sábado, 18 de julio de 2015

TODAVÍA BESOS


     No sirvió de nada que yo la quisiera. Ni serviría de nada que le confesara ahora mismo, en este mismo instante, que detrás de la noche se esconde ese hombre lobo que aúlla en su nombre, que la llama para compartir su celo, para aparearse sin ninguna razón importante que esgrimir, sólo el deseo.
     ¿Y qué razón más importante que el deseo? ¿Qué más hace falta para seguir vivo entre la mierda cotidiana y los pobres prójimos que se nos mueren alrededor que el deseo de estar vivo, de hallarla a ella en la escalinata de un edificio perdido en el campo para quererla, incumpliendo ella los deberes de mujer respetable y yo los de un padre responsable?
     No, pensándolo bien, no creo que sirva de nada que me lance desde la azotea hasta su ventana, y entre sigilosamente sin mover demasiado las cortinas -despacio, escabulléndome de mi mala suerte- y la abrace en medio de esta noche que quién sabe con quien comparte. No serviría de nada porque, como dijo Cortázar, falta el otro extremo del puente.
     Eso es lo que pasa. Me falta el otro remo para dejar de dar vueltas en círculos alrededor de esta idea maliciosa que siempre aparece a la hora del vino y el cuarto creciente, cuando los perros ladran sin saber por qué y yo me siento, al igual que ellos sin saber por qué, frente a su fantasma que aglutina casi todas las esperanzas de escribir algo digno que no la nombre. Esperanzas que, sin dudas, se harán trizas ya mismo.
     Entonces… Que me perdone, no es que no quiera. Es que no sirve. Y cuando digo que no sirve no es que esté esperando un gesto de su parte, un "gracias" de esos que son pura pena, puro desencuentro, pura agonía. No sirve porque no sirve, porque no la tengo al alcance de la mano cuando ella me sonríe mirando por el agujerito escudriñando mis palabras. Pero, fundamentalmente, no sirve porque estaría faltando a mi palabra de buscarla cuando ella me lo pidiese, y ella no me lo está pidiendo. No hay en su mano ninguna intención de capturar la sortija, de gritar “pido”, de agarrar la pelota y llevársela enojada a su casa para que yo vaya a mimarla un poco y trate de convencerla de los beneficios de jugar un rato más conmigo. No, no hay nada de eso.
     Porque ni siquiera va a hacer caso a este final abrupto que estoy escribiendo ahora y que dice que en este momento ella se ha parado en el umbral de su puerta con las lágrimas de los dolores añejos a reclamar mi atención, mi falsa sabiduría de perogrullo que sirva al menos para atenderla y consolarla; para que no se nos sigan yendo los trenes, para que yo mande todo al diablo y la invite inmediatamente a tratar de recuperar algunos besos todavía frescos, todavía húmedos. Todavía besos.

