miércoles, 29 de junio de 2016

OÍD MORTALES


     Dicen por estos pagos que el grito sagrado es "libertad". Pero, ¿qué libertad? O mejor dicho, ¿libertad para qué? "Seamos libres. El resto no importa nada", se publicita por ahí. ¿No importa nada? ¿Libres de qué? ¿Libres de quienes?¿Libres para votar por uno o por otro? ¿Libres para elegir ser libres de una libertad que no es tal, que es otro objeto de merchandising en la vidriera del "mundo libre"? ¿Libres de repetir opiniones que, para su provecho, otros lanzan desde las sombras, desde sus guaridas sostenidas por quienes deciden las libertades y las condenas?
      No, no se trata de ser libres, se trata de elegir de qué y de quiénes queremos ser esclavos. Seamos sinceros, la libertad no sirve para nada. La libertad es casi siempre un slogan maquiavélico, la zanahoria delante del burro que repite, como burro que es, el discurso burgués pretendiendo de esta manera liberarse de cualquier carga y responsabilidad por eso que cínicamente denomina "daños colaterales".
      Día a día se nos convoca a reclamar por nuestra libertad, a defender la idea de que debemos ser libres de elegir todo, desde el gerente de turno del sistema hasta el color del auto que podríamos comprar si tuviésemos el dinero suficiente para ser libres. Ser libres es, entonces y en definitiva en este mundo, una cuestión de dinero. Dinero que hace falta para comer, para beber, para acceder a un medicamento cuando sufrimos un dolor de cabeza o para curarnos una gastroenteritis; hasta para aliviar el calvario de una enfermedad terminal. Claro, incluso ese mismo dinero es el que hace falta para ser libres del frío y la lluvia y poder sentir el calor de una cama tibia bajo un techo que nos ampara en vez de dormir a la intemperie. Como sucede con tantos niños a quienes se les ha dado la libertad de morirse en cualquier lado bajo la escandalosa indiferencia de los hombres libres que les caminamos por encima. Sí, seamos libres. Pero cuidado, ser libres tiene precio y en eso no hay libertad de elección. Porque la realidad nos muestra una y otra vez que no somos libres.
      Por lo tanto, de vuelta a la misma pregunta: ¿para qué queremos ser libres? ¿Para qué? ¿Para poder elegir la marca de la zapatillas que nos permitirán caminar más libres? ¿Para poder guardar en lugares custodiados papelitos de colores con frases grandilocuentes acerca de quien respalda en última instancia nuestra libertad? Vamos, la libertad no existe para quienes se mueren de hambre o de falta de una atención médica que es un producto más de mercado, que se promociona casi como un privilegio y no como el derecho esencial de cualquier persona a calmar sus dolores o a morir dignamente. La libertad no existe para quienes son obligados constantemente a participar de procesos legitimatorios de un sistema que no da libertades, que en realidad las vende al precio de la vida de cada uno de nosotros que sido liberado a su suerte, a entregar sus días y sus noches y sus sueños a cambio de pertenecer a un mundo libre de miserables filibusteros que comercian con las desgracias y los dolores ajenos, los nuestros.
      Por eso propongo que no seamos libres: seamos esclavos. Atémonos con cadenas a las esclavitudes que valen la pena. Ciñamos nuestros destinos a los de los pobres desahuciados que han sido liberados en esta jungla para que se los coman los leones, para ser la carne de los cañones que disparan quienes matan en nombre de una libertad bañada algunas veces en oro, otras en diamantes, casi siempre en petróleo y permanentemente en sangre. Una libertad que es en realidad una falacia, un negocio perfectamente organizado por unos cuantos rufianes y sus publicistas.
      Sí, es preferible encadenarse decididamente a unos ojos perdidos y tristes que no tienen a qué asirse; abrazarse sin miedo a los aromas de los amores perdidos que tarde o temprano terminan guiándonos a nuevos encuentros; convertirse en esclavo de los colores y los sonidos que nacen irremediablemente a la hora de ese desamparo que se siente cuando finalmente nos damos cuenta de que somos inútilmente libres, de que no hay nadie a nuestro alrededor que quiera compartir con nosotros sus dolores, sus fracasos o su alegría de sentirse afortunadamente esclavo de nuestra voz. Por eso, mejor abandonar de una vez por todas esta espantosa comparsa de títeres silenciosos moviéndose en un opinódromo desquiciado que brega por la sangre de chivos expiatorios a quienes culpar por el paraíso perdido.
     ¡Vamos! Declaremos fuerte y claro que hay otros que nos importan tanto o más que nosotros mismos. Testifiquemos con la boca y con las manos en favor de los que nadie ve. Escribamos cartas a los viejos amores, aun cuando la angustia y la desesperación hayan cesado, para que sepan que no los hemos olvidado. Elijamos voluntariamente ser esclavos sólo de las palabras que marchan a los gritos a la par de la acción, que están esclavizadas al pensamiento y a los sentimientos, las que hacen ruido y luchan por cambiar este orden perverso de compraventa de libertades de bisutería. Palabras dulces o amargas que tal vez puedan ser capaces de levantar a alguien que ha caído en la trampa y ha decidido colocarse una soga al cuello porque ya no encuentra otra salida de una libertad que, o lo deja solo y desamparado, o lo encierra por no poder pagar el precio inmoral e injusto de ser libre. Jurando con gloria morir.

