domingo, 24 de marzo de 2019

TAL VEZ UN ACIERTO PARA UN DÍA DIFÍCIL


     Hoy no va a ser fácil, seguro que no. Pero, ¿cuándo lo fue? No fue fácil el año pasado. Ni el anterior, ni el otro. Nunca es fácil. Y tampoco se trata de que lo sea. Es lo que es: gris, frío y lluvioso. 
     Nadie me pide que salga. Nadie me llamó diciéndome nos encontramos ahí a tal hora en tal lugar. No hay nada a mi alrededor que dirija mis deseos materiales hacia donde voy a ir.
     Probablemente sea como esto de escribir: el mundo seguiría andando por más que no lo hiciese. Nada cambiaría por más que no moviera un pelo para dejar asentado en una hoja que tantas veces he sufrido, que algunas he amado, que siempre he partido para perderme por ahí sin pensamiento. Pero debe quedar constancia de todo eso, debe haber un registro que le haga saber a mi ausencia que será ella quien deberá acarrear un día con mis aciertos y mis errores, con tantas responsabilidades cívicas no cumplidas, con tantas horas perdidas desestimando el paso del tiempo, fingiendo que el ante último mañana estaba lejos todavía y que el último ayer sería ese hoy a punto de ser devorado por la oscuridad.
     No, nunca es fácil. Y mucho menos hoy que las ausencias duelen más que otros días, que los dolores sangran irremediablemente y la memoria se despierta aún más frente al olvido que busca, cruel y tenebroso, llevarse a los muertos.
     Si al menos el olvido se llevara de mí los sufrimientos. Si acaso fuese una parte de mi memoria devorada por su hambre insaciable. Sí, lo sé. Si así fuese no habría nada que dejarle a mi ausencia. No habría nada que certificara que, al fin y al cabo, pasé toda mi vida comprando espejitos de colores por no querer asumirme como hombre libre. Que preferí vivir conquistado por los designios caprichosos de algunos amores perecederos que aferrarme voluntariamente a esta soledad irremediable.
     Y debe ser por eso que el olvido y yo no congeniamos, que nos miramos de reojo estudiando cada paso que damos en una dirección o en otra. Sí, lo admito, somos enemigos. Pues los dos queremos lo que el otro tiene pero sin estar ninguno dispuesto a entregar nada a cambio. Nada de lo que tengo se lo llevará el olvido mientras viva. Nada. Antes, muerto. Él lo sabe. Y también cree que corre con la ventaja que le da la eternidad. Sin embargo, el olvido desconoce que no todos hemos rifado nuestra existencia -aunque así parezca-. Algunos de nosotros hemos hecho un pacto secreto con la eternidad. Vamos y venimos entre los recuerdos sin postergar ninguno. Nadie queda atrás cuando llega la hora de tomar lista. Cada nombre está anotado en alguna parte. Existe un espacio para cada uno. Cada uno de los huecos que deja el amor y la muerte se llenan con una canción o con un poema; con una risa o con un grito desesperado. Cada uno de esos nombres evocan los aromas de otras primaveras, que por más que hayan quedado ocultas por los subsiguientes otoños, aún florecen cada vez que se los nombra.
     Entonces hoy, hoy que es de los días más difíciles y afuera arrecia el otoño, hoy voy a salir a florecer con mis muertos y con el amor perdido. Hoy, sin que me importe una mierda el viento, la lluvia y todos los zucundunes de los predicadores del horror, la miseria y el engaño voy a llevar a mi memoria a batirse una vez más a duelo con el olvido. Hoy voy a gritarle fuerte que nuestros muertos están a salvo. Hoy voy a cumplir mi parte y alimentar a la eternidad con los nombres y los aromas de las luchas que todavía perfuman este presente putrefacto. Y si al final del día finalmente me llega la hora de la ausencia, dejaré para ella aunque sea este único acierto.

