vez esa estúpida frase que dice que el tiempo todo lo cura. Es que tanto vos como yo -y hasta algunos más- sabemos que ni aún la muerte cura todo. Es más, estoy seguro de que si hubiese algún instrumento capaz de medir el dolor en la tierra podríamos comprobar que la tierra late y gime, no sólo por los dolores que nosotros mismos le ocasionamos, sino por nuestros propios dolores. 
     Y es que nuestros dolores, los verdaderos, esos que se van con nosotros a la tierra o al fuego, no son los dolores del dinero o de la herida mortal que quizás provocó nuestra muerte. No, estimado compañero, nuestros dolores, los verdaderos, los buenos dolores, los que se quedan con las cenizas como un sancho fiel, son los dolores del amor y las ausencias, de ese espantoso vacío que deviene del último adiós, del silencio transformado en una sinfonía siniestra que nos arrastra inevitablemente a la desesperación de un tango freído a setenta y ocho revoluciones por minuto que, en un ritual inolvidable, nos marcará su nombre en el alma para siempre. Siempre. 
     Por eso te estoy llamando ahora, para prevenirte, para bajarle el volumen a la guitarra de Barbieri, para sacarle el micrófono a ese morocho insolente que te hizo creer una vez más en vueltas improbables -por no decir, imposibles-. Vamos, vení mejor conmigo, tomemos algo juntos como dos cacatúas con poca pinta, tomemos un papel y un lápiz y escribamos mejor esa poesía con imágenes surrealistas que, en todo caso, es capaz de nombrarla como una estrella o como un mar helado. Quién te dice que un día, esos versos no se conviertan también en canción. 
     Miremos mejor al cielo oscuro y seamos sinceros y honestos con nosotros mismos ¿De qué nos sirve a esta hora de la noche pretender que la vida es algo más que esta farsa, que esta desgracia que intentamos hipócritamente vivir como una fiesta? No, amigo mío, mejor vivamos la vida como lo que verdaderamente es: una mentira piadosa llena de penas y heridas. Una mentira irreverente sostenida por esta falsa esperanza de que un día de estos, sin saber cómo ni cuándo, la muerte borre de un plumazo el ayer ceniciento para así evitarle a la tierra y a nosotros, y en este caso a ella, otro disgusto.

RR


DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...