viernes, 25 de marzo de 2016

MEMORIA PARA UN SILENCIO


     Ya se sabe, la muerte deja huecos, deja espacios vacíos, deja fotografías de gente que ya no está, gente vestida con ropas de otros tiempos que seguramente fueron regaladas después de haber abierto los roperos y los baúles ceremoniosamente y con los ojos brotados de lágrimas. Así es, la muerte deja preguntas sin respuestas y respuestas sin destinatario; deja conflictos sin resolver y planes sin concretar; deja interrogantes sin develar y presunciones que jamás podrán ser cotejadas fehacientemente. Pero la muerte deja algo mucho más duradero, y quizás por eso, más trágico: la muerte deja silencio.

     El 30 de septiembre de 1976 estaba un niño probablemente dando vueltas alegremente por los pasillos o por las habitaciones o por el patio de la casa de Alberdi 67 situada en un pueblito del sudeste bonaerense. Una casa enorme donde ese niño pasaba buena parte de sus horas bajo techo. Esa casa era la fortaleza que albergaba algunos de los tesoros más preciados de esa infancia y, también, era el lugar que guardaba un silencio desconocido, un silencio que discurría por debajo de la música que permanentemente inundaba aquellos ambientes, un silencio que no era ese de la siesta, cuando había que jugar haciendo el menor ruido posible, aliviando los pasos al caminar por los techos de las casas contiguas mirando a ese Colegio Nacional extrañamente vacío; sacando algunos higos del árbol vecino cuando el verano sumaba el sopor al silencio.
     En esa casa había una fotografía en blanco y negro de un muchacho de barba que miraba hacia un costado. Nunca, mientras ese niño jugaba en aquella casa, se preguntó quién era él y por qué el silencio parecía mantenerlo apartado de sus risas y de sus juegos; los años se encargaron de responder finalmente esa pregunta. El muchacho de barba negra aguardaba ahí, bajo el vidrio de una cómoda, sin palabras atadas a su recuerdo. Él habitaba un silencio que volaba como un insecto venenoso alrededor de la inocencia de los prematuros años de ese niño y lo llenaba de curiosidad. La misma curiosidad que le provocaba una chapa de médico en la puerta con el nombre de alguien a quien no recordaba haber visto nunca en esa casa aunque tuviera su mismo apellido.
     Por esas cosas que tiene la vida, sus días en aquel paraíso de juegos y tesoros se redujeron sólo a los de verano. Luego de la finalización de las clases, viajaba en la primera fila de asientos del ómnibus Pampa hasta ese pueblo donde se levantaba aquella casa a la que no podía dejar de sentir como suya. Un pueblito desconocido para casi todos, pero en donde, como sucede en este tipo de pueblos pequeños, su nombre significaba algo más. Había en ese lugar mágico una historia que lo incluía, y ahí lo esperaban cada diciembre los techos, la higuera, la música... y ese silencio.
     Nunca nadie durante aquellos años le habló a ese niño del muchacho retratado en la fotografía bajo del vidrio de la cómoda. No obstante, había escuchado alguna vez al pasar un nombre que, justamente, coincidía con ese que estaba en la chapa de la puerta. A partir de ese momento, sin que nunca pudiese dar una explicación lógica y convincente, empezó a sentir cierta simpatía por aquel muchacho, un interés que iba -y de hecho fue- más allá de lo que uno esperaría por un desconocido.
     Como suele ocurrirnos a muchos, los años nos van alejando de aquellas cosas que en otros momentos creímos no sólo importantes, sino hasta indispensables. Así le pasó al joven que alguna vez fue aquel niño. Comenzó a frecuentar esa casa mucho más esporádicamente. Ahora vivía en una ciudad y tenía otras actividades, otros ámbitos sociales y hasta otros intereses. Lo único que no tenía era otro silencio. Ese silencio seguía siendo el mismo de siempre, el de su amigo de barba negra. Algo había en aquel rostro en blanco y negro que lo mantenía presente constantemente, algo que no podría yo explicar ahora sin entrar en un terreno metafísico -el cual prefiero mantener fuera de este relato-.
     Ya de más grande supo qué parentesco lo unía al personaje de la fotografía y qué había pasado con él. Sin embargo, el silencio permanecía tal vez más cerrado que nunca. Y cuanto más cerrado era ese silencio, más cerca se sentía de él, más se abrazaba a su destino, más creía que era su deber transformarlo en algo, en palabras que pudieran haber salido de su boca sellada bajo un vidrio sin posibilidad de sonreír, de mostrar sus dientes blancos, de dar a conocer su historia que era mucho más que la de una ausencia silenciosa. Una historia seguramente dolorosa, y quizás por eso omitida, que esperaba ser convertida en memoria del presente. Así las cosas, algunas circunstancias personales lo fueron llevando en dirección a su vida, a la del muchacho y a las de otras personas que lo habían conocido, que se habían sentado con él a una mesa, que habían escuchado algunas palabras de su boca, y que, al igual que él, buscaban restituir su voz. Escuchó sobre sus días y leyó sus palabras de su puño y letra. Y hasta supo de su muerte. Con cada nuevo detalle, su rostro y su cuerpo entero salían de ese mundo bidimensional y se iban llenando de sangre caliente y de piel oscura, de pelo rizado y mirada misteriosa, de ideas y de anhelos que, no importa cuán duro sea el golpe, parecen siempre sobrevivir.

