miércoles, 30 de marzo de 2016

LA OTRA (tangled up in blue)


     Y no, claro que no la había olvidado. Porque él sólo era bueno para olvidarse del presente, del pasado, jamás. Lo que sucede es que, para algunos, el pasado no existe, y entonces, terminan repitiendo un presente perpetuo que no es otra cosa que un pasado inmovilizado, carroñero y desleal; carente de eso que a esos otros que lo llevan a cuestas les gusta llamarlo -creo que un poco livianamente- aprendizaje, pero que, en la mayoría de los casos, es simplemente dolor. A estos pobres infelices el pasado parece perseguirlos como un perro sabueso, como el hilo de un derrame que, no importa cuánto uno haga por desviarlo, siempre encontrará un cauce maldito que lo dirija hacia las plantas de los pies descalzos. Sin embargo, en este caso, no es ninguna de estas situaciones.
      En realidad, a él le da por pensar en ella cuando ella quiere, cuando a ella se le ocurre bailar en la sombra de su pieza -donde es su paso el que regresa-. Y con ella regresan a él como tropas revanchistas los aromas y los versos (este tipo de versos) que ya no requieren ni siquiera una explicación de su parte hacia aquellos que habrán de leerlos sólo por la curiosidad morbosa de ver en vivo y en directo un tipo agonizando. Y calcularán dentro de sus escalas de prioridades con sus manuales de emociones equilibradas cuán lejos ha ido ella con su tan cercana lejanía y cuán libre se vería él si no sintiera la obligación de escribirle cada tanto, declarando con descaro una falsa certeza de ejercer una especie de libertad soberana sobre su alma que, en realidad, ha sido conquistada y la tiene a ella ahí, reinando el reino de un cielo abierto, con una ventana de par en par apuntando a su olvido. Un olvido que a él le da qué pensar, le da esa fantasía de creer que no es tal, que es cual, que en realidad es más deseo de que él fuera otro, o tal vez, de que ella fuera la otra.
      La otra... ¿Y quién sabe quién sería según él la otra? Probablemente para él la otra podría ser esa persona que está ahora golpeando las palmas de sus manos en la vereda. Esa persona que tal vez golpea para ver si él se asoma disimuladamente por la ventana a comprobar que es ella la que está otra vez ahí desenvolviendo el último pedacito de su recuerdo para tragárselo y terminar de una vez por todas esa caja de bombones en donde quedan siempre huérfanos esos que nadie quiere comerse. Seguramente a él le gustaría que esa otra fuera ella, la que aplaude cada vez más fuerte y vocifera maldiciones porque él no se anima a abandonar su propio abandono para salir a atenderla. Pero no, esa persona no es ni ella ni la otra, sino el vecino de al lado ofuscado y molesto preguntando de mal humor si va a tener a Dylan cantando a viva voz hasta la madrugada o lo va a mandar a dormir antes de que amanezca, antes de que llame a la policía que vendrá entonces a levantarle un acta por ruidos molestos y enamoramiento ilícito.
      Es que él ya no puede seguir ocultando que cada vez que escucha palmas en la puerta o pasos en su cocina o el lejano reflejo de la luz encendiéndose en el baño, sueña que es ella. ¿De qué serviría a esta altura de un partido suspendido por mal tiempo seguir negando que se ha quedado solo en la tribuna esperando que ella aparezca de cualquier lado a redimir el pecado de quererla con razones agotadas y vencidas? Pobre estúpido, justo a ella... A ella que tanto disfruta de pasearse impunemente por los límites de sus más ocultos secretos con falsos aires intelectuales, con sus deseos ocultos desbordados y siempre con una nueva selección de palabras que, tarde o temprano, lo terminan empujando a redactar un nuevo intento por no sucumbir a la tentación de escribirle irremediablemente lo que ya le ha escrito una y mil veces, una y mil noches, entre una copa y otra, brindando en su nombre y ocultándose de todos aquellos que creen saber de qué se trata, mientras leen falsos apodos con un sabor a ella invisible pero innegable; con esa textura áspera de su adiós renunciando en silencio a quererlo sin pros ni contras, sin pelos en la lengua, sin prisa y sin pausa, y que no es más que la misma puta manera que me ha quedado a mí de quererte a vos. De quererte así, abarrotado de arrepentimientos, acobardado de valentías fáciles rescatadas de unos cuentos sin argumento y unos versos que sólo logro escribir a estas horas de la noche cuando ya no me acuerdo cómo carajo llegué a quererte como te quiero. Así, lleno de promesas de no volver jamás a buscarte y rodeado de una realidad cruel y malvada que sigue refregándome por esta cara pintada por el blanco de una soledad marcada por tu ausencia que sin vos me voy a morir sólo como un perro; que sin vos me voy a acompañar para siempre de amores que perseguiré nada más que para olvidarte. Algo que, al igual que él con ella, jamás podré lograrlo.

