Digámoslo sin vueltas: lo único que uno quiere es encontrar la manera de decir de una vez por todas adiós y terminar con esa mala costumbre de andar revolviendo puñales en heridas proscriptas, vencidas o, en el mejor de los casos, pasadas de moda. Porque no es posible que uno ande por la calle como un lunático -y a la vista de todos- repitiendo la formación de un quinteto nada más que por salvarse de un silencio que ni siquiera nos recuerda.
Y uno los ve, no es que se haya vuelto irremediablemente estúpido. Uno percibe la mirada de los perplejos transeúntes posándose despiadada sobre quien parece estar pasando lista al aire, cantando nombres y mezclando melodías y contrapuntos soeces en medio de una plaza en la que, por más que sea la misma de alguna vez, ya no florece aquel perfume a verano. No, lo único que se huele es ese aroma rancio de los recuerdos imborrables, más parecido a un invierno que a otra cosa -y que si no es porteño es sólo por una cuestión geográfica-.
Vamos, uno busca lleno de esperanzas cuando en realidad lo que debería hacer es justamente lo contrario: soltar una maldición al cielo y escribir un adiós definitivo en cualquier lado, en una vereda, en una pared o en la piedra de una escollera. ¡Y basta de excusas! No hace falta hacer ningún trámite engorroso para eso ni lanzarse a filosofar en un ensayo sobre cada pérdida y sus eventuales causas; sobre aquellas ausencias que marcan como mojones el camino definitivo hacia la muerte inevitable. No señor, con juntar esas cinco letras y murmurar un adiós en voz baja, frente al mar o frente a Dios, alcanza.
Tampoco es necesario esperar a que oscurezca y se haga una noche definitiva como si fuese un evento mágico. La noche es la noche y punto. No porque sea de noche existen más o menos auspicios para que el destello de una estrella nos deslumbre y nos transmita una inspiración incontenible que nos lleve al encuentro de un adiós como si tuviésemos un Nonino propio. Hay que aceptar de una vez que las cosas no funcionan así, que es una pretensión petulante creerse merecedor de semejante privilegio divino. Y ni hablemos de pensar que es artísticamente admisible rendirle un supuesto homenaje a los sentimientos de quien uno ya no es. ¡Pero por favor!.. Es imprescindible abolir semejante muestra de arrogancia. Pase lo que pase, uno es lo que es (y anda siempre con lo puesto), y de ninguna manera el único naufrago de este océano. Admitámoslo, esa clase de deslumbramientos no son para cualquiera.
Por otra parte, ¿de qué sirve hablar por boca de quien uno ha sido y ya no es, de aquel que embalado en la locura del alcohol y la amargura se fue evaporado en cada borrachera solitaria, apoyado en un estaño construido cuidadosamente con fraseos tan maravillosos como dañinos, dejando pedazos de juventud en los versos de cada poema destilado en soledad, en la horrible desesperación del derrotado que no logra ni siquiera juntar esas cinco putas letras que algunos sostienen que son capaces de, aunque más no sea, paliar futuras oscuridades?
Así es, sólo eso, sólo cinco letras... Cinco letras que formarían la palabra en un santiamén. Así, tan sencillo como la enumeración de cinco nombres que salen solos sin ningún esfuerzo cuando hay que ponerle punto final a una discusión de músicos sobre música. De la misma manera que sale la formación de aquel Racing del ochenta y ocho cuando era apenas un purrete y nada me hacía suponer en ese momento que el tango -justo el tango...- brotaría de la radio una tarde y, entre mate y mate, se adheriría como moho en los interiores vacíos de mi alma. Pero claro, ¿cómo saber qué mierda es el alma a los dieciséis años, cuando el corazón late entero y sin esquirlas? ¿Cómo uno va a sospechar siquiera a esa edad que en algún momento no hay más remedio que volver con la frente marchita al sur (que es como se vuelve siempre al amor)? ¿Quién hubiese logrado convencer al pecoso de aquellos años que, llegado el caso, los filosos sonidos de un violín pueden ser capaces de, sin que nadie se dé cuenta, coser aortas y cavas para impedir un infarto, evitando así la desagradable apariencia de la sangre salpicando el porvenir?
Y claro, a partir de ese momento no se vuelve a ser el mismo. Entonces, con el corazón cosido con lo que haya a mano, uno sale nuevamente al ruedo. Como cuando a los boxeadores los emparchan un poco sobre un banquito en el rincón para que por lo menos logren pararse y, golpeando los guantes en una falsa señal de recuperación, salgan a ser una vez más vapuleados por un contrincante invencible. Y el tipo sale porque sí, porque ya está en el baile y hay que bailar.