     Hoy ese pasado finalmente es presente. Esa fotografía ha salido de abajo de aquel vidrio y sonríe gustosa en la vida de quien es ya un hombre. Y aquella chapa de la puerta de la casa tiene ahora un lugar en su biblioteca y vibra con la música que ahora le toca esparcir por los ambientes a él, después de haberse colado en sus huesos durante tantas horas acompañado de aquel silencio. Hoy aquel niño tiene una amistad entrañable con el muchacho de barba negra y parece haber encontrado una parte de lo que fue y de lo que es. Una parte que probablemente el muchacho de la foto nunca hubiese imaginado. De a poco ese niño sobreviviente se ha ido haciendo cargo de aquel silencio, buscando entre idas y vueltas un sonido para darle una voz. Y ese silencio ya no le provoca en este hombre lo que le provocaba al niño, ya no tiene aquella curiosidad mezclada con temor a lo desconocido, ya no siente la necesidad de corresponderlo con otro silencio respetuoso y trágico. Ya no.
     Desde hace unos años, el niño y el hombre han decidido satisfacer juntos aquella necesidad postergada de recomponer una de las fichas más importantes del rompecabezas de una infancia de pueblo. Agregar a la mesa una silla que había sido retirada dejando un espacio vacío y silencioso. Los dos saben que quienes quedan son quienes deben tomar la posta de los silencios guardados, son quienes les deben el sonido de sus voces perdidas, son quienes tienen que darles un lugar en sus mesas, una copa en sus brindis, un abrazo en sus alegrías. Ese niño hoy adulto ya no necesita regresar a aquella casa, ya no le hace falta sentir aquel viento tibio atravesando la galería que corría de una punta a la otra. Porque nunca más pudo separarse de aquel silencio que se cortaba sólo de vez en cuando con el sonido de unos pasos con suela de goma chirriando contra el piso, dirigiéndose todos los días hacia un tocadisco para adornar los rincones de una infancia con increíbles melodías. Inolvidables acordes que, junto al silencio del muchacho de barba, supieron entretejerse en sus genes para ser quien hoy es.

     Sí, mi nombre es el de aquel niño, sobrino de Jorge Orlando Repetur, secuestrado en la ciudad de La Plata, Argentina, por fuerzas del terrorismo de estado, el 30 de septiembre de 1976, junto a su mujer Gabriela Carriquiriborde, embarazada de seis meses; vistos con vida por última vez en febrero de 1977 en el centro clandestino de detención “Pozo de Banfield”.
     Sus silencios todavía viven en la identidad secuestrada y oculta de su hijo o hija a quien yo y otros buscamos y esperamos abrazar un día. Sus palabras viven y vivirán en la memoria de todos los que perseguimos verdad y justicia.

     Por ellos, por nosotros, por todos: NUNCA MÁS.

RR


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