RR


viernes, 25 de marzo de 2016

MEMORIA PARA UN SILENCIO


     Ya se sabe, la muerte deja huecos, deja espacios vacíos, deja fotografías de gente que ya no está, gente vestida con ropas de otros tiempos que seguramente fueron regaladas después de haber abierto los roperos y los baúles ceremoniosamente y con los ojos brotados de lágrimas. Así es, la muerte deja preguntas sin respuestas y respuestas sin destinatario; deja conflictos sin resolver y planes sin concretar; deja interrogantes sin develar y presunciones que jamás podrán ser cotejadas fehacientemente. Pero la muerte deja algo mucho más duradero, y quizás por eso, más trágico: la muerte deja silencio.

     El 30 de septiembre de 1976 estaba un niño probablemente dando vueltas alegremente por los pasillos o por las habitaciones o por el patio de la casa de Alberdi 67 situada en un pueblito del sudeste bonaerense. Una casa enorme donde ese niño pasaba buena parte de sus horas bajo techo. Esa casa era la fortaleza que albergaba algunos de los tesoros más preciados de esa infancia y, también, era el lugar que guardaba un silencio desconocido, un silencio que discurría por debajo de la música que permanentemente inundaba aquellos ambientes, un silencio que no era ese de la siesta, cuando había que jugar haciendo el menor ruido posible, aliviando los pasos al caminar por los techos de las casas contiguas mirando a ese Colegio Nacional extrañamente vacío; sacando algunos higos del árbol vecino cuando el verano sumaba el sopor al silencio.
     En esa casa había una fotografía en blanco y negro de un muchacho de barba que miraba hacia un costado. Nunca, mientras ese niño jugaba en aquella casa, se preguntó quién era él y por qué el silencio parecía mantenerlo apartado de sus risas y de sus juegos; los años se encargaron de responder finalmente esa pregunta. El muchacho de barba negra aguardaba ahí, bajo el vidrio de una cómoda, sin palabras atadas a su recuerdo. Él habitaba un silencio que volaba como un insecto venenoso alrededor de la inocencia de los prematuros años de ese niño y lo llenaba de curiosidad. La misma curiosidad que le provocaba una chapa de médico en la puerta con el nombre de alguien a quien no recordaba haber visto nunca en esa casa aunque tuviera su mismo apellido.
     Por esas cosas que tiene la vida, sus días en aquel paraíso de juegos y tesoros se redujeron sólo a los de verano. Luego de la finalización de las clases, viajaba en la primera fila de asientos del ómnibus Pampa hasta ese pueblo donde se levantaba aquella casa a la que no podía dejar de sentir como suya. Un pueblito desconocido para casi todos, pero en donde, como sucede en este tipo de pueblos pequeños, su nombre significaba algo más. Había en ese lugar mágico una historia que lo incluía, y ahí lo esperaban cada diciembre los techos, la higuera, la música... y ese silencio.
     Nunca nadie durante aquellos años le habló a ese niño del muchacho retratado en la fotografía bajo del vidrio de la cómoda. No obstante, había escuchado alguna vez al pasar un nombre que, justamente, coincidía con ese que estaba en la chapa de la puerta. A partir de ese momento, sin que nunca pudiese dar una explicación lógica y convincente, empezó a sentir cierta simpatía por aquel muchacho, un interés que iba -y de hecho fue- más allá de lo que uno esperaría por un desconocido.
     Como suele ocurrirnos a muchos, los años nos van alejando de aquellas cosas que en otros momentos creímos no sólo importantes, sino hasta indispensables. Así le pasó al joven que alguna vez fue aquel niño. Comenzó a frecuentar esa casa mucho más esporádicamente. Ahora vivía en una ciudad y tenía otras actividades, otros ámbitos sociales y hasta otros intereses. Lo único que no tenía era otro silencio. Ese silencio seguía siendo el mismo de siempre, el de su amigo de barba negra. Algo había en aquel rostro en blanco y negro que lo mantenía presente constantemente, algo que no podría yo explicar ahora sin entrar en un terreno metafísico -el cual prefiero mantener fuera de este relato-.
