jueves, 14 de mayo de 2015

CRÓNICA DE OTOÑO


al genio ciego y sus astucias

      Una tarde cualquiera froté una lámpara, salió un genio y me dijo: “¿qué deseas?” No supe qué contestarle. Me quedé tieso ante esa pregunta tan simple como inesperada. Es que me había pasado la vida especulando sobre las posibilidades y las oportunidades, pero cuando tuve una, no supe qué hacer.
     Entonces comencé a preguntarme lo que nunca me había preguntado: ¿qué pasaría si ahora mismo apareciera el amor de mi vida? ¿Qué le diría? ¿Qué podría decirle, finalmente, cuándo me había pasado la vida ensayando malogradas cartas de despedida? ¿Cómo sería capaz de decirle "te quiero" o "quedate a mi lado" cuando en realidad me había acostumbrado a este traje de cartero de cuentos reiterativos, plagados de adioses dolorosos y fracasados? 
     Miré al genio a los ojos y lo único que pude hacer fue pedirle un consejo. Pero antes, le conté con detalles acerca de una mujer que acaparaba mis horas y mis desatinos, que enmudecía mi silencio y escribía con su letra mi historia en las tardes en donde me sentaba a recoger hojas del suelo húmedo para pintarlas con el ocre de un otoño propio, mientras esperaba pacientemente el invierno para luego teñirlas de verdes esperanzas y cálidas brisas que me acompañaran a olvidarla junto al mar. Tuve la sensación de que él ya había escuchado este tipo de historias miles de veces de otras bocas. Lo supuse porque soy de los que creen que hasta los personajes más empedernidos y despreocupados caen en algún momento en la desesperación de lo inolvidable, de las caricias que no se retiran y vuelven a los dedos de donde salieron. 
     Sin embargo, este genio no era uno de esos de lámpara dorada y vestimentas arábigas. No, él era un genio real, de carne y hueso, de los que aparecen muy de vez en cuando bajo misteriosas circunstancias; de los que no prometen sino que andan por los caminos escribiendo en los muros de las ciudades, en la tierra ensangrentada de los campos, en las bitácoras de las vidas efímeras y la muerte eterna. Este era uno de esos genios que han sabido dilucidar con un trazo de tinta eso que para otros termina siendo la soga que ciñe del cuello todas sus ilusiones: los misterios sobre los que pendulan los amores y el olvido, la razón y la esperanza. 
     No me salió otra cosa que pedirle un consejo. Ni siquiera le dije sobre qué. “Dame un consejo, genio”, le dije y callé. Él me miró ciegamente y sostuvo su bastón tembloroso por unos segundos. Luego sonrió levemente apuntando su mirada ausente hacia mi pasado. Eso fue todo. 
     Debo confesarlo: me sentí desanimado. No sabía qué era lo que estaba tratando de decirme (si es que estaba tratando de decirme algo). Me quedé cabizbajo, un tanto decepcionado. Yo esperaba una revelación, un conjuro que me permitiera desentramar los nudos de mi destino. 
     Finalmente comprendí que el silencio de su mirada oscura me estaba dando la bienvenida a un mundo antes inexplorado: el de las tinieblas y los fantasmas, el de los fracasos y las desolaciones, el del amor sin razones y las razones inexistentes para el amor. Observé a mi alrededor y comprendí súbitamente que no había nada en ese mundo más importante para mí que el instante que me contenía. Sin más, coincidí con él en que vivimos dentro de un tiempo inexorable y finito y que, por alguna razón inescrutable, a veces alguien coincide en ese mismo lugar, en ese mismo instante. Supe que esa era la encrucijada donde todos los por qué se encuentran con los cómo y los cuándo, donde es preciso elegir ser o no ser. Y elegí ser y dejar de lado los superfluos los relojes y los inservibles calendarios. 
     Ahí mismo, con el sonido de fondo de su respiración que se perdía en el punto final, este genio astuto plantó en mí la semilla de algunas verdades que ya no podrían ser desmentidas. Tuve que asumir que las derrotas son inevitable y que, así como nadie le gana a la muerte, ni yo ni ningún amante saldrá indemne jamás de una batalla amorosa. Aquella mirada perdida que se había posado entre los crujidos de mis horas pasadas me reveló la inevitabilidad de las frustraciones ocasionales y la inutilidad de perseguir al olvido como a la vida eterna. Es así como me lancé sin pudores al abismo infinito del instante, a quererla en la persistencia del desvelo y del insomnio, en la locura de un heroísmo tantas veces fue maravillosamente relatado por el trazo profético de este genio. Un genio verdadero que todavía hoy logra contagiarme el coraje necesario para seguir los pasos de esta mujer, persiguiendo su aroma por los renglones desordenados de la noche en relatos horrorosos que me dicta la desesperación y la angustia; o cuando llega finalmente la hora de morir por ella para renacer de madrugada con las melodías que nacen de otros que, al igual que este, me conducen por los arrabales de su instante. Un instante que es únicamente de ella, por donde me gusta sacar a pasear cada tanto al mío sonriéndole con un poco de vergüenza, dibujándole corazones en hojas marrones y secas de tardes otoñales, que deslizo cada noche silenciosamente bajo su puerta junto a los restos ciegos de mi mirada que se ha ido para siempre con sus ojos.

RR


Foto: Pablo Silicz

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