jueves, 25 de junio de 2015

MÁGICO MUNDO DE COLORES


     ¿Sabrá ella que sin mí no es nada? ¿Entenderá algún día -cuando todo haya finalmente terminado- que yo era imprescindible para ella mucho más que lo importante que era ella para mí? Porque, seguramente, ella está ahora sentada en su silla repasando las pruebas que aun no me animo a destruir y que me ponen inmediatamente en evidencia ante el mundo, dejándome en una situación casi vergonzosa y dándole vida a un personaje, por suerte, ya fenecido y enterrado (aunque no olvidado, eso nunca).
     Yo sé que ella está ahí, escondiéndose del miedo a que nadie la quiera, revolviendo entre hojas y más hojas cargadas de palabras desteñidas y miserables que apelan al revisionismo de los sentimientos, algo -como todo el mundo sabe- imposible de ser llevado a cabo. Lo que no sé es por qué aun no he juntado el coraje de arrojar un fósforo sobre esos documentos que prueban irrefutablemente mi absoluta falta de jerarquía, ya no como aficionado a la escritura, sino como persona civilizada. Y no digo como ser humano porque todos sabemos lo difícil que es definir precisamente qué es ser humano. Tal vez su problema y el mío sean, al fin y al cabo, el mismo: ser humanos, no conformarnos con la realidad, con la cadena eslabonada entre causas y consecuencias que nos trajeron hasta este lugar y que deberían haber sido aceptadas y rubricadas sin quejas ni peros.
     Y, entonces, andamos por la vida creyendo en historias, si no falsas, al menos improbables. Nos creemos merecedores del protagonismo de las canciones que cantan los trovadores, funestos criminales que propagan ideas desestabilizadoras de la moral y las buenas costumbres, que nos hacen creer en amores predestinados a encontrarse y reconocerse a pesar de la inmensidad del mundo y el caos perfectamente organizado para evitar estos encuentros (algún día habrá quien emprenda una cruzada justiciera contra estos rufianes).
     Y así como nos apropiamos de las canciones, nos metemos de polizones colados en las historias que relatan otros criminales de la talla de aquellos que ya nombré y que, a través de acontecimientos completamente inverosímiles protagonizados por personajes inventados, arman cuentos fantasiosos en donde se proclama sin prurito alguno que enamorarse sin remedio es algo que le puede suceder a cualquiera, haciendo innecesaria ninguna otra razón para que esto suceda más que el deseo de sucumbir cobardemente ante la atracción desmedida y esa falaz creencia en miradas que se encuentran y se entrelazan en una danza tribal que empuja a los cuerpos a la más absoluta desesperación por desvestirse y juntarse y acoplarse como si no hubiese un mañana. Estos subversivos del orden lógico intelectual son los responsables de crear en los márgenes de nuestra sociedad peligrosas cuevas y sucios reductos clandestinos en donde quienes los siguen intentan desestabilizar un orden que se sabe incuestionable y sagrado.
     Por todo esto debe ser que ella y yo somos lo que somos: dos pecadores culpables de querer transgredir los límites del decoro creyéndonos capaces de querernos en silencio, sin dar nombres, sin pactar normas, sin pedir permiso. Y cada uno lo hace a su manera: ella desde esa silla que ahora le sirve de escondite para leer esto y hacerse la distraída, la que no me ve, la que no tiene por qué hacerse cargo ni de algo que ella no creó, ni de esta otra manera. La mía, la que practico desde acá, desde esta otra silla que apunta a una calle mojada, a un cielo gris, a ese breve espacio en donde ella no está. La hoja en blanco que debe ser coloreada con los colores que no son otros que los de ella, colores imposibles con pretensiones de destino irrenunciable, colores que no son puestos a consideración de ningún crítico, que brillan de acuerdo a la velocidad y a la apertura de mis días y que no buscan ninguna otra cosa más que acariciar un mundo que ella no sabe que, en realidad, no existe. Un mundo que nada más aparece como un arco iris de vez en cuando, cuando se me antoja, cuando llueve o cuando necesito creer que el mundo es otra cosa, un lugar mágico y amable, y no esta cloaca de seres sin alma mirando indiferentes los dolores propios y los ajenos, inventando fechas celebratorias de virtudes que no poseen, desestimando la locura de los amores incurables y las pequeñas alegrías que burbujean en la saliva que recorre el beso de dos personas que se quieren como si no hubiera un mañana.
     Un beso como el que dejaré entre líneas para ella al cerrar este nuevo testimonio autoincriminatorio para sus días venideros. Días que en realidad tampoco existen, que sólo son el producto de mis acostumbrados desvaríos y de una necesidad imprescindible de que ella sepa lo importante que es para mí.

