Porque las hojas secas tienen ese berretín de creerse todavía bellas mientras se arrojan desde las ramas de unos árboles que se desnudan sin pudor para beneplácito de los poetas. Y estoy seguro de que son ellas las que se arrojan, son ellas las que saltan solas al vacío de un final irremediable, al fondo de la tierra hambrienta, aun con los resabios del verano en la memoria.
Porque ya se nota por las noches el rocío que arría el aire en la oscuridad para depositarlo sobre los techos de las habitaciones donde duermen y se cobijan hombres y mujeres, justos y traidores. Y las hojas saben más de la cuenta. Saben que también entre ellos el amor ocupa de vez en cuando sus horas perdidas, sus sueños rotos de postergaciones inoportunas o simples cobardías. Las hojas saben en carne propia que nada se pierde, que todo se transforma, que de su descomposición se compondrán las flores y los cardos. Y las hojas conocen el origen de esos pasos sigilosos que se escuchan por las noches en los porches de las casas vecinas. Son los pasos de los amantes buscando un buzón, el de ella, el de él. Por eso las hojas acompañan por las calles y las veredas los pies de los penitentes arrepentidos buscando perdones, los de los que declaran voluntariamente su locura, los de los que han apostado sus horas al único número existente para ellos en el paño.
Porque de esta nueva oblicuidad del sol nacen otra vez esperanzas absurdas, y se escriben profecías, y se cantan melodías de arrabales lejanos, de adioses hace tiempo y besos bienvenidos. Y con esta nueva luz que atraviesa el prisma de unos ojos sin tiempo, quienes ya no buscan, encuentran; quienes ya no ven, creen; quienes no lograban levantarse, finalmente andan.
Porque entre el frío de aquel invierno precedente a nuestra primavera y este nuevo otoño que comienza, hubo entre nosotros un verano porteño que terminó siendo un oblivion cruel pero necesario, un saludo desabrido, gris y opaco, como una especie de antonimia de tus ojos de cielo despejado, claros y brillantes, que despidieron desde el filo del deseo a un advenedizo, a un corsario sin corso, a un fugitivo que finalmente terminó ocupando ilegalmente tu silencio con palabras sueltas, con frases sin gracia y, sobre todas las cosas, sin aquella humedad tan tuya y tan necesaria para que brotaran dichosas bajo el cálido refugio de tu ropa interior.
Porque también de mi lado de esta hoja que ha caído premeditadamente en tus manos ha llegado el tiempo de acatar los fines y desechar los medios, de acabar con aquella estúpida euforia primaveral que logró que una cacatúa como yo se creyera con la pinta de Carlos Gardel; que una María como vos fuera la más mía, la lejana, la que en este limbo incongruente que ahora armo y desarmo cada noche sobre los márgenes de tu recuerdo, aguardara de un lado de mi cama. Y es que de ese lado de la cama y en este lado de la hoja aun se huelen de a ratos tus dolores, aun se siente a veces el sabor de tu voz ronca, aun se escucha de vez en cuando ese sonido perturbador que proviene de los amores que se han ido. Ese sonido escalofriante que se parece tanto al silencio de los muertos.
RR
Foto: Pablo Silicz
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