     Ya de más grande supo qué parentesco lo unía al personaje de la fotografía y qué había pasado con él. Sin embargo, el silencio permanecía tal vez más cerrado que nunca. Y cuanto más cerrado era ese silencio, más cerca se sentía de él, más se abrazaba a su destino, más creía que era su deber transformarlo en algo, en palabras que pudieran haber salido de su boca sellada bajo un vidrio sin posibilidad de sonreír, de mostrar sus dientes blancos, de dar a conocer su historia que era mucho más que la de una ausencia silenciosa. Una historia seguramente dolorosa, y quizás por eso omitida, que esperaba ser convertida en memoria del presente. Así las cosas, algunas circunstancias personales lo fueron llevando en dirección a su vida, a la del muchacho y a las de otras personas que lo habían conocido, que se habían sentado con él a una mesa, que habían escuchado algunas palabras de su boca, y que, al igual que él, buscaban restituir su voz. Escuchó sobre sus días y leyó sus palabras de su puño y letra. Y hasta supo de su muerte. Con cada nuevo detalle, su rostro y su cuerpo entero salían de ese mundo bidimensional y se iban llenando de sangre caliente y de piel oscura, de pelo rizado y mirada misteriosa, de ideas y de anhelos que, no importa cuán duro sea el golpe, parecen siempre sobrevivir.

     Hoy ese pasado finalmente es presente. Esa fotografía ha salido de abajo de aquel vidrio y sonríe gustosa en la vida de quien es ya un hombre. Y aquella chapa de la puerta de la casa tiene ahora un lugar en su biblioteca y vibra con la música que ahora le toca esparcir por los ambientes a él, después de haberse colado en sus huesos durante tantas horas acompañado de aquel silencio. Hoy aquel niño tiene una amistad entrañable con el muchacho de barba negra y parece haber encontrado una parte de lo que fue y de lo que es. Una parte que probablemente el muchacho de la foto nunca hubiese imaginado. De a poco ese niño sobreviviente se ha ido haciendo cargo de aquel silencio, buscando entre idas y vueltas un sonido para darle una voz. Y ese silencio ya no le provoca en este hombre lo que le provocaba al niño, ya no tiene aquella curiosidad mezclada con temor a lo desconocido, ya no siente la necesidad de corresponderlo con otro silencio respetuoso y trágico. Ya no.
     Desde hace unos años, el niño y el hombre han decidido satisfacer juntos aquella necesidad postergada de recomponer una de las fichas más importantes del rompecabezas de una infancia de pueblo. Agregar a la mesa una silla que había sido retirada dejando un espacio vacío y silencioso. Los dos saben que quienes quedan son quienes deben tomar la posta de los silencios guardados, son quienes les deben el sonido de sus voces perdidas, son quienes tienen que darles un lugar en sus mesas, una copa en sus brindis, un abrazo en sus alegrías. Ese niño hoy adulto ya no necesita regresar a aquella casa, ya no le hace falta sentir aquel viento tibio atravesando la galería que corría de una punta a la otra. Porque nunca más pudo separarse de aquel silencio que se cortaba sólo de vez en cuando con el sonido de unos pasos con suela de goma chirriando contra el piso, dirigiéndose todos los días hacia un tocadisco para adornar los rincones de una infancia con increíbles melodías. Inolvidables acordes que, junto al silencio del muchacho de barba, supieron entretejerse en sus genes para ser quien hoy es.