RR


Foto: Guillermina Raggio

jueves, 9 de julio de 2015

BOTAMANGA, EL RESTAURADOR DEL FÚTBOL


     ¿Por qué jugaba Botamanga? ¿Qué era lo que le importaba a la hora de desplegar sus alas de hada de la Tierra del Fraseo Futbolístico: el juego o el resultado?
     Durante años hemos sido expuestos a la dialéctica confusa que han propuesto menottistas y bilardistas. El fin o el medio. La belleza o la eficacia. Dulce o salado. Pues bien, un día, después de un breve hiato en mis investigaciones sobre mi ídolo, decidí volver a la carga para intentar hallar la respuesta a estos interrogantes que, como el resto de la misteriosa leyenda de este ser tan voluminoso como genial, quizás logren aceitar los gastados engranajes del mediocre periodismo deportivo actual.
     Ya he contado en otras oportunidades que Botamanga Varela no se ajustaba a descripciones precedentes. Con sólo un pequeño destello de su luminaria derecha era capaz de eclipsar las sombras fantasmales que desplegaban los mediocres y toscos rivales que groseramente se oponían a su arte.
     Alguna vez, su hermana Mechi me había comentado que existía un personaje oculto en la mágica historia de este Quijote del balón. Así es, existía una mujer que había conocido a Varela como pocos y que, según contaba el chusmerío opróbico, todavía moraba en los alrededores. Me propuse sin más encontrar a esta mujer.
     En cuestiones femeninas, Botamaga había sido siempre muy discreto y selectivo. Nunca nadie le conoció un amor, aunque era de dominio público que todas amaban a Botamanga. Todas soñaban con deslizarse eróticamente sobre su sudor prominente luego de un jueves de gloria futbolística desmintiendo las leyes de la física con el efecto imposible de los esféricos acariciados por su pie derecho, y acobardando a los cirujanos más renombrados que huían despavoridos al ver la ingesta monumental post partido de Varela.
     No fue fácil encontrar a esta mujer desconocida. Después de mucho revolver entre documentos y potes pegoteados de dulce de leche, que formaba el cuantioso archivo que poseía de mi ídolo, logré dar con una pista. En la periferia, apartada del ruido de la ciudad, fluía la vida de una muchacha pequeña de mirada fulminante y costumbres esquivas que me abrió las puertas de su casa una tarde de domingo gris. Inmediatamente al verla pude confirmar dos cosas: una, era ella a quien buscaba pues respondía ciento por ciento a la descripción que me había hecho Mechi de aquella mujer secreta; dos, me había enamorado perdidamente de ella en ese mismo instante.
     Renata Verdi abrió la bóveda de su alma recordando a su viejo amigo y trayendo de los anaqueles de la memoria los más inverosímiles recuerdos que, una vez más, hacían flamear la bandera de la esperanza de salvar a la humanidad de su destino aciago. Falsos profetas que no podrían sostener un día más sus engaños luego de que el santo grial de este Mesías del fútbol fuese rescatado del mito para ser colocado como corresponde a la vista de todos, desde jóvenes marcadores de punta con anhelos de volantes ofensivos, hasta inescrupulosos leñadores centrales con las más deplorables intenciones contra la única religión que habitarán los verdaderos apóstoles de este juego sin igual: la religión monoteísta de Botamanga Varela.
     Y pido permiso a partir de este momento, porque no sería justo contar esta historia esgrimiendo una falsa objetividad, no sólo con respecto a Botamanga que, como bien saben todos, soy incapaz de sostener pues sus amistosos dones han logrado reconciliarme con la vida, darle un sentido que antes no tenía al contar su historia, la historia interminable de la lucha entre el bien y el mal; sino con respecto a mi interlocutora, Renata Verdi, de quien tampoco puedo declararme libre y soberano ya que durante aquella entrevista nunca logré ser inmune a sus encantos y caí vencido cual soldado rosista en Caseros sin lograr revertir jamás el poder de su embrujo que aun hoy me persigue por los campos inhóspitos de la derrota amorosa.
     Pero, sin embargo, nada de lo que esta ninfa homérica me contaba podía sorprenderme del todo, pues yo estaba bien seguro de los poderes sobrenaturales de Botamanga y conocía perfectamente cada detalle de sus movimientos estratégicos dentro del campo de juego, cada efecto alucinante que podía tomar el giro orbital de la pelota luego de abandonar el empeine de su pie derecho, cada condimento que podrían adornar los kilos de lechón que era capaz de engullir el Gran Varela mientras otros claramente más esbeltos que él rescataban la pelota clavada en el tinglado del complejo deportivo luego de alguno de sus delicados tiros libres.
     Pobre de mí, que mientras escuchaba a Renata, no conseguía sacarle los ojos de encima ni un momento. Mi alma volaba embelezada en vuelo triunfal junto a mi mente de águila guerrera que tantas veces la había interrogado ferozmente acerca del tiempo restante para que decidiera finalmente entregarse rendida a los vulgares placeres de las mujeres fáciles y así dejar de perseguir inútilmente sueños imposibles. Rápidamente pude descubrir que Renata, aparte de tener un aprecio inocultable por Botamanga, también había caído presa alguna vez de sus encantos. Ella intentó disimular este hecho pero yo, que soy un buen observador (sobre todo de las mujeres que huyen inexorablemente de mi presencia), descubrí este dato irrefutable. Hablamos durante toda la tarde repartiéndonos mates y miradas y, como sucede siempre con los ratos amables, mi tiempo a su lado se extinguió mucho antes de lo que yo hubiese deseado. Porque lo que yo deseaba era quedarme a vivir en sus horas por siempre. Imagínense, poder despertar cada mañana al lado de la mujer que tantas veces había soñado como una causa justa para abrazarme a la muerte; y que fuera ella, justo ella, Renata Verdi, la persona que más sabía de Botamanga Varela en este mundo, la testigo de sus pormenores y sus secretos, la fiel guardiana de los testimonios más inolvidables, de las imágenes veladas a la opinión pública por tantos años, de las recetas de antiácidos y los resultados deplorables de cada estudio médico que se había realizado nuestro yogui de la trascendencia futbolística cada viernes por la mañana después del coma que inevitablemente seguía a la ingesta post futbolística de los jueves por la noche.
