jueves, 26 de abril de 2018

ENÉRGICA REIVINDICACIÓN DE UNA ESPINA


     Entonces, no se trata de prometerle amor u olvido, ni siquiera venganza. No se trata de ninguna manera de deambular por los arrabales de la tumba donde yace su aroma a mujer de mi vida. No, créanme que no se trata de nada de eso. Ni siquiera se trata de escribir prolegómenos de historias que nunca me han sucedido pero que, probablemente, le han sucedido a otros. Historias que no son más que sonidos rebotando entre las paredes donde la angustia duerme frágilmente de a ratos, justo a la misma hora en la que el sueño finalmente vence al insomnio. Mucho menos se trata de correr la cortina y ocultarme de la oscuridad que me rodea a plena luz del día; de la imaginación que me habita y me ocupa la conciencia en nombre de quien, en realidad, no tengo el gusto de conocer, pero que, según parece, es alguien con su voz, con su boca, con sus ojos y con esa lluvia de lágrimas que nunca regó ni una sola de mis flores. Es que, por lo visto, tampoco se trata de flores, pues me paso las tardes revolviendo en la maleza para finalmente concordar conmigo mismo que esta no es tan mala como dicen; que existe una belleza única y particular en esos cactus resistentes y dignos, en la punción de sus espinas defendiéndose de las manos que intentan cortar su fruto, su esperanza de ser. 
     Por esto, y haciendo uso y abuso de la libertad que dan las palabras, declaro abiertamente que son mis espinas las que me mantienen afortunadamente vivo. Y así vivo rechazando ese maldito discurso reivindicatorio de felicidades envueltas en papel de regalo, o compradas en cuotas y a un precio demasiado alto. Mis espinas son mis flores y gracias a ellas duermo siempre medio despierto y me levanto a mitad de la noche a escribir en un cuaderno todo ajado pedazos de versos, oraciones sin sentido, promesas irrealizables para mujeres como ella a quienes no les debo nada más que lo que nunca vendrán a reclamarme.
     Así es, no se trata sino de intentar ser lo que quiero, lo que me place, lo que me desafía y me pone a caminar diez pasos hacia adelante buscando ir hacia ella o, mejor aun, alejándome de a poco y para siempre de su recuerdo. Diez pasos, espalda con espalda, batiéndome a duelo por aquello que otros creen merecer sin más, sin noches en vela, sin la tragedia de la botella vacía y el corazón roto. Se trata de ser todo lo que se pueda, todo lo que haya, todo lo que encuentre a mi paso. Lo que conviene y lo que no, lo que mata y lo que muere. Vivir la vida y la muerte, las dos juntas, una en cada mano. Se trata de volcar sobre una hoja todas mis oportunidades para no quedarme con ninguna, para ser libre de ellas y así estar obligado a salir a buscar nuevas, a plantar pruebas falsas a su alrededor que la inciten a pensar que ando por ahí soplándole la nunca, acariciando sus inconfesables soledades, recogiendo los restos mortales de sus noches desiertas, de sus días vacíos, de su cama fría y solitaria. Sí, de eso se trata, de recoger esas horas suyas que transcurren sin dueño y adueñarme de ellas. Esos desperdicios que arroja cuando su mirada se pierde en el cielorraso de alguna habitación ajena iluminada con los tenues brillos de sus deseos ocultos mientras su mente viaja sin que pueda evitarlo; mientras su inconsciente se va, anárquico y libre, por esos lugares adonde le duele pensar. Lugares quizás parecidos a este al que quizás ahora también ella ha llegado sin saber cómo. Y este humilde y precario lugar la recibirá siempre gustoso sin preguntar jamás si la ha traído la suerte o la desgracia (o lo que ha hecho ella misma de las dos).
     Por eso todavía cada tanto la invito, por si se anima. Y si se anima -o en el mejor de los casos, si pierde la cabeza- seguramente me encontrará haciendo lo de todos los días: alzando banderas rojas, declarando amores imposibles, bailando con los incólumes cactus, abrazado a las espinas y brindando a la salud de mujeres como ella. Mujeres a quienes ciertamente sería más sano olvidar para seguir viviendo, pero a las que yo prefiero reivindicar enérgicamente y sin vergüenza. 
     Y como lo hago con todas, lo hago sobre todo con ella que es mi espina más punzante, la que me sangra y me duele y me brota de las manos cuando ya no tengo nada a lo que asirme. La que me ha envenenado sentenciándome a escribir estas ridículas cartas mortalmente afiladas que quizás un día, quién sabe, hagan que mi vida haya valido más que mi muerte.

