domingo, 10 de marzo de 2019

EN MI CASA


     En mi casa vive una mujer de alas abiertas, libre como un gato, ajena a mis contradicciones y a mis súplicas. Una mujer prepotente y autárquica con la arrogancia que da la autosuficiencia. 
     A ella no le interesan ni mis cuentos ni mis cartas, sólo quiere desfilar frente a mí y provocar una pleamar o un arco iris inalcanzable; una zanahoria delante de mis narices para que la siga obnubilado como un burro. 
     Y yo la sigo, porque me gusta hacerle creer que en esa zanahoria me va la vida, que ella es mi destino inevitable. En cambio, yo prefiero creer que fui yo quien la elegió y que si se escondiese en la multitud la encontraría sin problemas.
     Ella vive en mi casa como una bailarina. Una suerte de ekeko danzante que trajo sus piernas con sus tacos y los soltó sobre el piso a dibujar misterios y enigmas, nada más que para instigar un deseo interminable de abrazarla y unirme a sus ratos más breves. Ella se florea y se desnuda en esta misma habitación donde pretende que yo pierda la cabeza por ella y me entregue así nomás, como un tonto enamorado, a sus pies pequeños y livianos. 
     Y en eso estamos, bailando esta danza de amor precario que se sostiene por los hilos de un tango reo. Reo como ella y como cualquier mujer decente.
     En mi casa hay olor a una mujer que vive para ella y sólo para ella. Es el olor a pérdida y a olvido que quedó cuando cerró la puerta, me sonrió desde la vereda y me dijo hasta nunca. Y yo, que nos soy bueno para las despedidas, le contesté hasta siempre. Y así, entre nunca y siempre me fui convirtiendo en ella, y ella se fue convirtiendo en mi vida. 
     Hoy ya no hay ni tacos ni bailes, sólo queda una pila de papeles tirados por el piso, de cuadernos arrumbados en la biblioteca y canciones sin terminar. Sueños que se sueñan de día y se viven de noche. Me paso los días buscándola en los libros y en las esquinas; la deseo en cada mujer y en cada noche, y la quiero y la desprecio a la vez y por las mismas razones. Tal vez por eso salgo de vez en cuando a buscarla a mitad de la noche, para no encontrarla jamás, para poder olvidarla en alguna esquina. Aunque creo que, en realidad, salgo a ventilar mi orgullo herido, a recuperar mis dichos y mis promesas. Así, voy armando una especie de bitácora de viaje, escribiéndole la misma carta monótona y repetida, una y otra vez para que sea ella quien las queme en esa hoguera feroz y necesaria de la indiferencia. 
     Hubo una vez en que llegué a huir despavorido de esta casa para abandonar esas piernas y esas alas dejando que la música que las animaba se consumiera a solas al final del último surco negro. Como un pobre idiota pretendí llenar los huecos que dejaron sus días con horas y horas de nada, de vacío, escuchando con fastidio los consejos inservibles de los militantes del amor de iglesia hasta que la muerte nos separe. 
     No tengo por qué ocultarlo, en mi casa estamos ella y yo. Y su mano sigue tomando la mía y sus sueños siguen durmiendo en mi almohada y sus alas siguen llevándose mi vida a recorrer la suya por esos salones oscuros en donde ella dibuja sus deseos en una baldosa y yo me siento a mirarla refugiado en el anonimato mientras le escribo historias de amores imposibles desde ese aroma rancio del olvido. Ella sabe que estoy ahí, sabe que la voy a observar por unos minutos hasta que decida irme en silencio y regrese a esta casa para sentarla sobre mis rodillas a leerle esas historias, esas pavadas de burro. Y entonces ella, tan linda y tan zanahoria, correrá feliz delante mío sin darse cuenta de que ya no la sigo.

RR



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