¿Sabrá ella que sin mí no es nada? ¿Entenderá algún día -cuando todo haya finalmente terminado- que yo era imprescindible para ella mucho más que lo importante que era ella para mí? Porque, seguramente, ella está ahora sentada en su silla repasando las pruebas que aun no me animo a destruir y que me ponen inmediatamente en evidencia ante el mundo, dejándome en una situación casi vergonzosa y dándole vida a un personaje, por suerte, ya fenecido y enterrado (aunque no olvidado, eso nunca).
Yo sé que ella está ahí, escondiéndose del miedo a que nadie la quiera, revolviendo entre hojas y más hojas cargadas de palabras desteñidas y miserables que apelan al revisionismo de los sentimientos, algo -como todo el mundo sabe- imposible de ser llevado a cabo. Lo que no sé es por qué aun no he juntado el coraje de arrojar un fósforo sobre esos documentos que prueban irrefutablemente mi absoluta falta de jerarquía, ya no como aficionado a la escritura, sino como persona civilizada. Y no digo como ser humano porque todos sabemos lo difícil que es definir precisamente qué es ser humano. Tal vez su problema y el mío sean, al fin y al cabo, el mismo: ser humanos, no conformarnos con la realidad, con la cadena eslabonada entre causas y consecuencias que nos trajeron hasta este lugar y que deberían haber sido aceptadas y rubricadas sin quejas ni peros.
Y, entonces, andamos por la vida creyendo en historias, si no falsas, al menos improbables. Nos creemos merecedores del protagonismo de las canciones que cantan los trovadores, funestos criminales que propagan ideas desestabilizadoras de la moral y las buenas costumbres, que nos hacen creer en amores predestinados a encontrarse y reconocerse a pesar de la inmensidad del mundo y el caos perfectamente organizado para evitar estos encuentros (algún día habrá quien emprenda una cruzada justiciera contra estos rufianes).
Y así como nos apropiamos de las canciones, nos metemos de polizones colados en las historias que relatan otros criminales de la talla de aquellos que ya nombré y que, a través de acontecimientos completamente inverosímiles protagonizados por personajes inventados, arman cuentos fantasiosos en donde se proclama sin prurito alguno que enamorarse sin remedio es algo que le puede suceder a cualquiera, haciendo innecesaria ninguna otra razón para que esto suceda más que el deseo de sucumbir cobardemente ante la atracción desmedida y esa falaz creencia en miradas que se encuentran y se entrelazan en una danza tribal que empuja a los cuerpos a la más absoluta desesperación por desvestirse y juntarse y acoplarse como si no hubiese un mañana. Estos subversivos del orden lógico intelectual son los responsables de crear en los márgenes de nuestra sociedad peligrosas cuevas y sucios reductos clandestinos en donde quienes los siguen intentan desestabilizar un orden que se sabe incuestionable y sagrado.
Por todo esto debe ser que ella y yo somos lo que somos: dos pecadores culpables de querer transgredir los límites del decoro creyéndonos capaces de querernos en silencio, sin dar nombres, sin pactar normas, sin pedir permiso. Y cada uno lo hace a su manera: ella desde esa silla que ahora le sirve de escondite para leer esto y hacerse la distraída, la que no me ve, la que no tiene por qué hacerse cargo ni de algo que ella no creó, ni de esta otra manera. La mía, la que practico desde acá, desde esta otra silla que apunta a una calle mojada, a un cielo gris, a ese breve espacio en donde ella no está. La hoja en blanco que debe ser coloreada con los colores que no son otros que los de ella, colores imposibles con pretensiones de destino irrenunciable, colores que no son puestos a consideración de ningún crítico, que brillan de acuerdo a la velocidad y a la apertura de mis días y que no buscan ninguna otra cosa más que acariciar un mundo que ella no sabe que, en realidad, no existe. Un mundo que nada más aparece como un arco iris de vez en cuando, cuando se me antoja, cuando llueve o cuando necesito creer que el mundo es otra cosa, un lugar mágico y amable, y no esta cloaca de seres sin alma mirando indiferentes los dolores propios y los ajenos, inventando fechas celebratorias de virtudes que no poseen, desestimando la locura de los amores incurables y las pequeñas alegrías que burbujean en la saliva que recorre el beso de dos personas que se quieren como si no hubiera un mañana.
Un beso como el que dejaré entre líneas para ella al cerrar este nuevo testimonio autoincriminatorio para sus días venideros. Días que en realidad tampoco existen, que sólo son el producto de mis acostumbrados desvaríos y de una necesidad imprescindible de que ella sepa lo importante que es para mí.
Foto: Guillermina Raggio