RR


miércoles, 20 de marzo de 2019

UNA AUSENCIA INEXPLICABLE

a A.P.

Querida mía:

     No soy yo quien te escribe, no. No soy yo el de esta gramática imperdonable, el de estas lonjas de sentimientos vencidos criando hongos alrededor de viejos cospeles telefónicos que, si aun sirvieran para algo, no me servirían a mi para llamarte, pues he perdido tu número y tu rastro, el gesto de tu sonrisa contagiosa y hasta el dulce gusto de tu pulpa y de tu almibar. ¿Será que tu memoria ha llegando al punto cruel de olvidarse de olvidarme y me ha dejado como un fantasma en tu recuerdo persiguiéndote como un perro sabueso olfateando tus pasos, el aroma inolvidable de aquello que, disfrazado de amor, era puro olor a deseo, a promesas desmedidas, a furia incontrolable e innecesaria? 
     No lo sé. Pero entre las paredes descascaradas de tu memoria descubro que este temor que me impregna ahora las manos mientras escribo es el temor a quedarme frente al vacío de tu ausencia. No de aquella que poseo desde hace quién sabe cuando, sino de esa otra que mata a sangre fría, que come las entrañas y desbasta los huesos y arruga las hojas de los libros en donde uno estúpidamente busca y encuentra y endilga nombres a los viejos amores con tal de no enfrentarse a la realidad de haberlos perdido para siempre.
     No, no soy yo este que pulsa las teclas, que arría la tropilla de recuerdos en esta curda que de ninguna manera será la última. Porque, aunque no parezca, siempre quedará un motivo para brindar. Así es, brindar, levantar un vaso o una copa por la vida o por la muerte, por un amor o por una locura, por un logro o por un fracaso, da igual. Nunca debe faltar algo de todo eso en cualquier brindis que se precie de tal. Y vos, querida mía, te preciás de tal en este brindis de casi medianoche, de casi desvelo que otra vez llevará la marca de tus labios en mi frente despidiéndote con tu cándida mirada de gata mimosa. Sí, ya lo sé, ya te he escrito eso antes. Pero como te dije, no soy yo esta vez. Creéme, no soy yo.
     No soy yo, porque si fuera yo hubiese aunque sea tratado de ponerle una vez más un freno a tanta nada con pretensiones de todo, a tanto fracaso dejándome como única opción este penoso papel de héroe patético persiguiendo imágenes espectrales entre los vapores frutados del alcohol y los acordes de un tango que ya he escuchado mil veces y que cada vez que lo escucho te trae injuriosamente a bailar a mi alrededor, a probar ante un jurado ausente mi absoluta falta de valentía, de coraje para tomarte reciamente de la cintura y traerte hasta esta hoja en donde debo mantener tu nombre acallado y prisionero. ¿Entendés? Si fuera yo el que está escribiendo en este momento tendría que levantarme ya mismo de la silla antes de poner un punto final e ir en tu búsqueda. Y no me importaría dónde te encontraras, yo te encontraría. ¡Yo!
     Pero este que te escribe y te persigue por los márgenes de una hoja es un mequetrefe que se ha pasado años escribiéndole a esa que dice que sos vos pero que, en realidad, no lo es. Entonces habrá que asumir que si no logramos encontrarnos como amantes presentes en esta carta, al menos un día, tal vez nos encontremos en una memoria universal como ausencias inexplicables.
     Así es, no soy yo ni sos vos. No somos ya ninguno de los dos. Somos nada más que dos personajes acatando órdenes de un pobre tipo que se cree enamorado -enamorado de quién sabe qué-, en un cuento que parece que no acabará nunca aunque, en realidad, ya haya terminado hace rato. Porque, como ves, esta historia simula que todavía transcurre en los suburbios del olvido, el tuyo fuerte y definitivo, el mío frágil y perecedero; en ese lugar adonde nadie quiere ir por temor a desaparecer, por miedo a encontrarse pavorosamente solo, teniendo que esforzarse para no quedar como uno de esos borrachos melodramáticos de última hora aferrándose sin sentido a la cornisa de la memoria de quien ya ha barrido con todo aquello intrascendente para darle lugar a lo verdaderamente importante. 
     Pero yo, en cambio, no estoy solo. A mi me acompaña todavía tu sombra y tu voz de niña rebelde y tu arrogancia de falsa pitonisa y tu propio miedo a quedarte definitivamente sola. Es que estar solo no es eso que dicen, no es eso de que no haya nadie a tu alrededor, no es un desierto ni una jungla, no es la oscuridad ni la luz al final de un túnel. No, mi amor, estar solo es otra cosa. Otra cosa que dejaremos para otro día, para cuando ya sea tiempo de ser algo más que esta soledad creada de palabras, de memoria y de olvido. De lo que alguna vez fue y ya no es.
     Ahora ha llegado la hora de ser ese otro y dejar de ser este. Este que no existe. Y que quizás sólo exista algún día en tu recuerdo.

