viernes, 7 de julio de 2017

VERÁS QUE TODO ES MENTIRA


     Ahí viene, seguro que es ella, escondete, haceme caso. 
     Dale, por una vez hacele caso a este otario que en este día, cansado, se puso a ladrar. Por una vez en la vida escuchá mi ladrido, mirame cómo te muevo la cola, cómo te muerdo los dedos para que te detengas, para que no escribas una palabra más; para que cierres los ojos ahora mismo y no te sumerjas otra vez en el fangal endemoniado de su recuerdo y quedes, como si vivieses en un disco rayado, a su merced (tal cual estoy yo siempre a la tuya). Por favor, esta noche no. Que esta noche no sea una vez más un ocaso disfrazado de amanecer, uno de esos inviernos manifiestos que te sueltan hojas muertas en la cabeza que vos, con tu mente atiborrada de tibiezas indelebles, transformás en veranos de fábula y romance.
     Y no pienses que lo hago de egoísta. No pienses que yo no me acuerdo a veces de ella, de aquella nariz que nos guiaba a su frente que era como una muralla inescrutable defendiendo la profundidad de su mente. No creas que me he olvidado completamente de aquella boca centellando maldiciones, amenazando finales inmediatos, convocando a esos fantasmas que todavía hoy (sí, todavía) te circundan. Me circundan. Nos circundan.
     Vamos, ¿para qué vas a meternos otra vez en ese lío, en esos aprietos que estrangulan la garganta y resecan los girasoles y alientan a ese zorzal que está paradito ahí con su guitarra, lo más pancho, cantando como si el tiempo fuera nada más que una metáfora horrorosa? Es que el muy malvao canta como si ayer nunca hubiese existido, como si este presente fuese sólo lo que él nos propone y no lo que verdaderamente es para nosotros: una ausencia inapelable. Como si mañana... Mirá, yo no te puedo mentir a vos: a esta altura del partido no nos queda ni yerba de ayer secándose al sol, lo único que tenemos es mañana. Así es, mañana. 
     Al fin de cuentas, mañana todavía espera en la gatera y, en una de esas, aparece como Leguizamo: solo, viejo y peludo. Y si no, al menos, podemos disfrazarlo con las ropas que queramos. Hasta tenemos la chance de ponerle cara de desentendidos, como aquella cara de naipe que poníamos cuando algún pelandrún nos hablaba de ella en medio de una conversación sobre cualquier cosa dejándonos en la lona sin necesidad de cuenta alguna. En todo caso, vos podés, si no, llenar alguna copa y brindar por una mina cualquiera, por alguna desconocida que hayas visto una sola vez en tu vida en un bar, en una imprenta, o quizás nunca. Nadie tiene por qué enterarse de todo esto. Nadie tiene por qué saber de estos vapores y estas nubes y todo eso que vos y yo sabemos perfectamente que es una lluvia torrencial, un barrial espeso e impenetrable donde, queramos o no queramos, siempre terminamos (terminaremos) empantanados. 
     Nadie debería ni siquiera sospechar que mañana -como todos los días- vas a mirar por la ventanilla del bondi en cada parada para ver si entre toda esa gente que sube a las apuradas está ella. Ella que sube mientras vos te obsequiás una felicitación más bien patética por haber elegido el asiento doble, juzgando -con un absoluto exceso de optimismo- que, en caso de no quedar otro asiento disponible, no tendrá más remedio que sentarse a tu lado. Sin considerar que, entre tantas extrañas preferencias que ella sostenía, seguramente preferirá quedarse agarrada del pasamanos moviéndose como una hermosa bailarina rusa al compás de los baches de la calle. Lo que, como bien sabemos los dos (o más bien los tres), provocará que tu corazón estalle por los aires en mil pedazos refutando por enésima vez esa estúpida frase que dice que el tiempo todo lo cura. Es que tanto vos como yo -y hasta algunos más- sabemos que ni aún la muerte cura todo. Es más, estoy seguro de que si hubiese algún instrumento capaz de medir el dolor en la tierra podríamos comprobar que la tierra late y gime, no sólo por los dolores que nosotros mismos le ocasionamos, sino por nuestros propios dolores. 
     Y es que nuestros dolores, los verdaderos, esos que se van con nosotros a la tierra o al fuego, no son los dolores del dinero o de la herida mortal que quizás provocó nuestra muerte. No, estimado compañero, nuestros dolores, los verdaderos, los buenos dolores, los que se quedan con las cenizas como un sancho fiel, son los dolores del amor y las ausencias, de ese espantoso vacío que deviene del último adiós, del silencio transformado en una sinfonía siniestra que nos arrastra inevitablemente a la desesperación de un tango freído a setenta y ocho revoluciones por minuto que, en un ritual inolvidable, nos marcará su nombre en el alma para siempre. Siempre. 
     Por eso te estoy llamando ahora, para prevenirte, para bajarle el volumen a la guitarra de Barbieri, para sacarle el micrófono a ese morocho insolente que te hizo creer una vez más en vueltas improbables -por no decir, imposibles-. Vamos, vení mejor conmigo, tomemos algo juntos como dos cacatúas con poca pinta, tomemos un papel y un lápiz y escribamos mejor esa poesía con imágenes surrealistas que, en todo caso, es capaz de nombrarla como una estrella o como un mar helado. Quién te dice que un día, esos versos no se conviertan también en canción. 
     Miremos mejor al cielo oscuro y seamos sinceros y honestos con nosotros mismos ¿De qué nos sirve a esta hora de la noche pretender que la vida es algo más que esta farsa, que esta desgracia que intentamos hipócritamente vivir como una fiesta? No, amigo mío, mejor vivamos la vida como lo que verdaderamente es: una mentira piadosa llena de penas y heridas. Una mentira irreverente sostenida por esta falsa esperanza de que un día de estos, sin saber cómo ni cuándo, la muerte borre de un plumazo el ayer ceniciento para así evitarle a la tierra y a nosotros, y en este caso a ella, otro disgusto.

RR


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