miércoles, 28 de octubre de 2015

OTRO FRACASO DE PRIMAVERA


       ¿A quién le importa que yo la quiera si afuera se están matando? ¿A quién le podría interesar que se me hace infinita la tarde cuando la noche se me escapa de los márgenes de esta hoja? Miro hacia afuera, escucho los rumores de la calle y me pregunto: ¿quién soy yo para oponerme a tantas oposiciones, a tantas falsas equivocaciones que ni siquiera aciertan en el error correcto? Entonces, y casi sin querer, me pongo a revolver papeles y libros para saber de ella y de mí que, sin ir más lejos, somos pura distancia. Camino hasta la cocina y de repente me doy cuenta de que estoy buscando alguna marca suya en un vaso que me permita recordar los detalles de sus labios. Y como queriendo evitar toda esta situación, me voy a caminar por lugares desconocidos y me descubro mirando vidrieras tratando de encontrar un sillón parecido al suyo, y me pongo a olfatear como un perro desde el vidrio buscando aquellos deseos incontenibles que quién sabe dónde estarán contenidos ahora. Y si voy o vengo tampoco es relevante. Como no sería relevante ahora confesarle que nos olvidamos de abandonarnos, de guardar silencio y evitarnos por cualquier medio. Vamos, se nos pasó el detalle de la indiferencia impiadosa, de ese borrón y cuenta nueva que nunca es tal cosa, que siempre deja una mancha que persiste con un olor apestoso. Lo que, desafortunadamente a veces, hace que uno termine confesando que no le importa abandonar todo, por algo que en realidad tiene gusto a poco. Tan poco que da miedo lo mucho que importa.
      Porque no era cuestión de abandonarnos así nomás, de agitarle la bandera blanca a los espacios vacíos y darnos por vencidos. ¿Vencidos? ¿Vencidos por quién? Acá ya no hay nada por lo que darse por vencido. Si seguramente jamás conquisté un centímetro de su corazón, si todo lo que pude hacer fue zambullirme de a ratos entre sus piernas soñando con entrar en su mente, con hacerme fuerte ahí donde no había carteles que pudieran guiar mis intentos por mantenerla cerca, por acallar los ruidos de sus huesos. No, yo vencido no estoy. Sólo acampo acá, al costado de aquel tiempo que pasó como un viento entre las ramas de los árboles que ya comienzan a poblarse otra vez de hojas. Debe ser que estamos cambiando de estación, eso debe ser. Debe ser que se me fue otro invierno y me quedaron de nuevo estos silencios del mar (al que, por otra parte, no veo hace rato). Sí, entonces debe ser eso. Debe ser que la he perdido para siempre. Y yo, que ya acusaba cierto grado de locura, me he desquiciado completamente y la veo por todos lados, y le hablo y le escribo y le cuento que deben haber anunciado tormenta o alguna catástrofe porque veo que todos corren de un lado a otro y vociferan insultos y pregonan plegarias y reclaman atenciones que yo... Bueno, ¿a quién le importa? Y está bien que no importe. Al fin y al cabo, ¿qué puede tener de interesante que se me haya secado la garganta cuando me dispuse a llamarla y me acobardé a tiempo? ¿Qué puede tener de significativo que me tiemblen ahora las manos cuando estoy a punto de firmar esta nueva hoja que, lo más probable, es que vaya a parar a la basura? ¿Qué necesidad hay de andar declarándole, a quienes no le importa,  que ella se ha quedado pegada a mis días como un suplicio, como un enjambre de voluntades que no responden a esas cosas que, según ellos dicen, son importantes? Pero bueno, como siempre, lo urgente no deja lugar a lo importante.
      Tal vez sea por eso que esta hoja no ha ido todavía a la basura. Porque, sin ni siquiera buscarla, se mostró en esta tarde gris como una plantita tímidamente coloreada ante este fracaso de primavera, como si ella me buscara a mí para cobijar los murmullos constantes de mi boca que no para de decir su nombre escondiéndolo entre palabras urgentes. Porque quizás es tiempo de admitir que a mí no me importa ya lo que todos hablan y gritan al mismo tiempo. Sino que lo que verdaderamente me importa es no dejar pasar ni un minuto más sin confesarle que la quiero y que hubiese sido más fácil olvidarla si no me importara tanto.