Con el tiempo, uno descubre que la vida no es muy diferente de ese cuadrilátero y uno no es mucho mejor que ese triste boxeador fuera de categoría rogando que no siempre sea esta misma lucha. Porque, aparte de ser cruel y mucha, se gane o se pierda, nada cambiará el final de la historia. En realidad, cuando hay que volver a la vida, a ir y venir entre las cuerdas, es inevitable no mirar el reloj, es inevitable no repetir minuciosamente cada letra por separado, mezclándolas para ver si, aparte de esa palabra supuestamente milagrosa, se pueden formar otras quizás menos desafiantes, menos definitivas, menos mortales.
Por eso, lo mejor quizás sea no darse por vencido y seguir intentando con las cinco letras, silbando bien fuerte el comienzo de Escualo para que todos lo escuchen, para que Dios se entere de que uno lo intenta, de que uno trata por todos los medios de convencerse de que no hay mal que dure cien años y que ella será finalmente un día una más entre tantas costuras. Y hasta tal vez sea conveniente (como para actuar un poco más el momento) detenerse frente a un banco vacío e imitar el movimiento de las manos y la rodilla, por más que no se tenga la menor idea de cómo cuernos hay que poner los dedos sobre todos esos botoncitos para que el fuelle sople algo digno. Eso es lo de menos, lo importante es que sople lo mínimo y necesario y ayude a encender una fogata capaz de quemar todas esas cartas de despedida aun sin escribir. Cartas seguramente idénticas a todas las que ya escribí y que nunca llegaron a destino. Seguramente -y para ser sincero- porque nunca fueron escritas con ese objetivo, sino sólo como una manera de disimular el ego lastimado; como si de esa forma lograse, con las cartas en la mano, unirme en un escenario imaginario a los cinco tipos y, acomodando algunos porotos sobre una mesa, las pudiera mezclar entre las cuarenta del mazo tratando de encontrar un poco de consuelo de tonto.
Está bien, lo admito: si uno no dice basta alguna vez termina así, arrojándose a los leones hambrientos, a la hoja en blanco, empuñando un sinnúmero de cursilerías y falsas esperanzas; poniéndole todas las fichas a la noche y a una botella de vino de dudosa calidad. Y ya se sabe que cuando uno está ahí (acá), solo en medio de ese circo romano que no es más que una habitación apenas iluminada, y se arrima desarmado a la poesía, irremediablemente termina muerto y devorado. Y entonces, otra vez hay que andar cosiendo músculos desgarrados y aurículas agujereadas. Pedazos de un corazón solo, fané y descangayado que ya, a esta altura del partido, no admite más costuras. Sí, no hay dudas, eso es lo único que se logra con todo esto.
Pero, sin embargo, así y todo y sin saber bien por qué, yo sigo prefiriendo la triste realidad del poeta irredimible. Es que no me sale tan bien eso del auto engaño -ni es cuestión tampoco de andar fingiendo salud o comprarse un desfibrilador por las dudas-. No, yo todavía me aguanto las ocasionales manchas rojas y salgo del banquito; me paro en el cuadrilátero y si puedo bailar, bailo; y si no, intento aunque sea mantener la guardia lo más alto que puedo esperando que termine el round. En todo caso, siempre me quedan los cinco ñatos al alcance la mano. Si no es el del bandoneón, será el del piano, o el del violín, o el de la guitarra, o el del bajo. Lo único que no debo hacer es, bajo ninguna circunstancia, perder las letras, porque ahí sí que estoy frito y no me quedará otra que abandonar el crucigrama.
Veamos entonces: son cinco letras y cinco cuadraditos, nada más. Se pone la primera, después la segunda y el resto viene solo. Como con los nombres del quinteto estelar: Piazzolla, Ziegler, Suarez Paz, López Ruiz, Console. Así, de la misma manera, con esa misma cadencia, apoyando suavemente la tinta sobre la hoja hasta que se forma el trazo. Como cuando se apoya la púa sobre el disco hasta que la música se convierte en una aguja capaz de coserme por enésima vez el alma partida en mil pedazos, secándome la sangre de los párpados hinchados para luego retirarme el banquito, y dejarme una vez más cara a cara con la vida y, claro está, con la muerte.
Vamos, tal vez esta noche lo logre. Es que ahora me vino una especie de sensación inexplicable, como si esta noche, tan parecida a las otras, fuera La Noche, la del destello, la del deslumbramiento que guíe mis dedos por los botones precisos para finalmente escribirle, de una vez por todas, adiós.
RR