RR


domingo, 10 de marzo de 2019

EN MI CASA


     En mi casa vive una mujer de alas abiertas, libre como un gato, ajena a mis contradicciones y a mis súplicas. Una mujer prepotente y autárquica con la arrogancia que da la autosuficiencia. 
     A ella no le interesan ni mis cuentos ni mis cartas, sólo quiere desfilar frente a mí y provocar una pleamar o un arco iris inalcanzable; una zanahoria delante de mis narices para que la siga obnubilado como un burro. 
     Y yo la sigo, porque me gusta hacerle creer que en esa zanahoria me va la vida, que ella es mi destino inevitable. En cambio, yo prefiero creer que fui yo quien la elegió y que si se escondiese en la multitud la encontraría sin problemas.
     Ella vive en mi casa como una bailarina. Una suerte de ekeko danzante que trajo sus piernas con sus tacos y los soltó sobre el piso a dibujar misterios y enigmas, nada más que para instigar un deseo interminable de abrazarla y unirme a sus ratos más breves. Ella se florea y se desnuda en esta misma habitación donde pretende que yo pierda la cabeza por ella y me entregue así nomás, como un tonto enamorado, a sus pies pequeños y livianos. 
     Y en eso estamos, bailando esta danza de amor precario que se sostiene por los hilos de un tango reo. Reo como ella y como cualquier mujer decente.
     En mi casa hay olor a una mujer que vive para ella y sólo para ella. Es el olor a pérdida y a olvido que quedó cuando cerró la puerta, me sonrió desde la vereda y me dijo hasta nunca. Y yo, que nos soy bueno para las despedidas, le contesté hasta siempre. Y así, entre nunca y siempre me fui convirtiendo en ella, y ella se fue convirtiendo en mi vida. 
     Hoy ya no hay ni tacos ni bailes, sólo queda una pila de papeles tirados por el piso, de cuadernos arrumbados en la biblioteca y canciones sin terminar. Sueños que se sueñan de día y se viven de noche. Me paso los días buscándola en los libros y en las esquinas; la deseo en cada mujer y en cada noche, y la quiero y la desprecio a la vez y por las mismas razones. Tal vez por eso salgo de vez en cuando a buscarla a mitad de la noche, para no encontrarla jamás, para poder olvidarla en alguna esquina. Aunque creo que, en realidad, salgo a ventilar mi orgullo herido, a recuperar mis dichos y mis promesas. Así, voy armando una especie de bitácora de viaje, escribiéndole la misma carta monótona y repetida, una y otra vez para que sea ella quien las queme en esa hoguera feroz y necesaria de la indiferencia. 
     Hubo una vez en que llegué a huir despavorido de esta casa para abandonar esas piernas y esas alas dejando que la música que las animaba se consumiera a solas al final del último surco negro. Como un pobre idiota pretendí llenar los huecos que dejaron sus días con horas y horas de nada, de vacío, escuchando con fastidio los consejos inservibles de los militantes del amor de iglesia hasta que la muerte nos separe. 
     No tengo por qué ocultarlo, en mi casa estamos ella y yo. Y su mano sigue tomando la mía y sus sueños siguen durmiendo en mi almohada y sus alas siguen llevándose mi vida a recorrer la suya por esos salones oscuros en donde ella dibuja sus deseos en una baldosa y yo me siento a mirarla refugiado en el anonimato mientras le escribo historias de amores imposibles desde ese aroma rancio del olvido. Ella sabe que estoy ahí, sabe que la voy a observar por unos minutos hasta que decida irme en silencio y regrese a esta casa para sentarla sobre mis rodillas a leerle esas historias, esas pavadas de burro. Y entonces ella, tan linda y tan zanahoria, correrá feliz delante mío sin darse cuenta de que ya no la sigo.

