Y no, claro que no la había olvidado. Porque él sólo era bueno para olvidarse del presente, del pasado, jamás. Lo que sucede es que, para algunos, el pasado no existe, y entonces, terminan repitiendo un presente perpetuo que no es otra cosa que un pasado inmovilizado, carroñero y desleal; carente de eso que a esos otros que lo llevan a cuestas les gusta llamarlo -creo que un poco livianamente- aprendizaje, pero que, en la mayoría de los casos, es simplemente dolor. A estos pobres infelices el pasado parece perseguirlos como un perro sabueso, como el hilo de un derrame que, no importa cuánto uno haga por desviarlo, siempre encontrará un cauce maldito que lo dirija hacia las plantas de los pies descalzos. Sin embargo, en este caso, no es ninguna de estas situaciones.
En realidad, a
él le da por pensar en ella cuando ella quiere, cuando a ella se le
ocurre bailar en la sombra de su pieza -donde es su paso el que
regresa-. Y con ella regresan a él como tropas revanchistas los aromas y
los versos (este tipo de versos) que ya no requieren ni siquiera una
explicación de su parte hacia aquellos que habrán de leerlos sólo por la
curiosidad morbosa de ver en vivo y en directo un tipo agonizando. Y
calcularán dentro de sus escalas de prioridades con sus manuales de
emociones equilibradas cuán lejos ha ido ella con su tan cercana lejanía
y cuán libre se vería él si no sintiera la obligación de escribirle
cada tanto, declarando con descaro una falsa certeza de ejercer una
especie de libertad soberana sobre su alma que, en realidad, ha sido
conquistada y la tiene a ella ahí, reinando el reino de un cielo
abierto, con una ventana de par en par apuntando a su olvido. Un olvido
que a él le da qué pensar, le da esa fantasía de creer que no es tal,
que es cual, que en realidad es más deseo de que él fuera otro, o tal
vez, de que ella fuera la otra.
La otra... ¿Y quién sabe quién sería según él la otra? Probablemente para él la otra podría ser esa persona que está ahora golpeando las palmas de sus manos en la vereda. Esa persona que tal vez golpea para ver si él se asoma disimuladamente por la ventana a comprobar que es ella la que está otra vez ahí desenvolviendo el último pedacito de su recuerdo para tragárselo y terminar de una vez por todas esa caja de bombones en donde quedan siempre huérfanos esos que nadie quiere comerse. Seguramente a él le gustaría que esa otra fuera ella, la que aplaude cada vez más fuerte y vocifera maldiciones porque él no se anima a abandonar su propio abandono para salir a atenderla. Pero no, esa persona no es ni ella ni la otra, sino el vecino de al lado ofuscado y molesto preguntando de mal humor si va a tener a Dylan cantando a viva voz hasta la madrugada o lo va a mandar a dormir antes de que amanezca, antes de que llame a la policía que vendrá entonces a levantarle un acta por ruidos molestos y enamoramiento ilícito.