RR


jueves, 23 de junio de 2016

DEMASIADA NOCHE PARA QUE SEA TARDE


     Ya está anocheciendo. La esperé toda la tarde y hay que ver a la hora que llega. Está bien, nadie me obliga a esperarla, pero tampoco puede ser que aparezca a esta hora. Porque yo a esta hora suelo dejar de esperar -aunque, al parecer, nunca a ella-. Porque a esta hora yo debería encender la televisión (si es que tuviera una) para ver y escuchar lo que nunca dicen que pasa en el mundo: cómo es posible que los pobres siguen esperando el reino de los cielos mientras los ricos siguen adueñándose de la tierra y de todo eso que es de todos y no es de nadie.
      Pero no, yo insisto en quedarme acá a esperarla toda la tarde, cuando la tarde me avisó hace rato que ya no la espere, que nada sucede en la tarde, que aquel que se va sin que lo echen, lo más que probable es que no vuelva nunca. Y así y todo, a mí se me da por esperarla. Y, ¿para qué? Para que ella se presente así como así, de la nada, cuando lo único que queda alrededor de su ausencia es una botella medio vacía y un tipo -tan parecido a mí que, a decir verdad temo por él- pegando pétalos en una flor marchita que ya ha predicho su suerte una y mil veces. Una y mil veces esta pobre flor muerta le ha dicho que deje de leer a ciertos autores, que deje de mirar la luna buscando las razones de su mengua, que no insista más con ese mar que ya dijo lo que tenía que decir. Porque ni él ni los caracoles han sido nunca unos falsarios de soluciones mágicas; ninguno de ellos buscó jamás quedar bien con este pobre tipo, sino que dijeron lo que tenían que decir y punto. Ahora es problema de él -y claro está, mío- tener que enfrentar ese sonido a vacío tan parecido al de la botella y al de un corazón triturado.
      O sea, que no me venga ella ahora con excusas, con razones inverosímiles, con que sin darse cuenta se le pasó la vida (¿sin darse cuenta..? ¡Por favor..! ¿Y qué pretendía, que la vida le avisara?: "disculpame, estoy pasando y el muchacho ese sigue ahí esperándote. Fijate, porque me parece que está un poco enamorado de vos o un poco borracho. Te aviso para que sepas. Y para que sepas, también te aviso que yo paso aunque no me veas, aunque creas fervientemente que no paso, que estoy y que voy a estar por siempre. Lamento decirte que yo no soy el muchacho, estoy pero no voy a estar siempre. Aunque no lo quieras ver, alguien vendrá a reemplazarme un día.").

