Se supone que a las doce el hechizo se rompe y uno se convierte en el que era, o en un sapo o en cualquier malograda criatura con un halo de dignidad suficiente como para encarar nuevamente la primavera.
Todo comenzó una noche a orillas del álgido océano del desconsuelo, un territorio conocido para mí aunque ya casi olvidado. Sin pensarlo demasiado, me asomé tímidamente a su oído y le susurré algunas palabras sin ninguna intención. Sólo aquella que me permitiera demostrarle que estaba dispuesto a combatirla y que podía conjurar su magia, todos esos perversos trucos que guardaba bajo la inocente imagen de una mujer frugal, de bruja y hada apareciendo y desapareciendo entre bambalinas. Fue así que, intentando vanamente no desaparecer, me dispuse a escribir para mí mismo un destino de poeta galopando como Murrieta y me arrimé hasta un campo de batalla inexistente. Pero, claro, no había contrincante, no había nadie en aquel territorio que yo, tontamente, había imaginado propicio para desplegar una táctica que ya había sido ampliamente desmentida a lo largo de la historia de la humanidad: nadie vuelve cuando se va.
Así es, no había nadie, sólo una brisa suave y calma que era capaz de acobardar hasta al más despiadado de los bárbaros, hasta el más desalmado de los piratas que transitan por sus destinos oliendo a sangre y a leyenda para no caer en las garras del olvido.
Entonces, ¿qué hace uno cuando está listo para morir y nadie se atreve a cortar los hilos que lo aferra la esperanza maldita? ¿Qué puede hacer un guerrero cuando nadie le presenta batalla y la espada se le oxida en la vaina junto a los deseos, sin chance de ser desenfundados y sin ni siquiera tener la posibilidad de volver a casa? ¿Qué hace?
Pues bien, esto hice yo: creé mis propias batallas con las únicas armas que tenía. Armé con los restos de un presente sin futuro una torre al borde de un precipicio adonde iría cada noche a rescatar a una amante también inventada, una princesa sin reino. Y admitiendo mi debilidad escalaría su balcón infinito e inalcanzable con la falsa promesa de pintar para ella en una cama las fantasías eróticas de las Mil y una noches.
Y mientras cada noche me sentaba a escribir ese cuento sin argumento real, soñaba con encontrar entre todos los signos de las estrellas un punto final definitivo para poder cerrar aunque sea un capítulo de aquello que asomaba con pretensiones de continuidad in eternum; para poder pasar al siguiente capítulo que, si tenía suerte, escribiría con los despojos de las noches venideras.
Pero me atrapó el silencio, ese último pase mágico que termina siempre envolviendo todas las tristezas y todas las alegrías como para crucificarnos, como si fuese posible resucitar en los brazos de un consuelo pasajero o, al menos, en las garras mortales del amor. Al fin y al cabo, ambos cumplen la misma misión piadosa. Quedé solo hablando con el silencio, ahí también se encuentran respuestas. Yo, sin ir más lejos, encontré las de ella, las que nunca iban a ser posible de satisfacer con palabras. Escuché su silencio y no hubo más nada que decir. No hicieron falta disculpas o justificaciones, no hubo necesidad de explicaciones o excusas. Su silencio lo dijo todo. Supe que era inútil seguir escribiendo una historia sin final, que no viviría para siempre, que la muerte acechaba en cada sílaba malgastada, en cada insulto lanzado ciegamente, en cada trazo olvidado de su rostro. En el silencio escuché los gritos desesperados de mis deseos reprimidos, de mis pudores encumbrados como gerentes de mis deberes. Logré subirme al tren de mis propios latidos iluminando algunas pocas ideas, alimentando las fantasías que me llevaron un día hasta sus gestos. Descubrí lo perfecto de sus imperfecciones que me sirvieron para vencer la estupidez y el orgullo y abrazarme al dolor de su ausencia. Y en ese páramo inhóspito miré a mi alrededor y pude ver como los minutos se me escurrían entre las agujas del reloj, como las horas pasaban colándose frente a la ceguera de mi arrogancia matando toda esa estúpida pretensión de inmortalidad, de creerme invencible. No pude más y, como cualquiera, me dí por vencido. Y sobre las últimas brasas de un fuego ya consumido arrojé los vestigios de una carta de renuncia que nunca sería escrita y me fui de su memoria para siempre.
Así fue. Hablando con el silencio tuve que aceptar que eso era lo único que me quedaría aunque la siguiese hasta el infierno, aunque traicionara al destino tratando de montarme a su escoba que la había llevado de regreso a su torre barriendo cada una de las palabras que había escrito en su nombre.
Y colorín colorado…
RR
Foto: Pablo Silicz
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