Volví una noche (como predijo un tango). Lo hice sólo para entretenerme, para pasar el rato, buscando reconocer los pasillos oscuros e inexplorados de los recuerdos de quienes me habían conocido y se habían encargado en mi ausencia de armar mi biografía (no autorizada, claro). Pero no volví con intención de desmentir nada ni de negar mis pecados. No, lo hice porque sí, porque tenía la posibilidad de hacerlo y eso era suficiente. Lo lógico hubiese sido ir directamente hacia su casa, pero no era capaz de admitir el antojo de pavonearme impunemente por su lado. A pesar de todo, tenía ciertos resguardos sobre mi condición y desconfiaba de la inmunidad que me proporcionaba. Decidí, entonces, dar un paseo primero por la vieja escuela ya abandonada y montarme a los techos desde donde observar algunos pedazos sueltos de una niñez feliz yendo y viniendo en bicicleta. Volví a caminar los bulevares y la plaza y hasta me paré en la puerta del único edificio sentándome unos minutos sobre la escalinata de la entrada tratando de recordar una sonrisa ya casi olvidada, teñida con un celeste perpetuo como el cielo.
Nunca le había prestado demasiada atención a aquellos que comentaban sus propias experiencias. Algunos habían terminado un poco deprimidos y acongojados y eso me provocaba ciertos resquemores. Supongo que prefería mantener cierta distancia y tomar las precauciones del caso como para evitar toparme con lo inmodificable. No obstante, como al gato, terminó matándome la curiosidad.
Hice, entonces, un recorrido breve por algunas tristezas de la adolescencia pero, llegado el momento, tuve que admitir que ya no podría seguir negando mis verdaderas intenciones. Ya había hecho todos los ejercicios de camuflaje y distracción, no era necesario arruinar el viaje sometiéndome a un juicio inútil en donde no habría ni jueces ni jurados, ni siquiera iba a servir de nada sentarme voluntariamente en el banquillo de los acusados. Preferí ejercer mis derechos naturalmente y sin remordimientos.
La esperé pacientemente a que atravesara su puerta ocultándome sin necesidad. Ahora me doy cuenta de que: no me ocultaba por temor a que me viera sino por mi propio temor a verla, a sentir todo el peso del alma cayendo sobre mí desmintiendo a la mismísima muerte. Cualquiera puede ocultarse de la justicia divina o del castigo infernal; cualquiera puede ser capaz de esconderse para siempre de las miradas y las habladurías, de los rencores y los prejuicios; cualquiera puede esquivarle a la muerte y al olvido. Pero nadie podrá ocultarse jamás de su propia alma cuando persigue un amor. Porque el alma es la más perseverante de las creaciones, la más insobornable de las criaturas y contra ella no existe más remedio que la aceptación, el único camino posible para ser uno mismo.
La seguí unas cuadras tratando de mantener cierta compostura, procurando no lanzarme como un espíritu maldito sobre su yugular buscando una resurrección imposible o, al menos, improbable. La observé cruzar las calles despreocupada y aparentemente feliz. El sol le dibujaba una sombra sobre la vereda y de esa sombra tomé su mano por un momento y abracé su cintura y apacigüé mis ansiedades. Al llegar a una esquina poblada de árboles me despedí con un beso que ella creyó imaginar porque miró para atrás un tanto sobresaltada aunque sin temor. La observé mientras se iba y volví hasta su casa, sabía que tenía algunas horas antes de que ella volviese.
Al entrar todo me resultaba ajeno -vamos, lo era-, sólo su aroma era fácilmente reconocible (el olfato es una de las sensaciones que nunca se pierde). Todo estaba tal cual era ella, ordenado en un caos que le era propio e impenetrable. Anduve por los rincones y los resquicios donde creía que podría encontrar algún rastro reconocible que pudiese calcar en mis manos como para tener algo que mostrar a los demás. Esto, en realidad, era una excusa, sabía perfectamente que nunca le diría a nadie que había estado ahí, y menos aun me atrevería a desmentir un pasado falso que había sido armado meticulosamente para sobrevivir a su recuerdo. Me detuve entre sus libros buscando uno que siempre quise saber si estaría: ahí estaba. Sonreí entre satisfecho y avergonzado. Había negado esa posibilidad eternamente. Uno hace cualquier cosa para llevar adelante la eternidad. Finalmente, me senté en su cama desarmada y di una mirada a todo lo que me rodeaba, tomé una especie de foto panorámica de despedida. Al mirar hacia abajo vi asomarse una pequeña cajita azul con lunares blancos que pude reconocer inmediatamente. No estaba seguro de si debía interrumpir aquel pacífico momento arriesgándome a contaminarme de algunas realidades. Todos guardamos cajitas azules, carpetas amarillentas, sobres lacrados que guardan trozos de un pasado que es altamente radioactivo y mortal. Todos tenemos la enfermiza costumbre de aferrarnos a las sin razones y a los desvaríos que crecen en el laberinto de la memoria cruel, nos guardamos un botiquín de recuerdos inútiles y dañinos por si en una noche necesitamos justificar alguna lágrima o algún desconsuelo que nos sorprende en medio de una borrachera solitaria.
Ahí estaba la cajita develando una impunidad que sabía que tenía la posibilidad de ejercer y consideré que nunca tendría más utilidad que en ese momento. Como nada aseguraba la tapa, no quedarían rastros de mis uñas ni podrían ser escuchados mis ronroneos antes de una muerte que se anunciaba segura.