     Una vez más, Botamanga marcaba mi vida contundentemente. Ya no era sólo mi ídolo, la cruz del sur que me guiaba por los esteros desolados de mis noches solitarias, sino que se había convertido sin saberlo en la Celestina que me expuso descarnadamente al crudo relámpago del amor inconfesable, a la dolorosa monotonía de la borrachera de ansiedades que me dejaron hecho un pelele sufriente añorando a Renata Verdi, tirado entre papeles y documentos valiosísimos que se iban tiñendo con la tinta enloquecida de poemas de amor y canciones desesperadas. Y en esas noches de tormentos que desgarraban mi alma nada lograba consolarme, ni la guitarra en el ropero, ni la lámpara en el cuarto, ni aquel espejo que lloraba su ausencia. No, la única cosa que pudo rescatarme del precipicio infinito de aquel fracaso amoroso fue mi destino de biógrafo de este ser intergaláctico, de este barrilete cósmico. Gracias a eso, Renata Verdi arderá en mi corazón por siempre mientras yo atraviese el Universo buscando el planeta del que vino Botamanga Varela.
     Sí, nada logrará detenerme en la persecución de mi obra ineludible. Me he propuesto resolver las ecuaciones que hagan falta para despejar cualquier equis maliciosa que pudiese empañar el recuerdo de Botamanga. Y aunque deje jirones de mi vida en el camino, yo levantaré su nombre y lo llevaré como bandera hasta la victoria.
     Entonces, ¿qué era lo que nuestro corsario invencible disfrutaba más: la belleza, esa armoniosa sincronía entre sus deseos y la trayectoria ecuménica del balón por él tocado, o el marcador final que ponía un sello definitivo a las especulaciones de quienes necesitaban ordenar el ranking de los mejores? ¿Qué causa, qué razones, qué circunstancias alentaban a Varela a empujar cuesta abajo por la autopista al infierno su Dodge 1500 cada jueves por la noche para acercarse humildemente a la guarida de los feroces vampiros de las defensas contrarias que anhelaban beber de su sangre una vez depuesta la esperanza que desplegaba su juego mediante un golpe totalitario y vil a sus delicados tobillos? Pues bien, después de mucho investigar entre viejas fotos y aquellos nuevos datos que me había provisto mi amada inmortal, mi Venus inalcanzable, mi destino inolvidable para todas mis ansiedades futuras, pude llegar a una conclusión: lo que animaba a Botamanga cada jueves a mover su vara mágica, asombrando a todos aquellos que buscaban ser rescatados de sus tristes destinos de sapos para ser convertidos en príncipes de un reino gobernado con hidalguía por su derecha inefable, no era elevar del fango de la lucha miserable un juego ya pervertido por el dinero y la corrupción moral, ni tampoco la necesidad de figurar en las estadísticas frías que dicen desabridamente que los magros resultados que obtenía cada noche el equipo de Botamanga eran una muestra clara de que ganar es todo.
     No, señoras y señores, nada de eso importaba cuando le llegaba la hora de abandonar todo, de dejar los placeres sexuales que le eran dispensados por sus innumerables admiradoras (y se comenta, aunque no he podido comprobarlo certeramente, de algún/a admirador/a de rasgos más bien masculinos); de retrasar el arreglo de esa perversa gotera que hacía estragos en el fino tapizado de su verde Dodge 1500; de recaudar el dinero necesario para abonar el servicio de televisión por cable que generosamente dividía entre las seis manzanas circundantes a su casa en las afueras de la provincia. Nada de eso podía poner palos en la rueda de la maquinaria biológica que comenzaba a funcionar apenas asomado el sol de cada jueves que le avisaba cual gallo despertador que era ese el día del ágape nocturno y que jamás nada lo detendría en la consecución de superar su record anterior de deglutir en menos de una hora cinco choripanes, veintitres chinchulines, un vacío, dos costillares y cuatro flanes adornados con generosas cucharadas de dulce de leche. Y si para lograr aquello debía poner en juego su prestigio, el honor de su nombre y el estado calamitoso de su sistema vascular para acrecentar su leyenda al ritmo que acrecentaba su talle, pues lo haría. 
     Porque así como algunos hemos sido elegidos por un azar inescrutable para alzar mediocremente la pluma en la penosa tarea de ocultarnos de nuestros amores y así intentar sobrevivir a los embates de la memoria cruel, otros han sido elegidos por los dioses de un Olimpo más lejano y glorioso que el de Bahía Blanca para ahuyentar los demonios que meten su cola tratando de hacernos caer definitivamente en el aljibe de la pena. Por eso es mi deber continuar a pesar de todo, cueste lo que cueste, con esta tarea de despejar cualquier neblina que pretenda ocultar el brillo incomparable de Botamanga Varela, mi ídolo.