RR


jueves, 19 de abril de 2018

AL BORDE DEL SUEÑO


     Y por si acaso, te aviso que el capital no tiene bandera, ni la luna un lado oscuro; que ni el sol sale por la mañana y se oculta por la noche. Que cuando yo me oculto como ahora de tu ausencia no logro ocultar lo que te quiero. Que vos dirás que no será para tanto pero que para mi quererte es mucho. Tanto como lo poco que sirven estos recreos de tu lejanía que no llega a ser tan lejana como para perderte, ni llega a acercarte como para alcanzarte. Quizás porque cuando suena el timbre para salir al patio, yo no hago otra cosa que buscarte. Te observo a una distancia que no es suficiente para mantenerte distante de mis ganas de verte y dibujo flechas en las baldosas que traten de inquietarte y te atraigan hasta el lado más lejano de ese olvido que me ha atrapado en tu pasado sin que me permita hacer otra cosa más que escribir todo esto que vos sabés bien que no sé cómo hacerlo y que ya he escrito tantas veces antes, mil veces de día y mil y una de noche. Sí, a la misma hora en que termina el tiempo de las realidades y comienza el de los cuentos. Cuentos anónimos dedicados a vos a quien visto con otras ropas y llamo con otros nombres para así poder desvestirte y descubrir el centro perfecto que asoma en tu vientre hacia donde dirijo cada uno de mis adjetivos con pretensiones de amor. Unos pobres relatos con más penas que glorias y que nada más buscan acompañar a tus ojos por una hoja que, en realidad, está en blanco para el resto de los mortales; que no tiene ni una sola palabra escrita para esos otros que no forman parte de este manojo de soledades que te buscan desesperadas y hambrientas de tu gusto a casi todo.
     Y siento que si no te escribo me arriesgo a perderte para siempre y no sé si eso sería lo peor que me podría pasar o lo mejor que nos podemos proponer -si es que a esta altura aun nos queda algo por proponernos-. Algo que no sea una cama tibia para esas frías oscuridades nuestras que podrían abrigarse bajo el cobijo de lo que ya no es pertinente andar aclarando. No obstante, yo asumo mis debilidades y me obstino en responder todas las preguntas que quedaron pendientes de aquella vez en que no me preguntaste nada, en que sólo bajaste la escalera hacia el silencio, descalza para no despertar mis ganas de pedirte que no te fueras, que te quedaras a creer conmigo que siempre queda algo por más que uno pierda todo; que no te apresuraras a llevarte tus conclusiones ya que nunca intentaría hacerte cambiar de opinión. Porque tampoco es cuestión de obligarte a que te quedes a ver qué pasa con eso que fuimos antes de ser esto que somos. Antes de empacar tus dolores junto con esas falsas esperanzas de aliviarlos sin darme tiempo a que yo pueda obsequiarte una cajita de curitas que había preparado con mis tontas recetas escritas livianamente a mano alzada en un cuaderno viejo, para cuando te arreciaran esos calambres que eran pura angustia y que, me imagino, no habrán dejado de dolerte -como a mí me duelen ciertos remedios-.
     Por eso preferí escribirte, por si acaso, por si no aparece nadie esta noche que logre elongar una sonrisa en tu cara, o soplarte suavecito entre tus labios una brisa que anteceda al beso sanador. Por si para cuando llega ese momento de apagar la luz y bajar los párpados y lograr darle un respiro al cielo no tenés quien te acompañe hasta el borde del sueño a soñar que, en alguna parte, hay alguien que te quiere. Como yo.

