viernes, 6 de abril de 2018

LA HORA DE LAS SOMBRAS


     Lo que pasa es que pensé que no ibas a estar acá cuando me fuera. Pero resulta que sí, que todavía estás. Estás por todos lados: en las huellas de tus manos que quedaron sobre las paredes, en el olor de tu crema de enjuague en la almohada y en cada lugar donde intento ocultarte. Estás acá, como una sombra recortada en la cocina, tomándote unos mates lavados, de esos que a vos nunca te molestan pero que a mí, a decir verdad, llega un momento en donde me enfurecen hasta el punto de tener que sacarte el mate de las manos y arrojar a la basura la pobre yerba ya sin gusto que pide misericordia y cambio, como un delantero que dio lo último en esa corrida final tratando de que la pelota no se le vaya por la línea de fondo.
     ¿Por qué negarlo? Pensé que iba a estar solo y así, de esa manera, tener quizás la posibilidad de buscar mis palabras con paciencia, sin apuros y hasta haciendo trampa con el diccionario o con algún libro de donde plagiar alguna frase señalada en otros tiempos, bajo otras circunstancias, en otro contexto, y no en la penumbra de este escondite y de este silencio. No en esta vergonzosa escena de tapa de inodoro baja, sentado como un refugiado en mi propia casa escribiendo para no morirme, tratando de no tropezarme con algo o de no tirar el vaso con los cepillos de dientes (mejor dicho, con el cepillo de dientes). Porque no quiero levantar la perdiz, ¿entendés? No quiero arruinar esta carta de despedida que vengo pensando desde hace varios días. Inútilmente, claro, ya que, llegado el momento -este momento-, nada de lo pensado me sirve. Sí, es así como te digo: pensé que no ibas a estar.
     Y no quiero escribir esta carta -no la quiero escribir-, pero lo tengo que hacer. Por lo menos escribir cualquier cosa que ahora se me ocurra sentado en este inodoro, aguantando el estornudo que llegó como siempre inoportuno. No sé si por el polvillo de la escalera o porque otra vez se me vino el otoño encima, justo ahora que me había acostumbrando al verano, tan conveniente para ventilar la casa y tus humedades rezagadas. Y tampoco es que me esté quejando del otoño. A decir verdad, me gusta la danza de las hojas que son todas del viento y el sol tibio de la mañana. Pero llega un momento en que mi nariz se despierta y no hay nada que hacer. Como tampoco hay nada que hacer cuando se me despiertan las ganas de escribirte. Ganas incontenibles, caprichosas y procaces.
     Pero no así. No en este baño, encerrado, tratando de que no me escuches, ocultándome para que no te des cuenta de que sigo dando vueltas por tus aromas y tus sombras, de que todavía sigo dándole cuerda a tu reloj despertador que aun insiste en despertarme a las siete de la mañana y yo, por no querer estirarme hasta tu lado de la cama, lo dejo que suene, que te llame y te avise que ya son las siete, que si querés llegar a tomarte unos mates lavados va a ser mejor que te levantes. Eso sí, tené en cuenta que antes de que llegues a poner un pie en el piso, seguramente voy a querer abrazarte para afirmarme contra tu espalda y confesarte bajito al oído por enésima vez que nunca hubiese creído que te ibas a quedar otra noche, que no esperaba que te animaras a dejar tu pasado inmediato por un rato en tu departamento de contrafrente dejándome el terreno servido para construir alrededor de tu cintura una especie de cerco con los brazos; un corral improvisado para arriar las manos hasta tu pubis tibio como el sol de una mañana de otoño.
     ¿Te das cuenta? Por eso tenía todo más o menos planeado, para no caer en la tentación de escribirte esto que no debería ser escrito, que no debería ni siquiera ser pensado sobre este inodoro, en este baño, sintiendo un remolino que me levanta y me lleva la mano hacia el picaporte y me arrastra hasta el borde de la escalera buscando un resquicio por donde colar la mirada para poder verte, para revolver el puñal que a veces me olvido que está ahí pero que cada tanto… no sé, me vienen estas ganas de ver si todavía duele.
     Y claro que duele, ¡qué idiota que soy! En todo caso, debería buscar el escalón más cercano por donde asomar mi nariz aguantando el estornudo delator para tratar de capturar tu polen, esas partículas suspendidas en el aire, aparentemente invisibles pero tan radioactivas que todavía, si me me sorprenden con las defensas bajas como hoy, me transforman en un escritor compulsivo de realidades inconfesables, de pensamientos pecaminosos, de cobardías nauseabundas; y me ponen a estornudar -lo sabía- en plena escalera, exponiéndome sin remedio ante vos que pensé que no ibas a estar acá a esta altura del partido, en este tiempo de descuento que el diablo sigue adicionando sólo porque no tengo el coraje de patear la pelota afuera y conformarme con un empate. Quiero decir: conformarme con la fantasía de tu recuerdo pegajoso empujándome cada noche hacia donde jamás supuse que podría ir tan conforme: un abismo de palabras sin destino. (Aunque peor sería que algo inexplicable me condujera engañado hacia un libro de autoayuda como camino hacia el olvido a través de la meditación de Osho.)
     Ya ves, evidentemente, no puedo hacer como si nada pasara, como si vos no estuvieras en las sombras, como si estas sombras no existieran. Ni tampoco he logrado todavía hacer lo que haría cualquier persona decente: huir, salir de esta casa embrujada e ir en búsqueda de un vino barato en algún bar roñoso. En uno de esos antros en donde es posible hallar un par de viejos sabios que ya han olvidado hasta sus nombres; pero lo más importante, han podido someter a las sombras y así olvidado las esperanzas falaces y las ilusiones impostoras que provocan los recuerdos imborrables.
    Por algo esos viejos son sabios: porque han logrado todo eso que yo no lograré nunca. A saber, renunciar voluntariamente a respirar tu polen malicioso donde pervive invariable ese aroma tan tuyo. Ese aroma pernicioso que no es otra cosa que el aroma inolvidable de los amores perdidos.

RR


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