lunes, 14 de enero de 2019

TELEGRAMA DE RENUNCIA PARA UN SUPUESTO AUTOR CASTELLANO


Dedicado a los personajes con vida y a los escritores vencidos.

     Lo siento, estimado viejo amigo, renuncio. Sí, he decidido abandonarte acá mismo pues ya no puedo participar más en escritos sobre tus amores sin rumbo y los amores de los otros desconocidos miembros de esa cofradía de amantes absurdos en donde yo, debo admitirlo, he terminado siendo sin darme cuenta uno de los socios anónimos más desleales y procaces. Lo lamento, es que siento que mi deber es hacerle honor a ella y no tanto a los silenciosos sanchos que te han acompañado todo este tiempo sin chistar por las acequias de su territorio; ese campo afortunadamente abierto para algunos pero invariablemente alambrado para vos que ya te has hastiado de arriar tus palabras hasta ese último sendero que conduce a su corazón, sin animarte siquiera a saltar a escondidas por sobre su tranquera. Y yo no les debo nada a ellos, a esos escuderos que te apañan a vos cuando es a mí a quien le toca emprender cada una de tus retiradas amargas guardando en mi propio bolsillo su estampita hasta la próxima aventura. No les debo a ellos tampoco el agradecimiento por sostenerte amablemente en cada derrota que, a esta altura, ya podría ser denominada con su nombre y ubicada como la más contundente de todas aquellas que figuran en la larga lista de fracasos que, al final, me toca también a mí acarrear sobre los hombros. A ellos, entonces, deberás vos, a partir de ahora, ofrecerles los escasos y fugaces momentos de inspiración que su recuerdo aun te produzca. Yo me voy de acá.
     Y no me juzgues un cobarde o un arrepentido porque no lo soy ni lo estoy. Porque si bien yo no soy Alonso Quijano, no quiero desistir del sueño del Quijote por ocultarme de algunos vientos que, aunque soplan a lo lejos, aun soplan. Y cuando esos vientos soplan sobre mi cabeza se arremolinan en mis propias manos vendavales y tormentas que me dejan frente a frente con la mismísima muerte. Es que, a diferencia de lo que vos has hecho, no es mi intención empuñar la pluma como una espada para aclarar tantos o para saldar deudas. No, yo voy a empuñar directamente la espada para hacer trizas estos márgenes y esta gramática sin sentido que me mantiene acorralado, encerrado en una dimensión que no me permite llegar a ella, al umbral de su mirada, a la constelación que dibujan las estrellas que sólo por ella brillan para mí.
     Porque cada vez que me encuentro discurriendo por los renglones de una de tus hojas, persiguiendo obnubilado el rastro de su olvido, soy yo quien combate los molinos de vientos y presenta batalla a los reflejos de esa mujer que se ha ido de tu vida dejando sólo su aroma como testimonio irrefutable para mi existencia. Y es que para vos, la mía es una pretendida existencia que sólo vale por la tuya. Pero para mí, mi existencia no vale en realidad un céntimo sin ella. Porque por encima de todas siempre estará ella. Ella como una Jerusalén idílica, como el ecuador que divide mi norte y mi sur y me deja, de acuerdo a la época del año, ardiendo bajo el sol de un desierto perdido, o congelado sobre un glaciar blanco e infinito. Porque un suspiro en su nombre puede impulsar sin demasiado esfuerzo unas aspas que, mediante engranajes ocultos y enigmáticos, orientan mi catalejo que busca acariciar el recuerdo de su voz o el color de sus ojos, o simplemente el suave erizar de su piel transpirando en una de esas noches que tantas veces te he visto escribir arrumbado al costado de una borrachera.
     Entonces, si no te digo adiós al partir es porque no es posible ya que puedas saber quién lo dice, quién se despide. Si un loco o un imbécil, si un amante o un desquiciado, si un un personaje verdadero o un impostor. Y aunque probablemente sea un poco de todas esas cosas, soy también un intérprete que sabe cuando su obra a llegado a su final, cuando ya no quedan argumentos capaces de torcer la historia, cuando el autor ha puesto el punto final le guste a quien le guste el desenlace; que para algunos podrá ser feliz y para otros desgraciado. Por eso, querido amigo, me voy. Abandono este delta de aguas que no bajan a ningún océano para saltar de una barca que nunca logrará naufragar en su vivir. Y yo quiero eso, yo añoro su orilla, yo necesito escribir de una vez por todas su nombre para que todos lo vean y renuncien al intento de salvarme de eso de lo que yo no quiero ser salvado, porque lo que yo quiero es ahogarme a su lado. 
     Lo siento mucho, no tengo intenciones de seguir participando de tus insufribles cartas y tus desesperados ruegos. No me interesa ser la cara de tu resignación ni la letra que firme un armisticio con su recuerdo. No, amigo. Lo que yo deseo es alzar su nombre y llevarlo como bandera hasta la victoria. Lo lamento aunque no tanto. Sé que tarde o temprano, y como sucede casi siempre en estos casos, amanecerá otro sol sobre tu horizonte y podrás dedicarle a el las odas correspondientes. A mí me toca ahora tomar las riendas de este Rocinante y saltar de una buena vez su tranquera, desafiar este destino maldito que me has impuesto de ser nadie, un triste y oscuro sustantivo que justifique y participe gratuitamente de tu gusto por la escritura. 
     Buena suerte, autor. No me guardes rencor porque yo no te lo guardaré a vos. Nuestra relación ha durado lo que tenía que durar y ojalá nos haya servido a los dos por igual. Ya sé que no será fácil encontrar a otro que quiera vestir aquellas ropas que a mí me tocaba llevar irremediablemente. Quizás, si es que nadie aparece a tomar mi lugar, eso te permita juntar el coraje para cortar los eslabones de la cadena que te unen obstinadamente a un desengaño y así poder dedicar tus horas a escribir sobre crímenes y castigos mucho menos dolorosos que este del cual yo ya no participaré. 
     Sólo una cosa más antes de irme: si por una de esas circunstancias misteriosas de la vida decidís dedicarle a ella una última carta de despedida, no le digas que me fui a buscarla, no hagas mención a la ruptura de nuestra sociedad. Dejame que sea yo quien la sorprenda un día de estos con mi propia letra, con los trazos de un amor dibujado durante años con un dedo sobre el borde de su boca. Una boca que que yo creía que nada más era la ocurrencia de un escritor exiliado en París, pero que, al final y a decir verdad, es tan real como la vida misma, resucitando una y otra vez del fondo oscuro de la muerte, tan verdadero como el irrefrenable tallo del amor que siempre termina brotando impune desde el silencio profundo de la tumba del olvido. 

RR


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