RR



viernes, 1 de marzo de 2019

UN PAÍS DE HIJOS DE PUTA


     Sí, es así como te digo, hermano: este es un país de hijos de puta. Si no, ¡¿cómo hacés mierda semejante país?!
     En este país nadie corre, todos vuelan bajito pero se creen que cagan oro desde lo más alto de un olimpo argento. Pobres tipos que se limpian la mierda de sus propias cabezas, esa que le arrojan sin culpa los que realmente cagan alto, y se la tiran a los de más abajo, a los que apenas caminan, a los que apenas andan por la vida arrastrando por este mundo la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser. ¿Te das cuenta, hermano? ¡Qué me van a hablar de amor, de amor a la Patria! ¿Qué patria tienen los hijos de puta? Respuesta: ninguna. Lo que ellos llaman Patria es sólo un título que encabeza el preámbulo de su declaración de filibusteros hijos de puta, capaces de entregar hasta la vieja si eso les sirve para salvarse de pagar un copete en algún hotel soñado de Punta Poronga. 
     No, los hijos de puta no tienen límites, no los tienen, ni cerca ni lejos, por eso nosotros, pobres boludos, nos la pasamos diciendo como giles: "no se van a atrever a pasar ese límite". Error: los hijos de puta no tienen ninguna frontera, ni moral, ni ética, ni siquiera política. Los hijos de puta están en todos lados, en todos los partidos, en todas las canchas, siempre en orsai; gritan, putean y embarran el juego con su despliegue característico de hijaputez. Ellos se aprovechan de su condición de hijos de puta dejando siempre bien en claro a qué han venido a este pobre país. 
     ¿No me creés? Salí a la calle, dejá el celular y escuchalos hablar, miralos cómo se mueven, cómo gesticulan, cómo señalan siempre para el mismo lado, cómo vigilan y botonean para la yuta o para algún secretario de cualquier cosa con tal de que les facilite un trámite o les acaricie la cabeza como buenos perros guardianes del sistema. Ojo, seamos claros: esta maraña de hijos de puta es todo lo que este sistema puede ofrecer, todo lo que va a engendrar en su interior. Ni más ni menos que un país de hijos de puta. 
     Por eso los hijos de puta siempre elijen a uno como ellos que los represente en el poder, para que no desentone con ellos; ni tampoco con los otros hijos de puta, no los que sostienen el mango, sino con los dueños de la sartén. Entonces un día tenés un presidente que es el peor de los hijos de puta, con un gabinete de hijos de puta de la misma calaña que negocian y acuerdan todo lo que hacen con los hijos de puta que gobiernan las provincias; con el amparo de un congreso de hijos de puta y una justicia que, para qué te voy a contar si ya te la debés imaginar. Así de hijos de puta son estos tipos. Se confabulan con los hijos de puta de otros países y entre todos arman una organización mundial de hijos de puta que llevan y traen guita sucia para sus propias arcas; trafican y venden toda la falopa que dicen combatir; bloquean, difaman, invaden, somenten, torturan y matan a todos los que se resisten a la globalización de hijos de puta. Tanto para ellos como para los de cabotaje, los de vuelo bajo, ser un hijo de puta es una ocupación full time en la que no se puede dar ventaja. El que da ventaja, como ellos bien expresan, puede ser desplazado por otro hijo de puta desconocido y no tan confiable.