     Entonces querida, a ver si dejamos de venir siempre a esta hora. Porque uno también tiene su corazoncito... Y si bien yo debo tener el mío en alguna parte, cada vez me cuesta más la espera. Cada vez es más costoso esperarte hasta esta hora en donde debo irremediablemente escribirte que te estuve esperando, que entres y te desvistas despacio y corras los papeles y los restos de la espera; que podés dejar tu ropa donde prefieras y meterte en la cama sin culpa porque, al fin de cuentas, nada ni nadie me fuerza a esperarte. Porque yo no puedo hacer como vos y excusarme por haberte esperado, por haberme ido a acostar antes de cometer una locura, antes de creer que puedo salir a buscarte con la impunidad de los dementes que creen, con gran lucidez, que ser demente no es un pecado. Y yo les creo, porque si tengo que creerle a los otros... Bueno, mejor creerle a ellos. Al fin y al cabo yo estoy un poco como ellos, un poco loco, un poco cuerdo -y un poco borracho también, ¿para qué negarlo?-. Es que si no estuviera loco no tendría perdón de Dios estar simulando que aun te espero; y menos a estas horas, cuando la noche ya me anunció cuando era todavía tarde que, si sigo así, mañana tendré que lidiar con las consecuencias, con las de la espera y las del vino y las del volumen de mi guitarra sonando insolentemente a la par de la de Clapton que canta Why does love got to be so sad.
      Consecuencias menores en comparación a las que probablemente deberé afrontar un día por esta interminable despedida, por no haber aceptado renunciar como cualquier hijo de vecino a esta manía de seguir redactando en breves capítulos una especie de homenaje póstumo a un amor muerto y enterrado que, sin anunciarse, aparece cada noche como un fantasma. Y aunque siempre aparezca tarde, quizás nunca lo sea tanto como para dejar de esperarte.

