jueves, 4 de junio de 2015

TIEMPO CUMPLIDO


     Por eso me sorprende este final, porque siempre fui un tipo que cultivó la amistad de vecindario y esos amores barriales que nunca prosperan; los cuentos de autores chismosos y las ideologías debatidas en los bares que fracasan inmediatamente ante cualquier intento de certificación probatoria. Yo era un muchacho de las callecitas del sur que lindan el mar y los vientos, que nunca dudó en saludar a las señoras al pasar por la peluquería con un beso en la mejilla, excusándose inmediatamente al darse cuenta de que en ese momento les dejaba el ardor de la barba de una semana y, quizás, les colaba subcutáneamente algunos recuerdos avergonzados por sus años.
     Siempre fui un tipo de cabotaje, de esa universidad de la calle que, debo reconocerlo, nunca enseña nada, sólo la estupidez de creerse el más vivo de la cuadra. Y desde ese trampolín sin tabla ensayaba a veces un salto ornamental hacia el universo de las pasiones arremetiendo empedernido contra algunas teorías: la del amor para toda la vida y, también, la del macho dominante que defiende una imprescriptible necesidad de una válvula de escape para el matrimonio, aunque jamás ponga en duda tamaña institución.
     Para los pocos conocidos que desafortunadamente tropezaban conmigo era necesario casi siempre emitir un juicio, no había lugar para los temerosos y los pusilánimes, para los grises y las sombras. O era una cosa o era la otra. Daban una opinión llegando a defenderla con su propia sangre, apelando a cualquier malabar discursivo y, en algunos casos, hasta la traición misma de sus propias declaraciones inmediatamente anteriores, que eran desmentidas con total impunidad como si nunca hubiesen sido hechas. Sin embargo, en ningún momento me convertí en un barrabrava de la coherencia ideológica. ¿Coherencia? ¿Qué coherencia se puede pretender de una vida que nos mata lentamente mientras disimulamos el terror que esto nos produce buscando una felicidad que nadie sabe de qué diablos se trata? ¿Qué coherencia podía defender yo si, al fin y al cabo, mis verdades cambiaban según el día, según la orientación del viento o la humedad relativa ambiente; según creyera o no (infundadamente) en eso que una noche me llevaba del corazón y las orejas hasta el patio trasero de sus deseos para regresarme al día siguiente a las patadas recriminándome por no saber distinguir entre el amor y “el amor”? El amor… ¿Qué sabía yo lo que era el amor?
     Tal vez yo no era más que un idiota arrogante que ni siquiera sabía que no sabía nada. La arrogancia no se manifiesta únicamente como pedantería del conocimiento. Quien se cree definitivamente divorciado de cualquier idea peca de la arrogancia del ignorante que encuentra justificación para cualquier ofensa -espero no haber llegado a ese punto tampoco-. Yo ignoraba lo que era el amor, qué lo diferenciaba de un simple cariño, o de una obsesión, o de una pasión capaz de sublevar las hormonas con la fuerza de una revolución luchando por tomar el poder para instaurar la dictadura del hedonismo. Para mí no tenía ninguna importancia ese debate, porque cuando se trataba de enfrentarme a la pulsión incontenible que me empujaba al ring de la esperanza, terminaba en la lona contando pajaritos. No había discusión posible ni importaba si eso que me golpeaba la cabeza como un pájaro carpintero noche a noche venía del pasado o del futuro; no importaba si de día era posible conjugar su presente; no importaba si venía desde las tardes del olvido y del anhelo; si era una bocanada infernal o un viento austral que helaba la sangre. Lo único que yo podía hacer era subirme al bondi de mi destino y convertirme en un suicida digno, en una persona capaz de sonreír mientras era devorado por un monstruo de siete cabezas, articulando todo tipo de metáforas y frases cursis creyendo descubrir el mundo en ese instante para unos ojos ciegos. Ahí andaba yo tras su rastro como uno de esos héroes innecesarios de historias sin moraleja. Un cuentero sin astucia que ahora transita estos mismos renglones ya sin tiempo para saltar de este barco hundido.
     Y mientras el agua me fue tapando no hubo nada que pudiera convencerme de que había encontrado el sentido de una vida plagada de desatinos y  carencias. Sólo queda una cosa que me parece diferente en este ahora tan parecido al antes y al después, tan fugaz y superfluo para la ciencia como para la metafísica: en mi mano derecha todavía sostengo algo que no llego a distinguir del todo, parece un bollo de papel con signos de otro tiempo que hace fuerza sobre mis dedos incapaces ya de sostenerlo, como si quisiera huir desesperadamente de mi dominio. No sé siquiera si se trata de algo material, más bien pareciera como si estuviese agarrándome débilmente al aire, como si quisiera aferrarme a un sueño (espero que no sea una más de esas estúpidas ocurrencias mías buscando una excusa para escribirle por última vez a alguna de esas mujeres que nunca esperaron otra cosa de mí que mi perpetua lejanía).
     Claro, ahora que leo lo escrito hasta acá me doy cuenta. Esto que está en mi mano no es otra cosa que un último pedazo de la locura que consumió mis horas hasta hoy, hasta este último momento en donde ya ni eso queda, ni los delirios ni las esperanzas que de a poco se fueron transformado en sinónimos. Ya no quedan verdades por ser desmentidas ni mentiras que declarar a mi favor. Ya no queda nada: ni el barrio costero ni las señoras de la peluquería; ya no quedan vergüenzas ni pudores; ya no queda ni una sola huella mía en aquellos patios recónditos iluminados tímidamente por una pasión inexplicable. Ya no quedan más noches en mi ventana para seguir descifrando sueños, desatando los lazos que unen la vida, el amor y la muerte. Porque ya se ha pasado mi tiempo. Porque, al fin y al cabo, es inútil intentar separarlos.

RR



Foto: Flor del Irupé

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