     Sí, mi nombre es el de aquel niño, sobrino de Jorge Orlando Repetur, secuestrado en la ciudad de La Plata, Argentina, por fuerzas del terrorismo de estado, el 30 de septiembre de 1976, junto a su mujer Gabriela Carriquiriborde, embarazada de seis meses; vistos con vida por última vez en febrero de 1977 en el centro clandestino de detención “Pozo de Banfield”.
     Sus silencios todavía viven en la identidad secuestrada y oculta de su hijo o hija a quien yo y otros buscamos y esperamos abrazar un día. Sus palabras viven y vivirán en la memoria de todos los que perseguimos verdad y justicia.

     Por ellos, por nosotros, por todos: NUNCA MÁS.

RR


martes, 22 de marzo de 2016

¿POR QUÉ?


       Porque las hojas secas tienen ese berretín de creerse todavía bellas mientras se arrojan desde las ramas de unos árboles que se desnudan sin pudor para beneplácito de los poetas. Y estoy seguro de que son ellas las que se arrojan, son ellas las que saltan solas al vacío de un final irremediable, al fondo de la tierra hambrienta, aun con los resabios del verano en la memoria.

      Porque ya se nota por las noches el rocío que arría el aire en la oscuridad para depositarlo sobre los techos de las habitaciones donde duermen y se cobijan hombres y mujeres, justos y traidores. Y las hojas saben más de la cuenta. Saben que también entre ellos el amor ocupa de vez en cuando sus horas perdidas, sus sueños rotos de postergaciones inoportunas o simples cobardías. Las hojas saben en carne propia que nada se pierde, que todo se transforma, que de su descomposición se compondrán las flores y los cardos. Y las hojas conocen el origen de esos pasos sigilosos que se escuchan por las noches en los porches de las casas vecinas. Son los pasos de los amantes buscando un buzón, el de ella, el de él. Por eso las hojas acompañan por las calles y las veredas los pies de los penitentes arrepentidos buscando perdones, los de los que declaran voluntariamente su locura, los de los que han apostado sus horas al único número existente para ellos en el paño.

      Porque de esta nueva oblicuidad del sol nacen otra vez esperanzas absurdas, y se escriben profecías, y se cantan melodías de arrabales lejanos, de adioses hace tiempo y besos bienvenidos. Y con esta nueva luz que atraviesa el prisma de unos ojos sin tiempo, quienes ya no buscan, encuentran; quienes ya no ven, creen; quienes no lograban levantarse, finalmente andan.

      Porque entre el frío de aquel invierno precedente a nuestra primavera y este nuevo otoño que comienza, hubo entre nosotros un verano porteño que terminó siendo un oblivion cruel pero necesario, un saludo desabrido, gris y opaco, como una especie de antonimia de tus ojos de cielo despejado, claros y brillantes, que despidieron desde el filo del deseo a un advenedizo, a un corsario sin corso, a un fugitivo que finalmente terminó ocupando ilegalmente tu silencio con palabras sueltas, con frases sin gracia y, sobre todas las cosas, sin aquella humedad tan tuya y tan necesaria para que brotaran dichosas bajo el cálido refugio de tu ropa interior.