RR


Foto: Florencia Merlo

viernes, 17 de junio de 2016

UN NUEVO PLAN PARA CONQUISTAR EL MUNDO


    A no confundirse, lo que parece que fuera, no es. Es decir, acá nada es como parece ser. Ni siquiera es como era. Acá todo es como será, como ella quizás un día quiera que sea, como ella lo prefiera o lo decida o, hasta incluso, lo solicite. Porque si por cualquier razón ella un día me lo pide, todo será tal cual lo pida. Al fin y al cabo, a mí me da lo mismo de una manera o de otra: tomarla de la mano disimuladamente o abrazarla de la cintura cuando la oscuridad me dé una señal; acurrucarme en un costado de su cama cuando el viento anuncia que la noche se pondrá un poco fresca para que exista una separación intolerable de diez centímetros entre su piel de gallina y mi pluma, entre el ocaso de sus piernas y mis ganas de hacerla amanecer en mi horizonte.
     Sin embargo y a decir verdad, llegado el momento, confesárselo no será para mí tan diferente a lo que es ahora. Probablemente lo haga en medio de una simple charla sobre bueyes perdidos, con palabras camufladas entre frases grandilocuentes sobre aquellos problemas verdaderamente serios de este mundo -y que nada tienen que ver con esa penosa situación que me tendrá derritiéndome ahí mismo frente a ella como un cubito de hielo al sol-, mientras ella bebe su café y esconde las cartas y cuenta sus porotos que son (y naturalmente serán) siempre más que los míos.
     Pero hay algo que ella debería saber desde ahora: cuando llegue el momento, será su decisión. Y una vez que la haya tomado no podrá hacer más nada con respecto a mí. Porque a partir de ese instante ya no hablará con aquel tipo enamorado que se fue convirtiendo rápidamente en agua debajo de su sol radiante asomando en cada uno de los movimientos de sus labios. Aquel pobre infeliz que durante la noche la miraba sin escuchar una palabra de lo que decía sobre cosas que no podía entender. Y no sé si es que no entendía o no quería entender. Eso no viene al caso tampoco. Lo que importa es que aquel que no pudo ser ya no es. Entonces, desde el momento en que ella apriete el gatillo deberá vérselas conmigo.
     Es necesario reconocer y advertirle que ya nada podrá volver a ser lo que era, porque, como dije antes, acá nada es verdaderamente lo que es, todo es lo que será: sus párpados batiendo las alas de sus ojos que mirarán quién sabe qué cosa; su nariz guardando en su interior aquellos aromas que podrían obstaculizar un día su olvido; su cuello pequeño albergando los latidos de su yugular, que será una tentación indisimulable para un vampiro como yo capaz de haberla esperado eternamente.
     Y prosiguiendo con este asunto que tanto le concierne, no habrá para mí más que sus pechos y su respiración y su vientre y ese insoportable deseo de saltar a sus interiores por el delta torrentoso que confluye en esa laguna mansa y secreta que siempre consideré un espacio no apto para cobardes, para tipos que no sean capaces de aceptar -como he aceptado yo a esta altura- arruinar su propia vida en pos de ser eso que no es pero que quizás un día sea. Eso que probablemente sólo pueda ser si es que, por uno de esos designios del destino, una tarde de domingo ella comprende que, a veces para que algo sea, no hace falta más que creer en que todo puede ser. Cuando la hora fatal de la tarde llegue y ella caiga en la cuenta de que hay quienes para enamorarse no necesitan mucho más que una noche y un pedacito de vereda para arrojarse voluntariamente a una perdición claramente señalizada, a un barranco oscuro y profundo que, si fuese por los consejos y las recomendaciones de algunos, debería ser evitado para poder continuar una vida en donde la oscuridad fuera nada más que una ausencia ocasional de energía eléctrica y en donde las veredas no sean más que un simple trazado de baldosas donde uno analiza la vida mientras camina hacia ningún lado, pensando en todo lo que se puede dejar de hacer con tal de no hacer nada.
     Pues bien, allá ellos. Algunos no aceptamos ese retiro voluntario, no nos hace falta renunciar al pasado, ni siquiera exigimos ser hoy, nos alcanza con ser alguna vez y dedicarnos mientras tanto a escribir los pormenores de supuestos fracasos para mantenernos con vida hasta ese día. Relatar horrorosos sufrimientos por una pena de muerte auto impuesta, por la decisión de luchar contra molinos de viento persiguiendo por siempre la victoria. A veces pienso en qué hubiera sido de mí si  hubiese seguido aquellas señales, si hubiese acatado sus órdenes. Algo es seguro, esto que no es y que sólo será, sería sólo un depósito de palabras sin significado, unos insípidos sonidos arrumbados entre tantas otras cosas inútiles que hay bajo este lar. Palabras sin otro aspecto más que el que les podría dar la vibración del aire; sin esos ecos de su nombre tiritándome en la boca; con acentos sin carácter y adjetivos grises sin el reflejo de su aura; lastimosos verbos inmóviles esperando sin fe tiempos mejores.
     Sí, seguramente todo sería de otra manera si no hubiese sido como fue. Si quien apareció aquella noche por debajo del pantalón negro y la campera marrón no hubiese sido ella arriando con el sonido de su voz una dignidad irresistible, contando un cuento que, apenas la vi, decidí creerlo ciegamente como hacen esos que creen en Dios sin haberlo visto nunca, sin haber sido bendecidos aunque más no sea con una mísera señal inverosímil. Vamos, como hacen los amantes rendidos que deciden perder la cabeza por algo más que un noble potrillo.
     Por lo tanto, ha llegado el momento de confesar de una vez por todas la verdad: en estos páramos oscuros ni ella es, ni yo soy, ni esto es. Nada de lo que se muestra en estas hojas es una realidad. Nada. Ninguno de los protagonistas presentes entre estos deslucidos márgenes carentes de estilo es otra cosa más que una ausencia injustificada y desleal vestida con las ropas de otro que tal vez un día sea. Y así también, lo que de su boca pueda salir son sólo pequeños trozos de esperanzas amargadas justo al final de cada carta en función de una moraleja desconocida con ínfulas de misterio. La realidad es que de este lado del tiempo no hay nada de todo eso que se ha venido contando -y mucho menos de todo aquello que se ha declarado callar-: ni promesas de amor eterno, ni la muerte antes del olvido, ni unos versos desesperados deshojando margaritas. No, en estos arrabales no hay tangos ni boleros; no hay mesas desocupadas para los fantasmas y a los borrachos de pasiones exageradas se los echa sin miramientos. De ninguna manera en estos pasillos, que no conducen a ninguna habitación oculta, se practican disculpas, ni se esgrimen excusas ni razones de ningún tipo; no se llevan adelante confesiones fuera de tiempo ni se aceptan arrepentimientos hipócritas. Acá el presente es desechado y las cosas son únicamente como serán cuando ella quiera que sean, cuando caminando por una vereda cualquiera su hombro se apreste tibio debajo de mi brazo; cuando en su cama o en la mía se encuentren y se reconozcan su ocaso y mi horizonte; cuando su mano se estreche temblorosa con la del único personaje verdadero. La de un hombre aparentemente perdido que aceptó gustoso el desafío de ya no ser para dedicarse a escribir cada noche sobre un viejo mapa un nuevo plan para intentar conquistar algún día el mundo. Su mundo.

