miércoles, 7 de febrero de 2018

LA ESQUINA DEL HERRERO


     ¿Por qué hablar siempre de nosotros y no de ellos? 
   Bueno, quizás sea porque nosotros tenemos mucho más que lo que, aparentemente, nos ha quedado a cada uno. Tenemos una antigua niñez recién convertida en adolescencia mirándonos por la espalda, buscándonos a escondidas, despidiéndonos un día sin saber lo que una despedida era en realidad.
     Nosotros tenemos una pila de años atados con los piolines de la vida y de la muerte, una marcha sin querella con los suspiros de los deseos y las frustraciones. Tenemos un cielo perdido en común que a veces vale un hermano y otras un amigo.
     Nosotros tenemos un pueblo entre barro y pampa y unos ombúes en una plaza que guardan algunas canciones que hablan de nosotros sin que ni ellas lo sepan, y sin que nosotros las podamos aguantar de pie; sin que podamos rogarles un indulto al momento de ponernos contra el paredón para fusilarnos a los dos con la misma bala.
     Nosotros tenemos un silencio precario y un olvido mentiroso. El primero es frágil como el mismísimo amor; el segundo es un chanta que va y viene de acuerdo a lo que cada uno le propone. Y a mí, cada tanto y recostado en la vidriera, me vienen estas ganas de proponerle cualquier cosa a través de alguna carta que vos -atrevida o sabiamente- asumirás como propia; mientras yo, como todo mentiroso, niego y negaré avergonzado hasta el final de mis días.
     Nosotros somos apenas una pequeña anécdota perdida en el tiempo, arena que la vida se llevó. Y que para colmo de males, es imposible de ser contada sin que en una noche cualquiera corra imprescindible la sangre de un cristo o el descanso fresco de una cerveza elegida sin chistar a tu gusto.
     Nosotros no nos dijimos ni hola ni adiós, casi que nos desconocemos por completo. Vos me mirás y yo te hablo. Vos te desnudás cada noche y en la oscuridad se pueden oler mis deseos a la distancia, porque bien sabés cuanto me gusta disfrutar de tus contornos y tus márgenes dibujándose en el recuerdo; sin embargo yo, como dice una vieja canción, te toco y te beso pero no te nombro.
     Nosotros sabemos más o menos lo que queremos aunque no tengamos puta idea de cómo demonios conseguirlo. Y como ya no hablamos como solíamos hacerlo, entonces, no podemos contarnos nuestras penurias o nuestras escuetas felicidades. Y mucho menos corroborar ante testigos, o frente a un ilustre jurado, que somos sospechosos de un homicidio culposo, de habernos atropellado mortalmente un día: primero por carta, después por teléfono, y finalmente cuerpo a cuerpo a la vista de una primavera porteña que pronto quedó obsoleta. 
     Nosotros andamos por el sur de aquí para allá, vamos y venimos montados sobre el bandoneón de Troilo del paredón al después, del mar al río, de la rambla al obelisco. Y como aquellos dos adolescentes sin cargos ni culpas aun, nos miramos sin saludar, nos observamos de arriba a abajo, de pies a cabeza, del derecho y del revés. Todo sin decir una palabra, sin que haya un mínimo contacto entre el celestial fondo de tus ojos y el opaco marrón de mi destino. Algo así como querer encontrar el vértice de una esfera o la cura para las ausencias irremediables. 
     Será por eso que hablo siempre con vos de nosotros. Porque por el momento, y si es que la vida no nos sorprende un día, sólo nosotros seguimos siendo nosotros, aunque sea de vez en cuando en tu ventana y ante la mirada atónita de ellos. 
     Y ellos sabrán disculpar.

RR


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