RR


martes, 7 de julio de 2015

LA TIERRA DE LOS HOMBRES FELICES


     Vení, pasá por acá, dejame guiarte por la Tierra de los Hombres felices, de los que han dejado el corazón en otras manos para beneplácito de los poetas y como consuelo de los malditos. 
      En esta tierra habitan los que han llegado luego de perdurar por siempre en corazones ajenos y distantes para todos sus suspiros y todas sus palabras; para sus falsos logros que jamás le importarán a nadie. Estos seres son personas acaso sombrías pero, sin embargo, sociables una vez que uno logra establecer una relación con ellos -aunque siempre será una relación distante, una comunicación por lenguaje de señas-. Y sus señas siempre saldrán de los agujeros y los silencios que interrumpen sus memorias, que destrozan cualquier intento de hacerlos recordar. Porque ellos ya no quieren recordar, ellos quieren ser felices. Es por eso que han decidido venir a vivir acá la vida de los muertos, la felicidad sin motivos. La sonrisa del payaso dibujada por encima de la tristeza eterna.
      En la Tierra de los Hombres felices no se escuchan murmullos, nadie habla en voz baja. Quien tiene algo para decir, lo dice y ya. Y quienes quieren escuchar lo hacen, y si no se marchan, se retiran en silencio sin dar opiniones superfluas e innecesarias, sin apresurarse a refutar la intachable sabiduría de una boca que sabe callar.
      En la Tierra de los Hombres felices el amor es el más santo de los pecados y todos quieren ir hacia ese infierno que los devore y los torture. Todos quieren encontrar el celo que los arrastre como animales salvajes sin que importe caer en las garras del olvido. Al fin y al cabo, el amor y el olvido son la misma cosa, las dos caras de una misma moneda. No existe en esta tierra ninguna chance de olvidar un amor si no es con otro; como no existe un amor que no vaya a morir en el olvido un día.
      Sin embargo, son hombres felices, seres conscientes del dolor de estar muriendo de por vida. Porque en la Tierra de los Hombres felices, los hombres mueren de verdad y no necesitan lápidas ni epitafios que los recuerde, pues la memoria de sus muertos nunca muere y eso los hace aun más felices. Porque los Hombres felices saben que sin la muerte no podrían ser felices, andarían como sonámbulos sin descanso, no podrían sostener de ninguna manera la feliz tragedia de buscar a la mujer de sus vidas, a los hombres de sus sueños. Saben que buscar la salvación de la muerte es la madre de la violencia, y ellos prefieren morir en el sudor manso que recorre la espalda cuando unos pechos anhelados en la intimidad se descubren y tocan la piel del adversario en un partido que, si no se tiene el coraje de animarse a perderlo, no sirve de nada jugarlo.
      Y los Hombres felices lo saben. Saben que morirán un día después de reír y llorar, después de brindar por el último destello de luz que saldrá del recuerdo del que viven huyendo. Saben que si no fuera por la muerte jamás podrían haberse curado de las soledades de la vida.
      Por eso es que los Hombres felices somos felices. Porque sabemos que la felicidad no se consigue ni se pierde, no se compra ni se vende. La felicidad se persigue detrás del aroma y la tibieza de una tarde de verano, a la sombra o al solano, abrazados a unas piernas o en la compañía de una canción desesperada que, como sabemos bien, está hecha para nosotros, para los hombres felices que confesamos mentiras porque nuestras verdades son inconfesables. Sí, los Hombres felices somos capaces hasta de animarnos a escribir descaradamente y sin vergüenza desde el pasado para los futuros de mujeres atadas a las melodías de violines desolados. Mujeres que evocan en los dolores de sus cuerpos arrepentimientos inservibles y añoran una felicidad que, aunque no lo admitan, está ahí, al alcance de la mano, a unos pasos de distancia, justo antes del final de este cuento que pienso dejar acá, en la puerta de entrada a la Tierra de los Hombres felices.