Sí -pensé buscando convencerme de algo-, todos guardamos algo de nosotros que no contaremos a nadie. Y de todo lo que guardamos, es lo que hemos hecho nuestro sin pedir permiso lo que nadie podrá quitarnos nunca; eso que nos hemos apropiado para siempre, para mantener algunas pocas e íntimas esperanzas de que quizás no todo haya sido en vano, de que, por alguna razón misteriosamente maravillosa, no seremos otra cosa que quienes hemos sido siempre.
Reconocí inmediatamente el trazo de una tinta que había cambiado de color pero que no había logrado desteñir ni un poco el tono de las palabras que estaban escritas bajo algunos rastros de humedad que yo me imaginaba condimentada con la sal del recuerdo. Casi temblando, levanté aquella hoja, miré hacia los costados y me hundí de cabeza en mi vida.
“¿Dónde estás? ¿Dónde te fuiste que aparecés constante y desnuda por estas horas de la noche, por mis viejos desencuentros, por mis falsas alegrías? ¿Dónde queda ese lugar que te resguarda de mis escasas posibilidades de borrarte de un plumazo? Yo no quise recordarte, me pasé tardes enteras vociferando tu nombre entre las voces que agrietaban mis silencios para que creyeran que ya no te buscaba, que si podía hablar de vos era porque finalmente había alcanzado ese lugar miserable de los que hablan por hablar para inventarse un presente libre de pasado al que nunca podrán convertir en futuro.
Pero cuando me paro frente a la verdad para tratar de convencerla de mis argumentos no me queda otra que asumir secretamente la mentira. Porque me mintieron quienes me ofrendaron la posibilidad de borrarte de mi vida y me mintieron quienes dijeron que te arrancarían de mis deseos. Me mintieron. Me hablaron del tiempo y de su pócima mágica, de su poder milagroso y su medicina implacable.
¿Dónde estás? Si ya casi me había acostumbrado a pretender que nunca habías existido, que ese agujero en el pecho era solo una pequeña arritmia cardiaca fácilmente solucionable con algún medicamento o, a lo sumo, un transplante de un corazón que...
¿Y ahora? ¿Quién me dictará estas eternas despedidas nocturnas? ¿Quién animará mis ansiedades desde las sombras? ¿Quién justificará mis infortunios y mis fracasos? Y no se trata ni de promesas ni de juramentos. No. Se trata de ser o no ser, del olor a podrido en Dinamarca, de morir de pie a vivir de rodillas, del aroma que destilan los sueños al amanecer cuando el sol sale con la impunidad del es sin que importe nada lo que yo crea que debe ser. De lo que se trata es de terminar dignamente esta vida y renacer en la próxima con otras palabras, libres de tu recuerdo que se ha apoderado de mi memoria y de mis palabras, que ilumina mis noches dejándome a la deriva en el desvelo de quererte sin razón, sin ni siquiera el valor para confesar que la muerte me encontrará antes que el olvido verdadero y no esta mascarada cursi de cartas de amor para nadie, a las que pongo fin a partir de este mismo instante guardándome un párrafo para arrojar al fuego en tu nombre. Adiós”
Me quedé en silencio mirando perdido esa última palabra, ese último “Adiós” que era una mentira más, un argumento pobre e insostenible ante la verdad que, como tal, sólo puede ser ocultada temporalmente pero que inevitablemente siempre vuelve. y que esta vez me había arrastrado hacia ella después de haber convivido todo este tiempo a mi lado en silencio, sabiendo que su momento llegaría algún día. Pues bien, ese momento había llegado.
No hizo falta pensar hurgando entre los vestigios de una memoria que ha sido mi más acérrima enemiga pero, a la vez, mi más leal compañera. Doblé las dos hojas y las coloqué tal cual había encontrado todo en la cajita azul. El fuego no había rozado siquiera los márgenes de aquel último párrafo y sentí que era justo devolverle aquello que siempre le había pertenecido. Yo ya no tenía lugar en su mundo pero sí lo tenía ella en el mío, en el de los gatos curiosos y sin más vidas disponibles, en este al que he vuelto después de cumplir el destino inexorable del Dante a quien creemos poder desmentir desde la petulancia de vivir como inmortales para no asumir el fracaso de cualquier intento de negar lo innegable: que cuando se persigue a Beatriz, ni la muerte celestial puede detenernos, ni el fuego del infierno quemar su recuerdo.
“No, querida, ni siquiera se trata de vos, se trata de mí. Yo soy tu olvido y tu memoria; yo soy tu pecado y tu perdón; yo soy todo lo que no quiero pero debo. No importa dónde yo esté, si en el olvido o en el recuerdo, si en el poblado cielo de los cobardes o en las tinieblas de los valientes, no importa ya. Yo estaré donde vos decidas quedarte y te acecharé inofensivo como una sombra, y te cuidaré sin que me lo pidas y sostendré tu aliento cuando la cuenta haya finalizado. Seré yo quien te abrazará cuando la muerte te encuentre. Seré yo tu plaza cuando te toque renacer en Buenos Aires o en Moscú o en la cama de un amante sin mérito, no importa. Seré yo quien recoja tu ropa y tus enceres cuando el final de la historia te guarde con el resto. Sí, seré yo quien les dé un último vistazo a tus nostalgias antes de que se evaporen con tu recuerdo. Te lo juro, seré yo.”
RR
Foto: Andrea Alegre
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