Es que él ya no puede seguir ocultando que cada vez que escucha palmas en la puerta o pasos en su cocina o el lejano reflejo de la luz encendiéndose en el baño, sueña que es ella. ¿De qué serviría a esta altura de un partido suspendido por mal tiempo seguir negando que se ha quedado solo en la tribuna esperando que ella aparezca de cualquier lado a redimir el pecado de quererla con razones agotadas y vencidas? Pobre estúpido, justo a ella... A ella que tanto disfruta de pasearse impunemente por los límites de sus más ocultos secretos con falsos aires intelectuales, con sus deseos ocultos desbordados y siempre con una nueva selección de palabras que, tarde o temprano, lo terminan empujando a redactar un nuevo intento por no sucumbir a la tentación de escribirle irremediablemente lo que ya le ha escrito una y mil veces, una y mil noches, entre una copa y otra, brindando en su nombre y ocultándose de todos aquellos que creen saber de qué se trata, mientras leen falsos apodos con un sabor a ella invisible pero innegable; con esa textura áspera de su adiós renunciando en silencio a quererlo sin pros ni contras, sin pelos en la lengua, sin prisa y sin pausa, y que no es más que la misma puta manera que me ha quedado a mí de quererte a vos. De quererte así, abarrotado de arrepentimientos, acobardado de valentías fáciles rescatadas de unos cuentos sin argumento y unos versos que sólo logro escribir a estas horas de la noche cuando ya no me acuerdo cómo carajo llegué a quererte como te quiero. Así, lleno de promesas de no volver jamás a buscarte y rodeado de una realidad cruel y malvada que sigue refregándome por esta cara pintada por el blanco de una soledad marcada por tu ausencia que sin vos me voy a morir sólo como un perro; que sin vos me voy a acompañar para siempre de amores que perseguiré nada más que para olvidarte. Algo que, al igual que él con ella, jamás podré lograrlo.
La otra... ¿Y quién sabe quién sería según él la otra? Probablemente para él la otra podría ser esa persona que está ahora golpeando las palmas de sus manos en la vereda. Esa persona que tal vez golpea para ver si él se asoma disimuladamente por la ventana a comprobar que es ella la que está otra vez ahí desenvolviendo el último pedacito de su recuerdo para tragárselo y terminar de una vez por todas esa caja de bombones en donde quedan siempre huérfanos esos que nadie quiere comerse. Seguramente a él le gustaría que esa otra fuera ella, la que aplaude cada vez más fuerte y vocifera maldiciones porque él no se anima a abandonar su propio abandono para salir a atenderla. Pero no, esa persona no es ni ella ni la otra, sino el vecino de al lado ofuscado y molesto preguntando de mal humor si va a tener a Dylan cantando a viva voz hasta la madrugada o lo va a mandar a dormir antes de que amanezca, antes de que llame a la policía que vendrá entonces a levantarle un acta por ruidos molestos y enamoramiento ilícito.
Es que él ya no puede seguir ocultando que cada vez que escucha palmas en la puerta o pasos en su cocina o el lejano reflejo de la luz encendiéndose en el baño, sueña que es ella. ¿De qué serviría a esta altura de un partido suspendido por mal tiempo seguir negando que se ha quedado solo en la tribuna esperando que ella aparezca de cualquier lado a redimir el pecado de quererla con razones agotadas y vencidas? Pobre estúpido, justo a ella... A ella que tanto disfruta de pasearse impunemente por los límites de sus más ocultos secretos con falsos aires intelectuales, con sus deseos ocultos desbordados y siempre con una nueva selección de palabras que, tarde o temprano, lo terminan empujando a redactar un nuevo intento por no sucumbir a la tentación de escribirle irremediablemente lo que ya le ha escrito una y mil veces, una y mil noches, entre una copa y otra, brindando en su nombre y ocultándose de todos aquellos que creen saber de qué se trata, mientras leen falsos apodos con un sabor a ella invisible pero innegable; con esa textura áspera de su adiós renunciando en silencio a quererlo sin pros ni contras, sin pelos en la lengua, sin prisa y sin pausa, y que no es más que la misma puta manera que me ha quedado a mí de quererte a vos. De quererte así, abarrotado de arrepentimientos, acobardado de valentías fáciles rescatadas de unos cuentos sin argumento y unos versos que sólo logro escribir a estas horas de la noche cuando ya no me acuerdo cómo carajo llegué a quererte como te quiero. Así, lleno de promesas de no volver jamás a buscarte y rodeado de una realidad cruel y malvada que sigue refregándome por esta cara pintada por el blanco de una soledad marcada por tu ausencia que sin vos me voy a morir sólo como un perro; que sin vos me voy a acompañar para siempre de amores que perseguiré nada más que para olvidarte. Algo que, al igual que él con ella, jamás podré lograrlo.
RR