Siempre para estas fechas vienen a mi mente
palabras equivocadas. Palabras peligrosas con aroma a quizás, a tal vez,
con gusto a probabilidades tan crueles y contagiosas como la peor de
las pestes. Y me vienen raudamente a las manos los símbolos prohibidos
de una esperanza embustera, una sombra que se pasea como una luz
tramposa en la ceguera, provocando pretendidos brillos, eclipses que al
final no son otra cosa más que agujeros negros llenos de nada.
Para
estas fechas, los dos buscamos evitarnos pertinentemente, nos
escondemos detrás del muro de las supuestas imposibilidades para
justificar nuestras humanas cobardías. Y en realidad, lo único que
tratamos de hacer es conservar como buenos vecinos nuestras noches
despejadas, nuestros precarios adioses de viejos amigos que ya no se
ven, a salvo de los silencios que inmediatamente nos pondrían en
conflicto con la música de fondo que todavía hace bailar nuestras
siluetas en la memoria, que las junta insolentemente cada tanto en una
cama y nos refriega por las narices la tibieza de aquellas cálidas
oscuridades cómplices interpretadas erróneamente como romance.
¿Para qué insistir entonces si ella tiene sus cielos y yo estas cartas? ¿Para qué arriesgarnos a despertarnos en medio de una tormenta que tan bien le sienta a la hora de una siesta imaginaria? ¿Para qué provocar un nuevo cruce de excusas que viven haciendo malabares para evitar un choque frontal que probablemente nos dejaría en ridículo? ¿Para qué voy a seguir poniendo palabras tardías en su boca sólo con la intención de ahogarlas con un beso?
Porque a pesar de que somos capaces de declarar en la soledad de una borrachera, o de una lectura posterior para conciliar el sueño, que estaríamos dispuestos eventualmente a vernos algún día a escondidas del amor, en realidad ninguno de los dos sería capaz de llevar adelante semejante imprudencia, de contener la respiración y lanzarse a ese océano turbulento en donde inevitablemente deberíamos nadar en contra del deseo de arrojarnos desnudos y sin miramientos a la corriente imparable del tiempo perdido para ahogarnos en las humedades mutuas.
¿Para qué insistir entonces si ella tiene sus cielos y yo estas cartas? ¿Para qué arriesgarnos a despertarnos en medio de una tormenta que tan bien le sienta a la hora de una siesta imaginaria? ¿Para qué provocar un nuevo cruce de excusas que viven haciendo malabares para evitar un choque frontal que probablemente nos dejaría en ridículo? ¿Para qué voy a seguir poniendo palabras tardías en su boca sólo con la intención de ahogarlas con un beso?
Porque a pesar de que somos capaces de declarar en la soledad de una borrachera, o de una lectura posterior para conciliar el sueño, que estaríamos dispuestos eventualmente a vernos algún día a escondidas del amor, en realidad ninguno de los dos sería capaz de llevar adelante semejante imprudencia, de contener la respiración y lanzarse a ese océano turbulento en donde inevitablemente deberíamos nadar en contra del deseo de arrojarnos desnudos y sin miramientos a la corriente imparable del tiempo perdido para ahogarnos en las humedades mutuas.
Es por eso que para estas fechas nunca
me atrevo a nombrarla ni a escondidas. Y menos a llamarla desde la
tierra de las aparentes casualidades para preguntarle si está bien, si
todavía la sobrevuelan cada tanto los nubarrones de las angustias y los
dolores pasados, si es tan fácil como a mí me parece darse cuenta de que
no hago más que escribirle a otras para no escribirle a ella, que me
callo y me muerdo la lengua para poder seguir sosteniendo a duras penas
como hasta ahora la mentira impiadosa de haberla olvidado, o de al menos
estar intentándolo. Es que nunca tuve para aportar a este caso más que
pruebas falsas -y ya poco novedosas- que aspiraran a sostener aquella
falacia de las distancias insuperables que mutuamente convenimos un día.
Pruebas tan tontas que, al final, no han logrado más que poner en
evidencia el fracaso ostentoso de todos mis intentos por no volver a
ella al comienzo del otoño, a mediados de abril, al final de cada una de
estas cartas escritas en días grises con mejoramientos temporarios e
inútiles. Cartas en donde todavía es imprescindible -si es que pretendo
evitar aludir permanentemente al color de sus ojos- barrer a un costado
las horas luminosas que asomaron una vez por su ventana, aquel reflejo
que parecía ofrecernos toda la primavera y que, sin embargo, no tuvo
chance de verano; que finalmente se terminó convirtiendo en este frío
silencio invernal que emerge impostergable entre ella y yo. Siempre para
estas fechas.
RR
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