RR


Foto: Pablo Silicz

miércoles, 21 de octubre de 2015

TEORÍA ACERCA DE LA VARIABILIDAD DEL TIEMPO EN EL AMOR


       Se ha establecido, casi como un hecho irrefutable, que el ser humano es un mamífero que, al igual que otras especies animales, y junto a otras innumerables vegetales -más insectos, bacterias y hongos- convive (si es posible llamarlo así) dentro de un sistema de dependencias y reciprocidades conocido como ecosistema. Así, cada uno de nosotros estamos atados de una u otra manera a otras especies y dependemos de ellas para vivir, al igual que ellas dependen de otras; incluso en algunos casos de nosotros (aunque esto último es la parte más polémica y discutible de esta proposición). Este ecosistema, a su vez, subsiste en un planeta llamado La Tierra. Una masa esférica que gira junto con otros planetas alrededor de una estrella, el Sol, en un sistema que, lógicamente, se conoce como solar. Este sistema solar forma parte de otro sistema mayor que contiene muchos sistemas solares: la galaxia. La nuestra, en la que se encuentra nuestro sistema solar, recibe el nombre de Vía Láctea. Como corolario de todo esto, existe un sistema aun mayor en donde todo está contenido: el Universo, un espacio según dicen, infinito. No es mi intención hacer aquí una descripción de los elementos que forman cada uno de los sistemas hasta aquí nombrados, ni hacer un análisis de las relaciones que los unen. Mucho menos atentaría a explicar los fenómenos físico químicos que mantienen a estos sistemas funcionando para que la vida perdure. Sólo diré que todo lo que acabo de enumerar puede ser observado y analizado, entre otras cosas, en términos de tiempo y espacio. Pues bien, eso mismo es lo que me propongo desmentir aquí.
      Porque si esto fuese así, ¿dónde es que sucede ese encuentro entre dos seres que, a partir de ese mismo momento, se sienten atraídos por una fuerza incontenible, por causas inexplicables, por razones incongruentes, por sentimientos incomparables? ¿Cuál es el lugar en donde sólo caben dos y en donde, tarde o temprano, termina habiendo sólo uno? ¿Cómo determinar los límites que encierran, al mismo tiempo y en una sola palabra, al cielo y al infierno? ¿En qué consiste el espacio aquel en el que sucumbimos de tristeza después de haber sobrepasado los márgenes de aquella locura de creernos indiscutiblemente invencibles? Y, por otra parte, ¿cómo medir el tiempo en el que la vida y la muerte desaparecen, o tal vez se unen en un mismo elemento sin masa, sin velocidad pero con una energía capaz de hacer orbitar a Dios y al diablo a su alrededor? Por otra parte, ¿adónde están las horas del día que nunca pasan cuando amanece la pena? ¿En qué calendario quedan agrupados los días aquellos cuando la felicidad parecía una anécdota graciosa, un hecho consumado y natural, una realidad indiscutible pero sin chance de ser observada, ni siquiera analizada, sino en los términos de la inmortalidad de los amantes?
      Pues bien, he aquí mi fórmula: existe indudablemente un tiempo y un espacio que trascienden el universo infinito. Un tiempo y un espacio que aquietan todo lo que a su alrededor debería moverse, que opacan los brillos de las estrellas y derriten los fuegos de los soles desconocidos. Hay un tiempo y un espacio capaces hasta de desmentir a Einstein sin ninguna ecuación, sin ninguna comprobación empírica, sin demasiado esfuerzo siquiera. Porque el tiempo y el espacio de los que aman no están atados a ninguna fuerza gravitacional, a ningún límite racional, a ningún cálculo matemático.
     Este tiempo es el que no transcurre cuando se han mezclado en una cama, o en un zaguán, o en la oscuridad de un silencio apretado por la música, los aromas que han logrado escaparle al viento del olvido para asentarse en la memoria. Es el tiempo que ha ganado su batalla contra los pasados horrendos que nunca parecían acabar y que ahora muestra orgulloso su conquista presente, aun sabiendo que el futuro acecha, que lo que hoy lo avala, mañana tal vez lo desacredite, que lo que hoy lo inspira, mañana quizás ya no lo reconozca. Ya que este tiempo puede ser también el tiempo sin fin de la desolación y el suicidio, de un supuesto mañana mejor navegando la línea inalcanzable del horizonte. Porque cuando el amor se acaba, el tiempo cambia como la luna y aparece casi instantáneamente su lado oscuro, desconocido, angustiante y voraz como un monstruo resentido que se devorará todas las horas que hagan falta para satisfacer su apego a las desdichas, a las desventuras. Ese es el tiempo que no pasará nunca. No es, como algunos piensan, que pareciera no pasar nunca. No, ese tiempo verdaderamente no pasará, quedará grabado en los más recónditos poros del alma, un fantasma diabólico que siempre tendrá unas gotas más de tinta para escribir los versos más tristes en una noche cualquiera.
