jueves, 10 de enero de 2019

QUIEN


Quien declare haberme conocido deberá inmediatamente admitir que no ha sido un gusto ni un placer; que no ha conocido un perro más rabioso ni ha probado un durazno con más pelusa. 

Quien declare conocerla quizás pueda afirmar sin temor a equivocarse que fue ella la causa de todo, de lo que he declarado al público y de lo que he ocultado entre las bambalinas de la noche, matando de a una las horas que la nombraban en su ausencia y las que, sin que hubiera más remedio, vivían sólo por ella.

Quien crea que yo no creía en nada, que no sostenía una esperanza, que no abogaba una venganza es porque no me ha visto mirando al cielo, caminando sin rumbo por la orilla del mar o maldeciendo a Dios sin miedo, harto de su misericordia impagable.

Quien crea que su cuerpo existe y que su nombre no es un invento estará cometiendo el mismo error que mil veces cometí yo mismo cuando intenté aferrarme a su cintura y resbalé trágicamente por el precipicio de su indiferencia hasta quedar estampado contra el blanco imperecedero del olvido.


Quien haya escuchado hablar de mí tendrá suficientes testimonios para poder plantear hipótesis falsas y sacar conclusiones apresuradas y falaces; algo que, al fin y al cabo, todos hacemos con todos y mucho más con algunos.

Quien haya acercado alguna vez su lengua a su boca, sus dedos a su pelo o su nariz a su ropa interior habrá comprobado que el amor es diabólico y no celestial, que nadie se enamora de su ángel guardián sino de su propia perdición, que la muerte aparece siempre de su mano a cobrar su precio: alto para los mercaderes, justo para los héroes.

Quien prefiera leer mis delirios buscando la raíz de mis soledades, la causa de mis males, la razón de mi vida, pues sería conveniente, y hasta imprescindible, tener a mano una mujer desnuda, una botella de algo más puro que el agua o un pedazo de chocolate que sirvieran de salida de emergencia de un lugar adonde nunca jamás ha entrado nadie.

Quien prefiera perseguir sus caprichos tendrá que sacar a bailar sus pies pequeños por donde quiera que ella vaya: por el lustre agotado de un tablado reo o por el fangal ignominioso donde los tomates son flores y la angustia de perderla una rutina espantosa.

Y por último, quien quiera ahora mismo alegar algo a mi favor o en mi contra sepa que ya es demasiado tarde pues ya no tengo salvación; porque todos mis testimonios han sido borrados y todas mis pertenencias vendidas al mejor postor; porque no soy capaz de mentir y decir que todo fue una equivocación cuando lo dicho y lo hecho no valen ya un suspiro, ni este último mío, ni todos los que por ella entreguen en batalla quienes se le atrevan. 

Porque ella se fue hace ya una vida y yo ya he muerto dos veces.

La primera por ella.

Y ahora por mí.

RR




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