      Porque también de mi lado de esta hoja que ha caído premeditadamente en tus manos ha llegado el tiempo de acatar los fines y desechar los medios, de acabar con aquella estúpida euforia primaveral que logró que una cacatúa como yo se creyera con la pinta de Carlos Gardel; que una María como vos fuera la más mía, la lejana, la que en este limbo incongruente que ahora armo y desarmo cada noche sobre los márgenes de tu recuerdo, aguardara de un lado de mi cama. Y es que de ese lado de la cama y en este lado de la hoja aun se huelen de a ratos tus dolores, aun se siente a veces el sabor de tu voz ronca, aun se escucha de vez en cuando ese sonido perturbador que proviene de los amores que se han ido. Ese sonido escalofriante que se parece tanto al silencio de los muertos.

RR


Foto: Pablo Silicz

miércoles, 2 de marzo de 2016

MI SOSTENIDO (fa)


     Sostuve, y aun sostengo, que sólo de estos hilos invisibles se sostiene mi noche columpiando hasta el amanecer, yendo y viniendo por tus aires, apareciendo y desapareciendo de tu ventana cerrada que así mantiene mis peripecias amorosas a salvo del mundo de los vivos.
      Y también sostengo incólume mi defensa de estas estrellas que intento colgar en tu espacio. Un espacio sin sostén ni justificaciones desde donde pende sobre mi pellejo un punto final, un martillo listo para ser lanzado sobre los dedos de mis manos que un día escribirán finalmente para vos un adiós sangrante a pedido de quien ya no desea sangrar más.
      Pero así como sostengo con estúpido orgullo lo insostenible, me avergüenzo de vez en cuando de mi cobardía. No de esa que no me ha permitido enviarte ni una sola palabra, sino de aquella que te abre impunemente cada día la puerta de un paraíso perdido, de un reino abandonado, fosilizado, petrificado; un altar donde aun sigo sacrificando víctimas en tu nombre. Víctimas que se parecen bastante a quien ya no quisiera ser y que aparecen replicadas en el espejo cada vez que me animo y me arrimo a su reflejo para que desmienta que he muerto.
      Lo sé, aquella tarde debí haber tratado de sostener mis palabras para dejar de alimentar el fuego; debí haber detenido aquel viento, amainado el desaforo y la fantasía que brotó como un geiser cuando desnudaste en un sólo movimiento tu pálida piel y tu furiosa mirada. Quién sabe, tal vez hoy tendría algo tuyo para exhibir entre mis tesoros perdidos; algo más que no fuera sólo este manojo de cenizas junto a un retrato 
de tus ojos humeando indiferencia copiado a último momento.
     Sin embargo, y a pesar de tantos pesares sin verdadero sustento, aun sostengo esta necedad de aferrarme a un falso amanecer que, a decir verdad, es puro ocaso; nada más que para evitar la búsqueda de ridículas excusas que quizás pudieran redimirme y hacer de lo inevitable la razón de mi derrota.
      Entonces, y sin necesidad de pretextos ni coartadas, me hundo cada noche en una sopa de letras, salto al medio de esta arena movediza para mantener en vilo el resultado final de un insignificante puñado de significados. Levanto mi lanza contra la tropilla de recuerdos y la mantengo a raya desde una empalizada en el medio de esta Pampa húmeda y desierta; en ese territorio de malones y flechas que te mantienen a vos cautiva esperando a que yo abandone de una vez por todas el vicio de escribirte y huya hacia la frontera a vivir una vida de hombre de a pie, sin tus crines y tus manchas y sin el galope de tu lengua insultando a tu amor por haberme enamorado; sin el gusto doloroso de tus pezones apuntando a un olvido que siempre me ha jugado en contra. Y, fundamentalmente, sin el sonido del hilo de tu respiración a punto de cortarse sosteniendo este destino horroroso de ser un paria en tu memoria.

RR



DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...