RR


Foto: Guillermina Raggio

viernes, 12 de junio de 2015

LOS LIBROS PERDIDOS DE WILLIAM SHAKESPEARE


a Anita

     No es cierto. Todo ha sido una gran confusión malintencionada, un desencuentro entre los protagonistas, sus hechos y las consecuencias de estos, provocado por la acción vil de un ser malvado que será juzgado finalmente por la historia. Pero también, quienes pretendan seguir manteniendo la mentira a partir de este momento, serán puestos a disposición del castigo ejemplificador de la verdad sin atenuantes, del escarnio público que merecen los saboteadores de la memoria. Todo lo que estoy a punto de relatar sucedió en realidad y no existe documento o leyenda que pueda desmentirlo sin apelar al engaño y a la trapisonda discursiva.
     Yo soy William Shakespeare. Soy yo quien ha sostenido la calavera y ha escalado el balcón en donde se reúnen quienes jamás han leído una palabra mía. He sido yo quien ha vivido errante entre Venecia y Dinamarca. He sido yo quien ha amado hasta la locura del suicidio empuñando la pluma como un arma para combatir una ausencia. Es en mí donde residen los paisajes de las escenografías que le dan vida a las obras de un falsario plagiador. Con el sonido de mi voz se han compuesto las canciones que resuenan en los teatros y en las óperas, en las calles y en las tabernas.
     Sí, yo soy el poeta. Y aunque jamás haya publicado una sola palabra, he vivido todo lo que se ha escrito en mi nombre. He sido víctima de un canalla que ha desvalijado mi propia vida para usufructuar de ella miserablemente y sin escrúpulos. Es por eso que he decidido en este último momento, antes de despedirme finalmente de este mundo y transcurrir hacia el otro, escribir esta carta para quienes creen haberme conocido sin estar al tanto del engaño al que fueron sometidos.
     Julieta no existe. Pero sí ha existido ella, la de los ojos profundos que me han conducido amorosamente por los caminos que he recorrido hasta este inevitable final. Porque quien encuentra el amor, encuentra el sendero de los valientes, el único capaz de llevarlo al goce del placer verdadero que sobrevivirá en la memoria a la tristeza y a la distancia que impone primero el olvido y más tarde la muerte. ¿Qué otro sentido tendría si no este tránsito fugaz por el tiempo de los vivos, saltando cada año de estación en estación, alimentando la fe en una eternidad insostenible? ¿De qué servirían la música y la poesía si no existiesen los aromas del recuerdo de los amores que las inspiran?
     Cuando la conocí entendí por qué siguen brotando sonrisas de nuestras bocas en esta vida tan llena de infortunios y desgracias, de tantas espinas y tanta sangre derramada. Comprendí el destino fatal del corazón y sus latidos que mantienen con vida al cuerpo aun cuando ha sido ostensiblemente derrotado. Entendí el por qué de la muerte.
     A lo largo de mi vida he llevado un diario de viaje por las tierras lejanas de una mujer que ya no está. Y en él he trazado un mapa con sus horas y las mías que quedará como prueba irrefutable de la verdad que esgrimo para todos los que hasta aquí han vivido engañados por un tránsfuga que ha hecho de mi propia vida el argumento sobre el que giran su pobres construcciones literarias que, a decir verdad, nunca lograron igualar nuestras vivencias, nuestros aciertos y nuestros errores, nuestro encuentro y nuestro adiós. Y quien lea este diario hallará las pruebas contundentes que testimonian la verdad, que pueden aseverar que soy yo quien vive en los textos apócrifos de ese crápula de cuello en puntillas. Pues he sido yo quien ha sufrido, quien ha amado, quien ha partido y quien, finalmente, ha podido andar sin pensamientos para arrojarse sin temores al infinito espacio de la imaginación. He sido yo quien, desde ahí, se dedicó a dibujar con el recuerdo las formas de sus caderas y el suave contorno de sus pechos en los párrafos de unos libros perdidos. Y para ello, decidí retirarme en silencio a las fronteras más oscuras y húmedas para refugiarme de los tontos arrogantes y de los orgullosos ignorantes, de los malhechores del dinero y de los nefastos criminales mesiánicos que persiguen a los ingenuos con su recompensa del otro mundo. Sí, he sido yo quien decidió esconderse en las más íntimas tinieblas que pueden acosar a un hombre e iluminarlas con las palabras que brillaban con el fulgor de su recuerdo.
     Y estas palabras verán la luz algún día después de que la mía se haya apagado. Mientras tanto, quedarán sepultadas hasta que el destino las revele. Para que sea la fuerza de un amor como el que muere hoy conmigo la que logre desenterrarlas del sobre que las contiene y que será la única tumba que llevará mi nombre. Y junto a mi nombre aparecerá el de ella. Y junto a mis huesos se habrá podrido la carne de su recuerdo. Y junto a esta carta estarán enterrados mis libros.

