viernes, 15 de abril de 2016

MEDIADOS DE ABRIL


     Siempre para estas fechas vienen a mi mente palabras equivocadas. Palabras peligrosas con aroma a quizás, a tal vez, con gusto a probabilidades tan crueles y contagiosas como la peor de las pestes. Y me vienen raudamente a las manos los símbolos prohibidos de una esperanza embustera, una sombra que se pasea como una luz tramposa en la ceguera, provocando pretendidos brillos, eclipses que al final no son otra cosa más que agujeros negros llenos de nada.
    Para estas fechas, los dos buscamos evitarnos pertinentemente, nos escondemos detrás del muro de las supuestas imposibilidades para justificar nuestras humanas cobardías. Y en realidad, lo único que tratamos de hacer es conservar como buenos vecinos nuestras noches despejadas, nuestros precarios adioses de viejos amigos que ya no se ven, a salvo de los silencios que inmediatamente nos pondrían en conflicto con la música de fondo que todavía hace bailar nuestras siluetas en la memoria, que las junta insolentemente cada tanto en una cama y nos refriega por las narices la tibieza de aquellas cálidas oscuridades cómplices interpretadas erróneamente como romance.
      ¿Para qué insistir entonces si ella tiene sus cielos y yo estas cartas? ¿Para qué arriesgarnos a despertarnos en medio de una tormenta que tan bien le sienta a la hora de una siesta imaginaria? ¿Para qué provocar un nuevo cruce de excusas que viven haciendo malabares para evitar un choque frontal que probablemente nos dejaría en ridículo? ¿Para qué voy a seguir poniendo palabras tardías en su boca sólo con la intención de ahogarlas con un beso?
      Porque a pesar de que somos capaces de declarar en la soledad de una borrachera, o de una lectura posterior para conciliar el sueño, que estaríamos dispuestos eventualmente a vernos algún día a escondidas del amor, en realidad ninguno de los dos sería capaz de llevar adelante semejante imprudencia, de contener la respiración y lanzarse a ese océano turbulento en donde inevitablemente deberíamos nadar en contra del deseo de arrojarnos desnudos y sin miramientos a la corriente imparable del tiempo perdido para ahogarnos en las humedades mutuas.

     Es por eso que para estas fechas nunca me atrevo a nombrarla ni a escondidas. Y menos a llamarla desde la tierra de las aparentes casualidades para preguntarle si está bien, si todavía la sobrevuelan cada tanto los nubarrones de las angustias y los dolores pasados, si es tan fácil como a mí me parece darse cuenta de que no hago más que escribirle a otras para no escribirle a ella, que me callo y me muerdo la lengua para poder seguir sosteniendo a duras penas como hasta ahora la mentira impiadosa de haberla olvidado, o de al menos estar intentándolo. Es que nunca tuve para aportar a este caso más que pruebas falsas -y ya poco novedosas- que aspiraran a sostener aquella falacia de las distancias insuperables que mutuamente convenimos un día. Pruebas tan tontas que, al final, no han logrado más que poner en evidencia el fracaso ostentoso de todos mis intentos por no volver a ella al comienzo del otoño, a mediados de abril, al final de cada una de estas cartas escritas en días grises con mejoramientos temporarios e inútiles. Cartas en donde todavía es imprescindible -si es que pretendo evitar aludir permanentemente al color de sus ojos- barrer a un costado las horas luminosas que asomaron una vez por su ventana, aquel reflejo que parecía ofrecernos toda la primavera y que, sin embargo, no tuvo chance de verano; que finalmente se terminó convirtiendo en este frío silencio invernal que emerge impostergable entre ella y yo. Siempre para estas fechas.

RR


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