RR


viernes, 6 de abril de 2018

LA HORA DE LAS SOMBRAS


     Lo que pasa es que pensé que no ibas a estar acá cuando me fuera. Pero resulta que sí, que todavía estás. Estás por todos lados: en las huellas de tus manos que quedaron sobre las paredes, en el olor de tu crema de enjuague en la almohada y en cada lugar donde intento ocultarte. Estás acá, como una sombra recortada en la cocina, tomándote unos mates lavados, de esos que a vos nunca te molestan pero que a mí, a decir verdad, llega un momento en donde me enfurecen hasta el punto de tener que sacarte el mate de las manos y arrojar a la basura la pobre yerba ya sin gusto que pide misericordia y cambio, como un delantero que dio lo último en esa corrida final tratando de que la pelota no se le vaya por la línea de fondo.
     ¿Por qué negarlo? Pensé que iba a estar solo y así, de esa manera, tener quizás la posibilidad de buscar mis palabras con paciencia, sin apuros y hasta haciendo trampa con el diccionario o con algún libro de donde plagiar alguna frase señalada en otros tiempos, bajo otras circunstancias, en otro contexto, y no en la penumbra de este escondite y de este silencio. No en esta vergonzosa escena de tapa de inodoro baja, sentado como un refugiado en mi propia casa escribiendo para no morirme, tratando de no tropezarme con algo o de no tirar el vaso con los cepillos de dientes (mejor dicho, con el cepillo de dientes). Porque no quiero levantar la perdiz, ¿entendés? No quiero arruinar esta carta de despedida que vengo pensando desde hace varios días. Inútilmente, claro, ya que, llegado el momento -este momento-, nada de lo pensado me sirve. Sí, es así como te digo: pensé que no ibas a estar.
     Y no quiero escribir esta carta -no la quiero escribir-, pero lo tengo que hacer. Por lo menos escribir cualquier cosa que ahora se me ocurra sentado en este inodoro, aguantando el estornudo que llegó como siempre inoportuno. No sé si por el polvillo de la escalera o porque otra vez se me vino el otoño encima, justo ahora que me había acostumbrando al verano, tan conveniente para ventilar la casa y tus humedades rezagadas. Y tampoco es que me esté quejando del otoño. A decir verdad, me gusta la danza de las hojas que son todas del viento y el sol tibio de la mañana. Pero llega un momento en que mi nariz se despierta y no hay nada que hacer. Como tampoco hay nada que hacer cuando se me despiertan las ganas de escribirte. Ganas incontenibles, caprichosas y procaces.
     Pero no así. No en este baño, encerrado, tratando de que no me escuches, ocultándome para que no te des cuenta de que sigo dando vueltas por tus aromas y tus sombras, de que todavía sigo dándole cuerda a tu reloj despertador que aun insiste en despertarme a las siete de la mañana y yo, por no querer estirarme hasta tu lado de la cama, lo dejo que suene, que te llame y te avise que ya son las siete, que si querés llegar a tomarte unos mates lavados va a ser mejor que te levantes. Eso sí, tené en cuenta que antes de que llegues a poner un pie en el piso, seguramente voy a querer abrazarte para afirmarme contra tu espalda y confesarte bajito al oído por enésima vez que nunca hubiese creído que te ibas a quedar otra noche, que no esperaba que te animaras a dejar tu pasado inmediato por un rato en tu departamento de contrafrente dejándome el terreno servido para construir alrededor de tu cintura una especie de cerco con los brazos; un corral improvisado para arriar las manos hasta tu pubis tibio como el sol de una mañana de otoño.
     ¿Te das cuenta? Por eso tenía todo más o menos planeado, para no caer en la tentación de escribirte esto que no debería ser escrito, que no debería ni siquiera ser pensado sobre este inodoro, en este baño, sintiendo un remolino que me levanta y me lleva la mano hacia el picaporte y me arrastra hasta el borde de la escalera buscando un resquicio por donde colar la mirada para poder verte, para revolver el puñal que a veces me olvido que está ahí pero que cada tanto… no sé, me vienen estas ganas de ver si todavía duele.
     Y claro que duele, ¡qué idiota que soy! En todo caso, debería buscar el escalón más cercano por donde asomar mi nariz aguantando el estornudo delator para tratar de capturar tu polen, esas partículas suspendidas en el aire, aparentemente invisibles pero tan radioactivas que todavía, si me me sorprenden con las defensas bajas como hoy, me transforman en un escritor compulsivo de realidades inconfesables, de pensamientos pecaminosos, de cobardías nauseabundas; y me ponen a estornudar -lo sabía- en plena escalera, exponiéndome sin remedio ante vos que pensé que no ibas a estar acá a esta altura del partido, en este tiempo de descuento que el diablo sigue adicionando sólo porque no tengo el coraje de patear la pelota afuera y conformarme con un empate. Quiero decir: conformarme con la fantasía de tu recuerdo pegajoso empujándome cada noche hacia donde jamás supuse que podría ir tan conforme: un abismo de palabras sin destino. (Aunque peor sería que algo inexplicable me condujera engañado hacia un libro de autoayuda como camino hacia el olvido a través de la meditación de Osho.)
     Ya ves, evidentemente, no puedo hacer como si nada pasara, como si vos no estuvieras en las sombras, como si estas sombras no existieran. Ni tampoco he logrado todavía hacer lo que haría cualquier persona decente: huir, salir de esta casa embrujada e ir en búsqueda de un vino barato en algún bar roñoso. En uno de esos antros en donde es posible hallar un par de viejos sabios que ya han olvidado hasta sus nombres; pero lo más importante, han podido someter a las sombras y así olvidado las esperanzas falaces y las ilusiones impostoras que provocan los recuerdos imborrables.
    Por algo esos viejos son sabios: porque han logrado todo eso que yo no lograré nunca. A saber, renunciar voluntariamente a respirar tu polen malicioso donde pervive invariable ese aroma tan tuyo. Ese aroma pernicioso que no es otra cosa que el aroma inolvidable de los amores perdidos.

RR


DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...