miércoles, 16 de enero de 2019

SOBRE PIEDRAS Y AGUIJONES


y la chica de la imprenta...

     ¿Y vos creés que yo no sé que el mundo está a punto de volar en mil pedazos, que entre los muertos que nadie anuncia hoy en los diarios hay miles de historias truncadas, miles de bocas silenciadas, miles de corazones rotos? ¡Pues claro que lo sé!
     Pero sucede que cada vez que me acerco a sus ojos de miel, de entre medio de las ruinas de la humanidad que me circunda, surge una música que no puedo describir, que no me permite improvisar ni una nota, ni siquiera un mísero sonido que salga graciosamente de mi garganta. Lo único que puedo hacer es contener una ridícula confesión y huir de su lado, volver al fangal de donde estúpidamente siento que sólo ella podría rescatarme creyéndome una flor. Eso sí, pobre de ella si alguna vez lo intentara, si pretendiera extraer algún polen de mis estambres. Pobre de ella porque se toparía más bien con los cardos y las espinas que se me han ido adhiriendo a la piel, al alma y hasta a la garganta que sigue sin poder improvisar una nota, un sonido digno capaz de prometerle -de mentirle- que jamás volveré a buscarla. 
     Pero ya que esto va a quedar entre nosotros, lector, dejame que te confiese que a veces hasta he llegado a cometer el pecado de sentir cierta compasión por mí mismo, por esta costumbre magra de tropezar dos veces y tres y cuatro y... Bueno, todas las que hagan falta. Hasta que un día la muerte se apiade de mí y me quite esta manía de perseguir piedras y ojos de miel como los de ella. 
     Claro, ¡¿a quién se le ocurre?! Si todo el mundo sabe que a las piedras hay que esquivarlas, hay que pasarles por al lado y hasta tenerles cierta desconfianza -y ni te cuento sobre los ojos de miel-. Es sabido que las piedras son capaces de moverse hasta posicionarse pérfidamente delante de los desgraciados como yo, como buscando confundirnos y engañarnos con algún reflejo salido de esas especies de órbitas que todas poseen, procurando que el brillo caiga directamente sobre nuestros aparentemente lógicos pareceres para encandilarnos, para convertirnos -como si fuera un cuento- en un flan inconsistente que fácilmente se deshace al primer movimiento de sus párpados, al primer tiro de lazo (como dice el tango). Y así, todos revueltos en un jugo acaramelado, caemos como chingolos heridos en una historia inverosímil, sin pies ni cabeza. Eso que algunos supersticiosos creen que forma parte de un destino inescrutable, pero que yo me niego aceptar de esa manera. 
     Sin embargo, no es que me niegue por convicción o por principios, sino por esta maldita y horrible fantasía de creerme un poeta, cuando lo único que agencio es, en realidad, la impunidad de poder sentarme a cualquier hora a escribirle a una piedra, a unos ojos casi desconocidos. Y todo cuando debería estar protegiendo mis muy escasos y humildes pareceres con algún manto de piedad que tal vez me permitiera escaparle a su aguijón, a ese reflejo meloso que brota implacable de su mirada. 
     Entonces, estimado lector, ¿entendés lo que pasa? Yo no debo por ninguna razón seguir permitiéndole que zumbe como una reina sobre mi espíritu. Yo debo urgentemente huir despavorido de este enjambre, ocultando -o al menos fingiendo- que, si bien ella pudo picarme, su aguijón no llegó a clavarse en mi mente, y menos aun en mi corazón; que soy capaz de esquivar la piedra por una vez en la puta vida, aunque sea para preservar por un tiempo el sueño y no convertirme otra vez en un ser insomne garabateando frases en un cuaderno. Es más, debería aprovechar su punción para pinchar este globo y arrojarlo a la basura en vez de estar inflándolo, en vez de malgastar el poco aire que me va quedando. Ese aire que cada vez me cuesta más soltar, quizás como consecuencia de los males de este mundo que se desangra rápidamente, o más probablemente por culpa de los años que he pasado cayéndome torpemente entre piedras y huyendo miserablemente de aguijones a los que, al final, he dejado siempre que me piquen sin piedad. 
     Porque, lamentablemente, eso es todo lo que tengo para mostrar: piedras y aguijones. Y ni unas ni otros han podido salvarme de ser, al fin y al cabo, nada más que un escritor sin historia, un apicultor fracasado que se sienta cada tanto a escribir relatos anónimos y cartas empalagosas para mujeres que se han llevado su miel lejos de esta colmena construida con más penas que glorias. 

RR


lunes, 14 de enero de 2019

TELEGRAMA DE RENUNCIA PARA UN SUPUESTO AUTOR CASTELLANO


Dedicado a los personajes con vida y a los escritores vencidos.