      Y así como existe ese tiempo, existe también el espacio indefinido de los que aman. Ese submundo que lleva el nombre del otro, que se define sólo por el contorno de la figura de su cuerpo. Un cuerpo único que como ningún otro quema apenas con rozarlo; que derrite los glaciares solitarios de los abandonados apenas al verlo; que se extraña apenas se oculta de los ojos de quien lo contempla embelezado. Ese espacio no tiene camino de ida, ni puerta de entrada, ni un mapa que permita orientar a quienes pretendan llegar a él (y asimismo, no cuenta bajo ninguna circunstancia con una salida de emergencia). Contrariamente a eso, es el espacio donde habitan los que han decidido perderse para siempre, los que han arriesgado todo por nada, los que han apostado todas sus fichas a los sueños de un mendigo. En este espacio no hay nada que ganar y todo por perder. Por eso quienes llegan a él un día, se dan cuenta de que de nada sirve tomar precauciones y conservar los porotos ganados esperando una buena mano, que todo está para ser jugado, que cualquier carta en las manos de un valiente puede definir el partido. Ellos comprenden inmediatamente que al llevar adelante solamente la bíblica misión de ganarse la vida, no hacen más que ganarse la muerte, y que únicamente podrán ganársela de verdad cuando estén dispuestos a perderla por un amor. No obstante esta descripción poética de ese espacio, también habrá quienes lo denuncien y lo denuesten, quienes sostengan con razón o sin ellas que será mejor nunca atravesar sus límites, porque quien entra a este espacio de la perdición estará, justamente, perdido. Desafortunadamente, no es posible refutar del todo estos argumentos. Sin embargo, es preciso nunca olvidarse de algo: al final, la tierra se traga todo, hasta los cobardes.
      En conclusión, amigos míos, de nada sirve mirar el reloj cuando el amor ya no nos espera, cuando aquel lugar de aromas dulces y florales ha desaparecido en el horizonte; cuando el deseo debe ser consolado en unos brazos extranjeros, entre unas piernas que ayudan pero no hacen, en una boca con el sabor agrio de no ser aquella boca añorada con gusto a muerte, en una piel sin ese olor al azufre de aquel infierno que nos ardía en las manos cuando la tocábamos. No, de nada sirve marcar en el calendario el día exacto del primer beso ni arrancar la hoja del mes que fue testigo del último. De nada sirve el peregrinaje patético por los brujos y los oráculos buscando la fórmula mágica que convierta el tiempo del olvido nuevamente en aquel tiempo del amor. De nada sirve el consuelo de los amigos que se irán uno a uno deseándonos suerte, aunque dándonos por muerto. No, de nada sirve.
      Como de nada me sirve a mí seguir adelante con esta falsa teoría e intentar desarrollar una descabellada hipótesis acerca de la variabilidad del tiempo en el amor, sólo para sonsacarle conclusiones ridículas y mentirosas que desmientan este tiempo verdadero; este que se arremolina una vez más sobre su ausencia y se lleva  todo y no me deja nada. Es que lo único que puedo hacer yo con este tiempo que va y viene es aferrarme a la luz o a la oscuridad, según sople el viento. No puedo hacer más que esto, intentar soltarme de las agujas imparables y lanzarme al espacio blanco y finito de una hoja como esta que, como un fantasmam me llama casi sin aliento, sin demasiadas esperanzas de que no termine finalmente en un cajón, virgen y vacía.
     Sin embargo, cada vez que me toca elegir, vuelvo a apoyar la mirada en el horizonte y decido apostar todo una vez más al color de sus ojos. Y sin meditarlo demasiado, extiendo mis brazos hacia la muerte y le ofrezco un puñado de fichas. Sí, estas mismas que asoman en esta hoja. Las últimas que me van quedado.