RR



martes, 9 de junio de 2015

FUERA DEL CAJÓN DE LOS MISTERIOSOS AVATARES


     Contiguo a los desordenados anaqueles de la locura, dentro del oscuro armario de las profecías, se encuentra el cajón de los misteriosos avatares. Un pequeño depósito de circunstancias posibles e imposibles. Se dice que no existe destino que no pueda ser configurado desde este breve espacio en donde nadie logra sostener indemnes sus decisiones. Como en una combinación binaria, se reparten en dos carpetas guardadas en este rectángulo desvencijado de madera y clavos viejos, despreocupadamente y sin custodia alguna, un sí y un no que, hay quienes aseguran, son capaces de responder todas las preguntas posibles del Universo. Sin embargo, no hay por ninguna parte un estante o un mísero sobre que guarde un tal vez o un quizás, ya que ninguna de estas expresiones podrá responder nunca pregunta alguna. Es más, estas expresiones vagas e inexactas son producto de una combinación de sí y no capaz de perdurar suficientemente en el tiempo, hasta la insatisfacción de cualquier respuesta ajena a la simple afirmación o negación. Porque cuanto más se combinen estas dos únicas respuestas, más cerca se está de la duda, de chances y posibilidades que terminan distanciándose a la vez de su origen y de su destino, transformándose en un espacio infinito y, como tal, inabarcable.
      Siempre habrá alguien insatisfecho con una de estas dos respuestas y emitirá un nuevo interrogante que plantará la semilla de la vacilación, de donde nace no sólo el conocimiento de lo real y lo científico, sino también de lo esotérico y lo religioso, de lo fantástico y lo poético. Aparecerá seguramente en algún momento un amante o un peregrino que no podrá enfrentar el camino recto de la verdad dura y sincera y buscará atravesar los terrenos pantanosos y laberínticos de la incertidumbre: no ha habido jamás un enamorado capaz de conformarse con un sí o un no, capaz de hallar sosiego para su corazón en esas respuestas, pues sabe que su sentimiento pende del hilo invisible de la duda, que es sostenido desde los extremos del desconcierto de no saber el verdadero por qué de su amor.
     Hay quienes custodian dictatorialmente este cajón sin dueño, personajes infaustos que dicen saber la combinación exacta entre sí y no para llegar a cualquier conclusión definitiva sobre cualquier tema. Astrólogos y brujos que creen llegar a resolver los misterios que se esconden en el alma de aquellos pobres extraviados que han perdido la capacidad de cometer un error. Psicólogos y choferes de taxis que analizan los laberintos mentales de los que no se animan a enfrentar el resultado de sus propios cálculos futuros atándolos a un pasado incestuoso. Jueces y sacerdotes que poseen una tabla mágica y ejemplar que tiene grabados entre sobornos plagados de borrones y cuentas nuevas las consecuencias celestiales de todos los aciertos y las condenas infernales de cualquier desvío imperdonable.
   Pero existe también otra dimensión, la de los perdidos irremediablemente, la de aquellos que hemos fracasado en encontrar la combinación justa para nuestras dudas y que estamos sentenciados al triste y gris desamparo de perseguir sueños demenciales. Carentes de cualquier posibilidad de redención, creemos ver señales esperanzadoras en donde un no rotundo y definitivo se levanta ante nuestras narices cerrándonos el paso a la publicitada autopista de la felicidad. Somos soldados parias sin guerra sosteniendo la bandera amarillenta de la necedad y la insistencia injustificada, parados en la frontera de gente que ya ni siquiera nos recuerda. Andamos por los derredores de aquellos amores definitivamente archivados con un no en mayúsculas seguido de un silencio contundente, sólo para hacernos pasar por valientes Romeos pero sin llegar nunca a ser más que héroes de perogrullo, rebeldes sin causa, poetas del ocio. Hemos elegido el exilio infeliz fuera de ese cajón pernicioso a cambio de ojear en esos anaqueles de la locura, haciéndonos pasar por seres sofisticados y cultos que, más temprano que tarde, serán desmentidos por cualquier estúpido. Somos unos cuantos los que arañamos la locura en esta zona gris, más de los que muchos creen. Incluso hay algunos que van y vienen, que no son capaces de reconocerse a sí mismos en este lugar sin la ayuda de un oráculo que les dé la terrible noticia.
    Así es, amigos. Sí, no, ¿qué más da..? ¿Quién quiere tener todas las respuestas? ¿Quién las necesita? Quién pudiera navegar para siempre el universo de la duda de la mano de los amores que finalmente un día nos dirán adiós; sin conocer el territorio amargo del olvido; sin sentirse acechado y perseguido por el sabueso de la muerte.
    Pero, como sucede con todos los pantanos inhóspitos, hay también pequeños oasis en donde uno puede sentarse a descansar la memoria inclaudicable, escribir cartas premonitorias para destinos inciertos, poemas amorosos para los recién llegados del abandono y la desesperanza. De vez en cuando hasta es posible encontrar en estos sitios algunos afortunados que se reconocen en una mirada y logran llevar adelante una sonrisa sin ejercer el fastidioso compromiso de la compasión. Una sonrisa justificada sólo por la locura de imaginar que tal vez eso sea el amor. O no. O quizás el amor sólo sea el deseo y la atracción que a ciertas horas de la noche puede transformarse en una promesa que no necesita de nadie que la cumpla, que es eterna e infinita como la duda.