     Lo siento, estimado viejo amigo, renuncio. Sí, he decidido abandonarte acá mismo pues ya no puedo participar más en escritos sobre tus amores sin rumbo y los amores de los otros desconocidos miembros de esa cofradía de amantes absurdos en donde yo, debo admitirlo, he terminado siendo sin darme cuenta uno de los socios anónimos más desleales y procaces. Lo lamento, es que siento que mi deber es hacerle honor a ella y no tanto a los silenciosos sanchos que te han acompañado todo este tiempo sin chistar por las acequias de su territorio; ese campo afortunadamente abierto para algunos pero invariablemente alambrado para vos que ya te has hastiado de arriar tus palabras hasta ese último sendero que conduce a su corazón, sin animarte siquiera a saltar a escondidas por sobre su tranquera. Y yo no les debo nada a ellos, a esos escuderos que te apañan a vos cuando es a mí a quien le toca emprender cada una de tus retiradas amargas guardando en mi propio bolsillo su estampita hasta la próxima aventura. No les debo a ellos tampoco el agradecimiento por sostenerte amablemente en cada derrota que, a esta altura, ya podría ser denominada con su nombre y ubicada como la más contundente de todas aquellas que figuran en la larga lista de fracasos que, al final, me toca también a mí acarrear sobre los hombros. A ellos, entonces, deberás vos, a partir de ahora, ofrecerles los escasos y fugaces momentos de inspiración que su recuerdo aun te produzca. Yo me voy de acá.
     Y no me juzgues un cobarde o un arrepentido porque no lo soy ni lo estoy. Porque si bien yo no soy Alonso Quijano, no quiero desistir del sueño del Quijote por ocultarme de algunos vientos que, aunque soplan a lo lejos, aun soplan. Y cuando esos vientos soplan sobre mi cabeza se arremolinan en mis propias manos vendavales y tormentas que me dejan frente a frente con la mismísima muerte. Es que, a diferencia de lo que vos has hecho, no es mi intención empuñar la pluma como una espada para aclarar tantos o para saldar deudas. No, yo voy a empuñar directamente la espada para hacer trizas estos márgenes y esta gramática sin sentido que me mantiene acorralado, encerrado en una dimensión que no me permite llegar a ella, al umbral de su mirada, a la constelación que dibujan las estrellas que sólo por ella brillan para mí.
     Porque cada vez que me encuentro discurriendo por los renglones de una de tus hojas, persiguiendo obnubilado el rastro de su olvido, soy yo quien combate los molinos de vientos y presenta batalla a los reflejos de esa mujer que se ha ido de tu vida dejando sólo su aroma como testimonio irrefutable para mi existencia. Y es que para vos, la mía es una pretendida existencia que sólo vale por la tuya. Pero para mí, mi existencia no vale en realidad un céntimo sin ella. Porque por encima de todas siempre estará ella. Ella como una Jerusalén idílica, como el ecuador que divide mi norte y mi sur y me deja, de acuerdo a la época del año, ardiendo bajo el sol de un desierto perdido, o congelado sobre un glaciar blanco e infinito. Porque un suspiro en su nombre puede impulsar sin demasiado esfuerzo unas aspas que, mediante engranajes ocultos y enigmáticos, orientan mi catalejo que busca acariciar el recuerdo de su voz o el color de sus ojos, o simplemente el suave erizar de su piel transpirando en una de esas noches que tantas veces te he visto escribir arrumbado al costado de una borrachera.
     Entonces, si no te digo adiós al partir es porque no es posible ya que puedas saber quién lo dice, quién se despide. Si un loco o un imbécil, si un amante o un desquiciado, si un un personaje verdadero o un impostor. Y aunque probablemente sea un poco de todas esas cosas, soy también un intérprete que sabe cuando su obra a llegado a su final, cuando ya no quedan argumentos capaces de torcer la historia, cuando el autor ha puesto el punto final le guste a quien le guste el desenlace; que para algunos podrá ser feliz y para otros desgraciado. Por eso, querido amigo, me voy. Abandono este delta de aguas que no bajan a ningún océano para saltar de una barca que nunca logrará naufragar en su vivir. Y yo quiero eso, yo añoro su orilla, yo necesito escribir de una vez por todas su nombre para que todos lo vean y renuncien al intento de salvarme de eso de lo que yo no quiero ser salvado, porque lo que yo quiero es ahogarme a su lado. 
     Lo siento mucho, no tengo intenciones de seguir participando de tus insufribles cartas y tus desesperados ruegos. No me interesa ser la cara de tu resignación ni la letra que firme un armisticio con su recuerdo. No, amigo. Lo que yo deseo es alzar su nombre y llevarlo como bandera hasta la victoria. Lo lamento aunque no tanto. Sé que tarde o temprano, y como sucede casi siempre en estos casos, amanecerá otro sol sobre tu horizonte y podrás dedicarle a el las odas correspondientes. A mí me toca ahora tomar las riendas de este Rocinante y saltar de una buena vez su tranquera, desafiar este destino maldito que me has impuesto de ser nadie, un triste y oscuro sustantivo que justifique y participe gratuitamente de tu gusto por la escritura. 
     Buena suerte, autor. No me guardes rencor porque yo no te lo guardaré a vos. Nuestra relación ha durado lo que tenía que durar y ojalá nos haya servido a los dos por igual. Ya sé que no será fácil encontrar a otro que quiera vestir aquellas ropas que a mí me tocaba llevar irremediablemente. Quizás, si es que nadie aparece a tomar mi lugar, eso te permita juntar el coraje para cortar los eslabones de la cadena que te unen obstinadamente a un desengaño y así poder dedicar tus horas a escribir sobre crímenes y castigos mucho menos dolorosos que este del cual yo ya no participaré. 
     Sólo una cosa más antes de irme: si por una de esas circunstancias misteriosas de la vida decidís dedicarle a ella una última carta de despedida, no le digas que me fui a buscarla, no hagas mención a la ruptura de nuestra sociedad. Dejame que sea yo quien la sorprenda un día de estos con mi propia letra, con los trazos de un amor dibujado durante años con un dedo sobre el borde de su boca. Una boca que que yo creía que nada más era la ocurrencia de un escritor exiliado en París, pero que, al final y a decir verdad, es tan real como la vida misma, resucitando una y otra vez del fondo oscuro de la muerte, tan verdadero como el irrefrenable tallo del amor que siempre termina brotando impune desde el silencio profundo de la tumba del olvido. 