     No, hermano, no estoy exagerando. No hace falta tampoco que los busques, los hijos de puta están por todos lados. Mirá por ejemplo acá, en el país de los hijos de puta. En este país, unos hijos de puta escriben en los diarios o hablan por la radio o por la televisión y otros, igual de hijos de puta que aquellos pero de menor rango, comentan y aprueban y festejan lo que esa lacra mercenaria dice, como buenos hijos de puta que también son. Por otro lado, unos se disfrazan de autoridad y cagan a palos a los que siempre quedan enredados en la letra chica de la ley: a los negros o a los maestros o a quién ose en levantar la voz. Otros, tan hijos de puta como los de los bastones y los gases, arengan y vociferan y escupen su odio que no llega ni llegará a ser nunca odio de clase, porque estos reverendos hijos de puta no saben -a decir verdad, lo saben pero no lo aceptan- que no son lo que ellos dicen que son, que apenas si llegan a ser unos piojos resucitados, unos perejiles que el sistema usa para regar su odio y garantizar su dominio. 
     A mí lo que me duele un poco a veces es ver tanto hijo de puta entre algunos conocidos, ¿viste? Eso, sinceramente, me hiere un poco más. Porque me hace pensar que, después de tantos años sosteniendo algunos principios, al final me veo rodeado de hijos de puta, como si yo fuera uno de ellos. Y yo creo que no soy uno de ellos (estoy seguro). Porque, en realidad, a mí me llueve constantemente la mierda de los hijos de puta, la de los de arriba y la de esos otros que vuelan el vuelo rastrero de la rapiña. Por suerte, de vez en cuando me encuentro con algunos salpicados como yo en algún lado y podemos miramos y reconocemos y limpiamos un poco la mierda entre todos (cosas de la solidaridad de clase que le dicen). Pero, incluso en esas ocasiones, siempre va a haber un grupo de hijos de puta dando vueltas por ahí, señalando y emitiendo su graznido acostumbrado: "¡vayan a laburar!". ¡Qué hijos de puta! 
     Ya ves, hermano, qué desencuentro. Doscientos años aguantando hijos de puta nacionales y extranjeros -y eso sin sumarle aquellos trescientos anteriores de los pobres indios exterminados como moscas-. Doscientos años devorados por los de afuera, por estos hijos de puta que hoy están más hijos de puta que nunca. Y todo porque nosotros somos unos boludos legalistas que valoramos más una urna de cartón. Una caja cómplice en donde quedan guardadas hasta la próxima elección todas las promesas que se pasan por el culo los hijos de puta y los dueños de la sartén y los mercenarios mediáticos que hacen y deshacen la realidad, haciendo pasar por puchero un plato de mierda que se puede oler a la legua. Sí, valoramos más esa "soberanía popular" falsa que la vida de todas las víctimas de estos hijos de puta, de los que se mueren de hambre, de frío, de gripe, de desamor, de negligencia, de desidia y de toda las enfermedades que ellos mismos transmiten y contagian con total impunidad. 
     Y todo por no ser nosotros aunque sea un poco hijos de puta con ellos -un poquito nomás-; por no salir verdaderamente soberanos a la calle a enfrentarlos, a cocinar nuestro propio puchero y tirarles el plato de mierda en la cara y correrlos a patadas en el culo fuera de unos límites que nosotros sí tenemos y que ya deberíamos haber cruzado hace rato en vez de seguir aguantando hijos de puta. Un lugar bien lejos donde sólo la memoria, la verdad y la justicia los encuentre. Acá nomás, del otro lado de la frontera que nos separa de los hijos de puta de este país.

RR


DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...