RR



Foto: Pablo Silicz

jueves, 4 de junio de 2015

TIEMPO CUMPLIDO


     Por eso me sorprende este final, porque siempre fui un tipo que cultivó la amistad de vecindario y esos amores barriales que nunca prosperan; los cuentos de autores chismosos y las ideologías debatidas en los bares que fracasan inmediatamente ante cualquier intento de certificación probatoria. Yo era un muchacho de las callecitas del sur que lindan el mar y los vientos, que nunca dudó en saludar a las señoras al pasar por la peluquería con un beso en la mejilla, excusándose inmediatamente al darse cuenta de que en ese momento les dejaba el ardor de la barba de una semana y, quizás, les colaba subcutáneamente algunos recuerdos avergonzados por sus años.
     Siempre fui un tipo de cabotaje, de esa universidad de la calle que, debo reconocerlo, nunca enseña nada, sólo la estupidez de creerse el más vivo de la cuadra. Y desde ese trampolín sin tabla ensayaba a veces un salto ornamental hacia el universo de las pasiones arremetiendo empedernido contra algunas teorías: la del amor para toda la vida y, también, la del macho dominante que defiende una imprescriptible necesidad de una válvula de escape para el matrimonio, aunque jamás ponga en duda tamaña institución.
     Para los pocos conocidos que desafortunadamente tropezaban conmigo era necesario casi siempre emitir un juicio, no había lugar para los temerosos y los pusilánimes, para los grises y las sombras. O era una cosa o era la otra. Daban una opinión llegando a defenderla con su propia sangre, apelando a cualquier malabar discursivo y, en algunos casos, hasta la traición misma de sus propias declaraciones inmediatamente anteriores, que eran desmentidas con total impunidad como si nunca hubiesen sido hechas. Sin embargo, en ningún momento me convertí en un barrabrava de la coherencia ideológica. ¿Coherencia? ¿Qué coherencia se puede pretender de una vida que nos mata lentamente mientras disimulamos el terror que esto nos produce buscando una felicidad que nadie sabe de qué diablos se trata? ¿Qué coherencia podía defender yo si, al fin y al cabo, mis verdades cambiaban según el día, según la orientación del viento o la humedad relativa ambiente; según creyera o no (infundadamente) en eso que una noche me llevaba del corazón y las orejas hasta el patio trasero de sus deseos para regresarme al día siguiente a las patadas recriminándome por no saber distinguir entre el amor y “el amor”? El amor… ¿Qué sabía yo lo que era el amor?
     Tal vez yo no era más que un idiota arrogante que ni siquiera sabía que no sabía nada. La arrogancia no se manifiesta únicamente como pedantería del conocimiento. Quien se cree definitivamente divorciado de cualquier idea peca de la arrogancia del ignorante que encuentra justificación para cualquier ofensa -espero no haber llegado a ese punto tampoco-. Yo ignoraba lo que era el amor, qué lo diferenciaba de un simple cariño, o de una obsesión, o de una pasión capaz de sublevar