RR


jueves, 10 de enero de 2019

QUIEN


Quien declare haberme conocido deberá inmediatamente admitir que no ha sido un gusto ni un placer; que no ha conocido un perro más rabioso ni ha probado un durazno con más pelusa. 

Quien declare conocerla quizás pueda afirmar sin temor a equivocarse que fue ella la causa de todo, de lo que he declarado al público y de lo que he ocultado entre las bambalinas de la noche, matando de a una las horas que la nombraban en su ausencia y las que, sin que hubiera más remedio, vivían sólo por ella.

Quien crea que yo no creía en nada, que no sostenía una esperanza, que no abogaba una venganza es porque no me ha visto mirando al cielo, caminando sin rumbo por la orilla del mar o maldeciendo a Dios sin miedo, harto de su misericordia impagable.

Quien crea que su cuerpo existe y que su nombre no es un invento estará cometiendo el mismo error que mil veces cometí yo mismo cuando intenté aferrarme a su cintura y resbalé trágicamente por el precipicio de su indiferencia hasta quedar estampado contra el blanco imperecedero del olvido.


Quien haya escuchado hablar de mí tendrá suficientes testimonios para poder plantear hipótesis falsas y sacar conclusiones apresuradas y falaces; algo que, al fin y al cabo, todos hacemos con todos y mucho más con algunos.

Quien haya acercado alguna vez su lengua a su boca, sus dedos a su pelo o su nariz a su ropa interior habrá comprobado que el amor es diabólico y no celestial, que nadie se enamora de su ángel guardián sino de su propia perdición, que la muerte aparece siempre de su mano a cobrar su precio: alto para los mercaderes, justo para los héroes.

Quien prefiera leer mis delirios buscando la raíz de mis soledades, la causa de mis males, la razón de mi vida, pues sería conveniente, y hasta imprescindible, tener a mano una mujer desnuda, una botella de algo más puro que el agua o un pedazo de chocolate que sirvieran de salida de emergencia de un lugar adonde nunca jamás ha entrado nadie.

Quien prefiera perseguir sus caprichos tendrá que sacar a bailar sus pies pequeños por donde quiera que ella vaya: por el lustre agotado de un tablado reo o por el fangal ignominioso donde los tomates son flores y la angustia de perderla una rutina espantosa.

Y por último, quien quiera ahora mismo alegar algo a mi favor o en mi contra sepa que ya es demasiado tarde pues ya no tengo salvación; porque todos mis testimonios han sido borrados y todas mis pertenencias vendidas al mejor postor; porque no soy capaz de mentir y decir que todo fue una equivocación cuando lo dicho y lo hecho no valen ya un suspiro, ni este último mío, ni todos los que por ella entreguen en batalla quienes se le atrevan. 

Porque ella se fue hace ya una vida y yo ya he muerto dos veces.

La primera por ella.

Y ahora por mí.

RR




DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...