RR


viernes, 2 de octubre de 2015

BORRADOR DE DOMINGO


     He decidido morir el domingo. Sí, he decidido darme el gusto de otorgarle a mi último suspiro la dignidad de una coherencia inútil, desenvolverlo de todas aquellas falsas promesas declaradas irresponsablemente y que, sin que nadie lo sospechara, he llevado a cabo secretamente. Sólo para no morirme sin una buena razón.
     He decidido morir el domingo para no llamar la atención de mis futuros biógrafos que podrán contentarse con la comprobación de sus hipótesis que indicaban que ya estaba muerto, que era un tipo perdido en los delirios de la imaginación y los sueños, levantando con escasos argumentos banderas de causas perdidas.
      Sí, he decidido morir el domingo, así de simple. Y lo he decidido luego de admitir que, finalmente, nada cambiará a partir de ese día. Que caminarán por las calles hombres y mujeres con los mismos anhelos de inmortalidad, con los mismos miedos recurrentes, con los mismos aires de grandeza y con miserias ostensibles; con dolores y penas, con los ojos alegres siempre mirando a futuros promisorios y siempre cargados de lágrimas contenidas. Y como única prueba de mi existencia quedarán en los cajones no más que los restos polvorientos de quien simulé ser: un amante novelesco con pretensiones de Quijote enamorado, homenajeando mujeres de bellezas incomparables y virtudes irreprochables que aguardaban ansiosas mi llegada. Nada quedará de aquellos párrafos que aspiraban a ser sólo penosos relatos de mis constantes derrotas amorosas y que, finalmente, nunca lograron ser más que los lamentables intentos fallidos de un pusilánime de olvidar aunque sea sus nombres.
     El domingo será el día. Quizás porque siempre estuve muerto los domingos. Porque mientras otros morían los lunes o los jueves, yo moría siempre en domingo, a la hora en que las esperanzas de sobrevivir a la muerte también morían. Y con el fracaso contundente de aquellas esperanzas, yo  preparaba el mate para reconciliarme con esa muerte que nunca conviene olvidar que camina a la par de la vida, ofreciéndose para algunos como remedio o promoviendo en otros epopeyas y actos heroicos para beneplácito de los poetas. Así, saboreando ese amargo silencio que nace con el ocaso, armaba confesiones inconsecuentes y arriesgaba pronósticos improbables, mientras ordenaba por colores los ojos de las mujeres perdidas en papeles inundados de palabras amorosas que hasta ese momento tenían destinos concretos y definidos pero que, a medida que el rojo infernal del cielo cambiaba hacia el oscuro de la noche, se volvían inciertos e imposibles.
     Por eso el domingo es un buen día para morirse. Porque nada se parece más a la muerte que un domingo por la tarde, cuando al final de este fatídico día se persignan quienes reconocen que el final es inevitable, que la resurrección es pura fábula, que los arrepentimientos no devuelven a los amores ni unen las partes rotas del alma. Y probablemente también haya quienes elijan hacer como si nada pasara, como si la muerte no los hubiese alcanzado ya, como si no fuesen fantasmas inconscientes de una profecía ya cumplida sin su consentimiento. Y entre ellos estarán probablemente esos otros, esos que se esconden detrás de unas justificaciones del deber ser y de ser lo que se debe, sin arriesgar nunca la vida para no cargar con el peso de una vida que no vale nada sin la muerte.
     Ahora ya es tiempo. El domingo ha llegado nuevamente. Después de muerto, seguramente vendrá a mí una vez más el recuerdo de las promesas del sábado, de esas inquebrantables ilusiones de despertar a su lado, alimentadas por un coraje y una valentía sólo comparables a estas que comienzan a brotar ahora que se me cierran los ojos pensando en que aun me quedan algunos minutos antes de que me capture la muerte, antes de que me entregue pacíficamente al coma de la noche que me sumergirá una vez más en un sueño que no para de soñarla de lunes a viernes, alimentando unas estúpidas esperanzas sabatinas que, afortunadamente, ahora morirán conmigo en este borrador. Un nuevo borrador que quedará abandonado en las sombras encima de todos los otros. Por lo menos hasta el próximo domingo.

RR


Foto: Hugo Grassi


DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...