las hormonas con la fuerza de una revolución luchando por tomar el poder para instaurar la dictadura del hedonismo. Para mí no tenía ninguna importancia ese debate, porque cuando se trataba de enfrentarme a la pulsión incontenible que me empujaba al ring de la esperanza, terminaba en la lona contando pajaritos. No había discusión posible ni importaba si eso que me golpeaba la cabeza como un pájaro carpintero noche a noche venía del pasado o del futuro; no importaba si de día era posible conjugar su presente; no importaba si venía desde las tardes del olvido y del anhelo; si era una bocanada infernal o un viento austral que helaba la sangre. Lo único que yo podía hacer era subirme al bondi de mi destino y convertirme en un suicida digno, en una persona capaz de sonreír mientras era devorado por un monstruo de siete cabezas, articulando todo tipo de metáforas y frases cursis creyendo descubrir el mundo en ese instante para unos ojos ciegos. Ahí andaba yo tras su rastro como uno de esos héroes innecesarios de historias sin moraleja. Un cuentero sin astucia que ahora transita estos mismos renglones ya sin tiempo para saltar de este barco hundido.
     Y mientras el agua me fue tapando no hubo nada que pudiera convencerme de que había encontrado el sentido de una vida plagada de desatinos y  carencias. Sólo queda una cosa que me parece diferente en este ahora tan parecido al antes y al después, tan fugaz y superfluo para la ciencia como para la metafísica: en mi mano derecha todavía sostengo algo que no llego a distinguir del todo, parece un bollo de papel con signos de otro tiempo que hace fuerza sobre mis dedos incapaces ya de sostenerlo, como si quisiera huir desesperadamente de mi dominio. No sé siquiera si se trata de algo material, más bien pareciera como si estuviese agarrándome débilmente al aire, como si quisiera aferrarme a un sueño (espero que no sea una más de esas estúpidas ocurrencias mías buscando una excusa para escribirle por última vez a alguna de esas mujeres que nunca esperaron otra cosa de mí que mi perpetua lejanía).
     Claro, ahora que leo lo escrito hasta acá me doy cuenta. Esto que está en mi mano no es otra cosa que un último pedazo de la locura que consumió mis horas hasta hoy, hasta este último momento en donde ya ni eso queda, ni los delirios ni las esperanzas que de a poco se fueron transformado en sinónimos. Ya no quedan verdades por ser desmentidas ni mentiras que declarar a mi favor. Ya no queda nada: ni el barrio costero ni las señoras de la peluquería; ya no quedan vergüenzas ni pudores; ya no queda ni una sola huella mía en aquellos patios recónditos iluminados tímidamente por una pasión inexplicable. Ya no quedan más noches en mi ventana para seguir descifrando sueños, desatando los lazos que unen la vida, el amor y la muerte. Porque ya se ha pasado mi tiempo. Porque, al fin y al cabo, es inútil intentar separarlos.

RR



Foto: Flor del Irupé

DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...