martes, 8 de agosto de 2017

LLUVIA DE ABRIL

(Primera corrección provisoria)

     Antes que nada, pido disculpas. Escribir sobre la lluvia, bajo la lluvia, resulta una obviedad aun mayor que el suspiro inconsciente que recorre este vilo de muerte con aroma a fracaso. Porque escribir sobre gotas y charcos es más bien un atropello a aquellas soledades silenciosas que sobreviven todo el año bajo el pavimento del olvido,  llueva o truene. 
     Sin embargo, quien se atreve a escribir lo ya escrito mil veces -en este caso yo-, no busca refugio ni amparo. Todo lo contrario. Busca empaparse de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba. De pies a cabeza. Quien pisa estos charcos mugrientos... Yo, que piso estos charcos mugrientos, quiero, quizás entre otras cosas, recuperar la sonrisa de aquel niño que empujaba un indio sobre una canoita de plástico en la calle Alberdi apenas el sol momentáneamente asomaba en el cielo.
     Pero no nos pongamos melancólicos, sigamos más bien con la realidad que inunda estos márgenes. Mejor será darle lugar a esta vana sensación de estar escribiendo para quien sabe perfectamente que jamás volverá a saber de mí, llueva o truene. Debo admitirlo: es probable que de aquí en más no tenga nada más que escribir y sólo reme con el indio hacia un horizonte fabuloso sabiendo que, apenas termine este texto, volveré al cordón de la vereda a leerlo incontables veces para corregirlo otras tantas hasta dar con el paradero del color de sus ojos, con el anonimato de su voz ronca, con el perplejo resplandor de su vulva abrevando una primavera porteña. 
     No se trata de escribir bajo la lluvia, ni de llorar en esta tarde gris -pues no me han venido las ganas-. Se trata, en todo caso, de separar su sujeto de mi predicado y darle un poco descanso al abundante silencio que sopla en la ventana de esta habitación oscurecida adrede. Y mientras subrayo sus oraciones con azul y colorado me pregunto: ¿de dónde y por qué la estará trayendo el viento a estas horas?, ¿cómo habré logrado convencerla de que cambie por un instante el tiempo y conjugue aquel pasado imperfecto en un presente imposible como el que llueve en mi mar y truena en su río? Y aunque todos los ríos, dicen, van a parar al mar, es menester reconocer que el suyo, tan marrón y tan sucio, tan reo y tan ancho, no llegó nunca a endulzar los salados renglones de mis constantes despedidas. Debe ser que este mar no es tal. No es un mar de esos de mapamundi que sumergen la plataforma continental despiadadamente hasta besar los acantilados del sur y las playas del centro contaminadas de horrendas carpas. Debe ser que este mar no es otra cosa que un miserable charco de pura lluvia. Un marcito fraudulento que cuando llueve y se le mojan las patas se le da por fantasear con besar la orilla de su boca, pero que, al final, siempre termina de rodillas avergonzado ante su río honesto y verdadero. 
     Y ya sabemos de lo que un río es capaz. Ciertos ríos, para los que insistimos con escribir bajo la lluvia y no encontramos otras ocupaciones más loables -o, al menos, más redituables-, pueden resultar mortales, ahogándonos irremediablemente. Ríos nacidos de deshielos amorosos que permanecen ocultos, supuestamente para siempre, en sobres perdidos, con la estampilla despegada y la dirección del destinatario ilegible.
     No obstante, si escribo a pesar de todo, lo hago probablemente como un impulso exagerado, como la respuesta de un pobre estúpido al graznido de las gaviotas que aprovechan el amaine del viento y cambian de dirección, llevando su vuelo hacia otros mares mucho más parecidos a esos donde desembocan aguas más dulces que las que desembocan en este estuario. 
     Así que, mejor será que no se me lleve demasiado el apunte cuando llueve. Sucede que algunos aprovechamos cualquier circunstancia para ocultar la permanente carencia de un argumento medianamente original, o al menos interesante. Porque, como podrá fácilmente observarse, no existe ni un atisbo de cordura y sensatez en esto que escribo quién sabe para qué (aunque claramente para quién). De todas maneras, no es este el momento de llevar adelante un sinceramiento inútil que debería incluir impostergablemente la admisión de que hace rato ya debería haber abandonado esta práctica pseudo literaria donde finjo que navego mares de leyenda cuando, en realidad, no hago otra cosa que flotar en mi propio charco sucio, hablándole a un indio de plástico que ni se acuerda de mí. Y, lo peor de todo, donde expongo ominosamente a esta desafortunada mujer al vaivén de una canoa a punto de hundirse; condenándola injustamente a abrazarse a unos deltas laberínticos y a recorrer un cauce inexistente para zambullirse sobre el salado gusto de un charco con pretensiones marítimas del que no está ni enterada. 
     Y todo por este viento del sur, esta lluvia de abril en pleno agosto. Por eso, al llegar a este punto de la corrección, y antes de besarla una vez más bajo el ombú de una plaza soleada cerca de su río, más por decoro que por vergüenza, remuevo siempre cualquier posible referencia indiscreta que le permitiera tal vez reconocerse. Borro invariablemente todo dato capaz de develar las coordenadas de su lucha, su vida y su elemento; la perfección de todas sus imperfecciones y cualquier referencia a los dolores de muerte que sobreviven insolentes y desconsiderados sobre su espalda erguida a duras penas y bajo el brillo celeste de su iris refugiado permanentemente detrás de una lente. Llueva o truene.

RR




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