lunes, 10 de julio de 2017

LA HORA SEÑALADA (4:24)


     Yo prefiero creer que todos tenemos una hora en donde la muerte nos visita, porque si fuera yo solo... Es decir, usted también tendrá probablemente una hora en donde siente que alguien o algo observa su quietud, estudia su silueta con detenimiento, circunda su aura y mide sus distancias. Usted, al igual que yo, habrá sospechado o presentido en algún momento que la soledad pareciera tener nombre y apellido, y que los rasgos de un rostro se dibujan justo a esa hora en la copa de un árbol, en el reflejo de la luna contra el asfalto, o en el destello fosforescente de un reloj que rompe la oscuridad de su habitación. Yo creo que usted sabe perfectamente a lo que me refiero -aunque no tenga la más pálida idea de por qué lo hago (yo tampoco)-. 
     Usted sabe bien que en esos "ires y venires" que la vida ordena, al parecer sin razón alguna, se esconden razones incomprensibles y seguramente, inobjetables. Por ejemplo, y sin ir más lejos: ¿cómo demonios ha llegado usted hasta aquí?, ¿qué fuerza oculta sostiene esta lectura que comenzó con, quizás, el más funesto de los pronombres y que, por ese mismo motivo, debería desacreditar cualquier argumento para seguirla? Quiero decir, ¿a quién corno le podría interesar la hora de mi muerte, o ese apagón subrepticio del sueño en favor de un sinnúmero de ideas vagas que no van ni vienen, que sólo pululan en una oscuridad únicamente interrumpida por el brillo tímido de un diminuta luz? Bueno, si usted está aquí conmigo ahora y no sabe bien por qué, tal vez sea porque esta es su hora. Tal vez esté sucediendo en este mismo momento que alguien o algo toma sus medidas, observa su contorno, estudia sus movimientos y circunda sus temores. Déjeme decirle algo: hasta podría ser posible que fuera yo el nombre de su mismísima muerte, y que estuviera recordándole que, a pesar de que todos lo oculten o se hagan los desentendidos, y sin importar quién sea usted o qué mal o bien haya hecho o pretenda hacer, de un momento a otro, todo acabará. 
     Pero no me mal entienda, no estoy intentando hacer de su hora un momento de horror y de espanto. Nada de eso, su hora, como la mía y la de todos, es, sin lugar a dudas (o sí...), una revelación. Por eso comencé contándole de la mía, de esa hora en donde, a decir verdad, daría mi vida por no morirme sin saber una vez más de la suya, de su vida (y hasta de su muerte). Y perdóneme que me haya puesto acaso sombrío, no era mi intención. Pero me gustaría que, si alguna vez le habla la soledad a esa hora suya, presienta o al menos sospeche que no sólo la muerte puede estar observándola, estudiándola con detenimiento, circundándola o midiéndola. Que no sólo la muerte puede dar señales de vida cuando esta parece suspenderse y dedicarse exclusivamente a alegrarle la tarde a alguna madre con su primer hijo en brazos, o a un abuelo que logra cerrar en la mirada de su nieta el círculo divino de la existencia. 
     Puede que usted no entienda en este preciso momento lo que le estoy diciendo. Sin embargo, no hace falta eso ahora. Siga usted transitando los renglones sin atender a aquel pronombre que me delató apenas comencé a escribirle. Bájelos uno por uno como si fuese una escalera hacia un paraíso perdido, hacia un lugar de aquellos de cuando era una niña curiosa de ojos claros, ignorante de las horas oscuras, de los rostros en las copas de los árboles, de los reflejos de la luna en el asfalto, o de los destellos fosforescentes en la oscuridad de las noche. Aquellas noches que eran puro sueño, sin otra interrupción más que la que podía reclamar la vejiga hinchada. Venga, descienda conmigo hasta un final incierto plagado de comienzos para cuentos que jamás tendré el valor de escribir. 
     Porque la verdad es que para escribir alguno de esos improbables cuentos, yo debería invariablemente abandonar su hora y retirarme definitivamente hacia otras oscuridades. Unos espacios lúgubres en donde tendría que lidiar con argumentos y lógicas literarias que, como habrá podido usted darse cuenta a esta altura del partido, me he negado caprichosamente a seguir todo este tiempo. Y una vez allí, debería asumir sin más ni más que los tímidos brillos que pudiera producir en esos ocasionales renglones no tendrían de ninguna manera ni su nombre, ni su apellido, ni la mueca de su enorme sonrisa que me fue revelada en aquel laboratorio amoroso que alguna vez ocupé en su cama, y que guardé clandestinamente en mi mente a primera hora de la última mañana mientras usted dormía con el pecho descubierto en primer plano y yo, aun desvelado y fuera de foco, pensaba en quién sabe qué. 
     De verdad se lo digo, si llegase el día en que tuviera que negar a viva voz mi hora y declararme en rebeldía, creo que jamás volvería a ser capaz de escribir una sola palabra más, a dibujar rostro alguno en la copa de un árbol, ni siquiera en ese ombú añejo que todavía de alza imponente frente a unos lobos marinos de cemento, tan blancos como inadecuados para un pueblo perdido en el medio del campo. Créame, seguramente no volvería a haber en mi relato (si es que alguna vez lo hubo) un brillo, un destello o un reflejo. Sólo quedaría a la vista un paisaje yermo y desierto lleno de arbustos duros y secos como esos que se ven camino a Zapala. 
     Por eso es que creí pertinente advertirle que si mi hora faltara un día a esta cita de la madrugada con la suya, en esta oscuridad que nos convoca cada tanto a usted y a mí en unos renglones como los que ya casi llegan al último peldaño, será porque habrá llegado esa otra hora, la más temida de todas: la de aceptar que, sin importar cuánto escriba yo sobre usted o cuánto usted lea de mí, nada podrá ya apartarnos del olvido mutuo. Y la muerte nos derribará finalmente un día o una noche, a traición y por la espalda. Cada uno a la hora señalada.

RR


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