al genio ciego y sus astucias
Una tarde cualquiera froté una lámpara, salió un genio y me dijo:
“¿qué deseas?”
No supe qué contestarle. Me quedé tieso ante esa pregunta tan simple
como inesperada. Es que me había pasado la vida especulando sobre las
posibilidades y las oportunidades, pero cuando tuve una, no supe qué
hacer.
Entonces comencé a preguntarme lo que nunca me había preguntado:
¿qué pasaría si ahora mismo apareciera el amor de mi vida? ¿Qué le
diría? ¿Qué podría decirle, finalmente, cuándo me había pasado la vida
ensayando malogradas cartas de despedida? ¿Cómo sería capaz de decirle
"te quiero" o "quedate a mi lado" cuando en realidad me había
acostumbrado a este traje de cartero de cuentos reiterativos, plagados
de adioses dolorosos y fracasados?
Miré al genio a los ojos y lo único que pude hacer fue pedirle un
consejo. Pero antes, le conté con detalles acerca de una mujer que
acaparaba mis horas y mis desatinos, que enmudecía mi silencio y
escribía con su letra mi historia en las tardes en donde me sentaba a
recoger hojas del suelo húmedo para pintarlas con el ocre de un otoño
propio, mientras esperaba pacientemente el invierno para luego teñirlas
de verdes esperanzas y cálidas brisas que me acompañaran a olvidarla
junto al mar. Tuve la sensación de que él ya había escuchado este tipo
de historias miles de veces de otras bocas. Lo supuse porque soy de los
que creen que hasta los personajes más empedernidos y despreocupados
caen en algún momento en la desesperación de lo inolvidable, de las
caricias que no se retiran y vuelven a los dedos de donde salieron.
Sin embargo, este genio no era uno de esos de lámpara dorada y
vestimentas arábigas. No, él era un genio real, de carne y hueso, de los
que aparecen muy de vez en cuando bajo misteriosas circunstancias; de
los que no prometen sino que andan por los caminos escribiendo en los
muros de las ciudades, en la tierra ensangrentada de los campos, en las
bitácoras de las vidas efímeras y la muerte eterna. Este era uno de esos
genios que han sabido dilucidar con un trazo de tinta eso que para
otros termina siendo la soga que ciñe del cuello todas sus ilusiones:
los misterios sobre los que pendulan los amores y el olvido, la razón y
la esperanza.
No me salió otra cosa que pedirle un consejo. Ni siquiera le dije
sobre qué. “Dame un consejo, genio”, le dije y callé. Él me miró
ciegamente y sostuvo su bastón tembloroso por unos segundos. Luego
sonrió levemente apuntando su mirada ausente hacia mi pasado. Eso fue
todo.
Debo confesarlo: me sentí desanimado. No sabía qué era lo que
estaba tratando de decirme (si es que estaba tratando de decirme algo).
Me quedé cabizbajo, un tanto decepcionado. Yo esperaba una revelación,
un conjuro que me permitiera desentramar los nudos de mi destino.
Finalmente comprendí que el silencio de su mirada oscura me estaba
dando la bienvenida a un mundo antes inexplorado: el de las tinieblas y
los fantasmas, el de los fracasos y las desolaciones, el del amor sin
razones y las razones inexistentes para el amor. Observé a mi alrededor y
comprendí súbitamente que no había nada en ese mundo más importante
para mí que el instante que me contenía. Sin más, coincidí con él en que
vivimos dentro de un tiempo inexorable y finito y que, por alguna razón
inescrutable, a veces alguien coincide en ese mismo lugar, en ese mismo
instante. Supe que esa era la encrucijada donde todos los por qué se
encuentran con los cómo y los cuándo, donde es preciso elegir ser o no
ser. Y elegí ser y dejar de lado los superfluos los relojes y los
inservibles calendarios.
Ahí mismo, con el sonido de fondo de su respiración que se perdía
en el punto final, este genio astuto plantó en mí la semilla de algunas
verdades que ya no podrían ser desmentidas. Tuve que asumir que las
derrotas son inevitable y que, así como nadie le gana a la muerte, ni yo
ni ningún amante saldrá indemne jamás de una batalla amorosa. Aquella
mirada perdida que se había posado entre los crujidos de mis horas
pasadas me reveló la inevitabilidad de las frustraciones ocasionales y
la inutilidad de perseguir al olvido como a la vida eterna. Es así como
me lancé sin pudores al abismo infinito del instante, a quererla en la
persistencia del desvelo y del insomnio, en la locura de un heroísmo
tantas veces fue maravillosamente relatado por el trazo profético de
este genio. Un genio verdadero que todavía hoy logra contagiarme el
coraje necesario para seguir los pasos de esta mujer, persiguiendo su
aroma por los renglones desordenados de la noche en relatos horrorosos
que me dicta la desesperación y la angustia; o cuando llega finalmente
la hora de morir por ella para renacer de madrugada con las melodías que
nacen de otros que, al igual que este, me conducen por los arrabales de
su instante. Un instante que es únicamente de ella, por donde me gusta
sacar a pasear cada tanto al mío sonriéndole con un poco de vergüenza,
dibujándole corazones en hojas marrones y secas de tardes otoñales, que
deslizo cada noche silenciosamente bajo su puerta junto a los restos
ciegos de mi mirada que se ha ido para siempre con sus ojos.
RR
Foto: Pablo Silicz
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