Hoy no va a ser fácil, seguro que no. Pero, ¿cuándo lo fue? No fue fácil el año pasado. Ni el anterior, ni el otro. Nunca es fácil. Y tampoco se trata de que lo sea. Es lo que es: gris, frío y lluvioso.
Nadie me pide que salga. Nadie me llamó diciéndome nos encontramos ahí a tal hora en tal lugar. No hay nada a mi alrededor que dirija mis deseos materiales hacia donde voy a ir.
Probablemente sea como esto de escribir: el mundo seguiría andando por más que no lo hiciese. Nada cambiaría por más que no moviera un pelo para dejar asentado en una hoja que tantas veces he sufrido, que algunas he amado, que siempre he partido para perderme por ahí sin pensamiento. Pero debe quedar constancia de todo eso, debe haber un registro que le haga saber a mi ausencia que será ella quien deberá acarrear un día con mis aciertos y mis errores, con tantas responsabilidades cívicas no cumplidas, con tantas horas perdidas desestimando el paso del tiempo, fingiendo que el ante último mañana estaba lejos todavía y que el último ayer sería ese hoy a punto de ser devorado por la oscuridad.
No, nunca es fácil. Y mucho menos hoy que las ausencias duelen más que otros días, que los dolores sangran irremediablemente y la memoria se despierta aún más frente al olvido que busca, cruel y tenebroso, llevarse a los muertos.
Si al menos el olvido se llevara de mí los sufrimientos. Si acaso fuese una parte de mi memoria devorada por su hambre insaciable. Sí, lo sé. Si así fuese no habría nada que dejarle a mi ausencia. No habría nada que certificara que, al fin y al cabo, pasé toda mi vida comprando espejitos de colores por no querer asumirme como hombre libre. Que preferí vivir conquistado por los designios caprichosos de algunos amores perecederos que aferrarme voluntariamente a esta soledad irremediable.
Y debe ser por eso que el olvido y yo no congeniamos, que nos miramos de reojo estudiando cada paso que damos en una dirección o en otra. Sí, lo admito, somos enemigos. Pues los dos queremos lo que el otro tiene pero sin estar ninguno dispuesto a entregar nada a cambio. Nada de lo que tengo se lo llevará el olvido mientras viva. Nada. Antes, muerto. Él lo sabe. Y también cree que corre con la ventaja que le da la eternidad. Sin embargo, el olvido desconoce que no todos hemos rifado nuestra existencia -aunque así parezca-. Algunos de nosotros hemos hecho un pacto secreto con la eternidad. Vamos y venimos entre los recuerdos sin postergar ninguno. Nadie queda atrás cuando llega la hora de tomar lista. Cada nombre está anotado en alguna parte. Existe un espacio para cada uno. Cada uno de los huecos que deja el amor y la muerte se llenan con una canción o con un poema; con una risa o con un grito desesperado. Cada uno de esos nombres evocan los aromas de otras primaveras, que por más que hayan quedado ocultas por los subsiguientes otoños, aún florecen cada vez que se los nombra.
Entonces hoy, hoy que es de los días más difíciles y afuera arrecia el otoño, hoy voy a salir a florecer con mis muertos y con el amor perdido. Hoy, sin que me importe una mierda el viento, la lluvia y todos los zucundunes de los predicadores del horror, la miseria y el engaño voy a llevar a mi memoria a batirse una vez más a duelo con el olvido. Hoy voy a gritarle fuerte que nuestros muertos están a salvo. Hoy voy a cumplir mi parte y alimentar a la eternidad con los nombres y los aromas de las luchas que todavía perfuman este presente putrefacto. Y si al final del día finalmente me llega la hora de la ausencia, dejaré para ella aunque sea este único acierto.
RR