RR


Foto: Andrea Alegre

jueves, 2 de julio de 2015

LOS DÍAS POR VENIR


     Los días por venir no vendrán. Eso te lo puedo asegurar yo que ya ni siquiera existo en este texto que ha perdido la gracia como yo he perdido las ganas de escribirlo. Esos días no son nada, consisten únicamente en un perverso entretenimiento entre la imaginación y un corazón desolado. Los días por venir son hijos del morbo del fracaso del presente, de la persistencia del pasado, de la lucha infatigable de algunos amores por volverse eternos. Una lucha sin ganadores.
      ¿O vos qué creés que estamos haciendo ahora los dos acá? ¿Qué otra cosa estamos haciendo sino siendo eternos, espiándonos a escondidas, ojeándonos las cartas para ver si nos podemos anotar algún poroto? Y si no te canto vale cuatro es por ya te lo canté mil veces e hice de cuenta que no te veía cuando vos caminabas para otro lado a jugar al ajedrez o a la rayuela, arremolinando caballeros alborotados y deseosos de arrojar la piedra cerca de tus cielos.
     Y ya que a mí me toca repartir las cartas, mientras lo hago me pongo a revolver entre la maleza buscando esas palabras que ya nadie usa ni quiere. Persisto en el intento vano de hallar algunas que se parezcan a esas casualidades que se asemejan al olvido. Construyo débilmente pequeños hiatos dentro de las horas que ya no están más por acá, que se han ido irremediablemente hacia la muerte y que no son plausibles de reclamos.
     Así es, nada de lo que estoy escribiendo existe ya, nada será posible de repensar o de corregir -tampoco de devolver-. Ni hablemos de arrepentirse, porque no sirve para nada. Porque si sirviera para algo ya lo habría hecho, ya habría armado otra vez un pequeño bolso para ir a esa plaza a rescatarte de la tortura de estos párrafos sin nombre pero con un destino preciso que vos bien sabés cuál es. Porque ellos te merodean acechantes y desconsiderados a cualquier hora. Sí, es ese destino, ese mismo que estás pensando, ese que te persigue de a ratos y te llena de dudas y se apoya en tu hombro y te recorre por la espalda como un sudor helado que te retuerce la columna vertebral como a un trapo de piso empapado, y se cuela entre tus piernas hasta dejarte sudando sueños como una adolescente esperando su primer amor. Sí, ese mismo, el de los días por venir.
     Pero supongo que ya no es posible porque, como te conté, ya no están esos días, se han ido hace exactamente un rato. El rato que me llevó llegar desde el pasado nuevamente hasta acá, hasta esta última oración por la que tus ojos caminan lentos hacia la puerta de salida. Desde donde en silencio y sin remedio mirarán para otro lado y me dirán una vez más jaque mate.

RR


DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...