RR


martes, 7 de junio de 2016

UNO IGUAL A TODOS


     ¿Que soy igual a todos? Pues claro, ¿cómo no lo iba a ser? Si al fin y al cabo tengo, por sobre todas las cosas, las mismas deficiencias y los mismos complejos; las mismas miserias y los mismos vicios. Y ese espantoso temor a la muerte desconocida. Claro que soy igual a todos.
      ¿Quién puede andar por ahí esgrimiendo una falsa distinción, un pergamino apócrifo que pudiera certificar una línea dinástica de saberes y virtudes sólo asequibles a su persona? No, yo soy uno entre tantos actores secundarios de este reparto que camina una escenografía de cartón pintado; un polizón más en un barco que se hundirá irremediablemente en el océano infinito de los comunes, de los cuatro de copas que de a ratos se creen capaces de cantar truco si aparece otro que guiña el ojo.
      Ya me viera yo teniendo que arrastrar conmigo la condena de sobresalir en la extensa fila de los seres ordinarios, de tener mi nombre expuesto en una marquesina de luces vanidosas. ¿Para qué? ¿Con qué objetivo? Ser mejor o peor no me va a traer de vuelta al niño que fui, a los días de la vida sin conciencia de la muerte, a los amores que prometieron uno a uno ser para toda la vida. Y así como no puedo acreditar ningún galardón que me permita sobresalir por encima del resto como un personaje sin igual, de la misma manera no puedo ni siquiera adjudicarme unos rasgos de maldad suficientes que lograran conseguir para mí un lugar propio y exclusivo entre los peores, una celda aislada con la foto desteñida de su espalda diciéndome adiós. Carezco hasta de esa arrogancia capaz de ofender al mundo de tal manera como para ser puesto, justa o injustamente, en la picota de los peores traidores.
      No, nada hay en mí que valga la pena ser puesto a consideración de los tribunales públicos de opinión, de los jueces morales de la humanidad que caminan impunemente las ciudades y el campo. Me arrastro en mis propias babas como un simple caracol. Usufructo de mis insignificantes desgracias y mis piadosas alegrías. Voy y vengo del silencio a mis asuntos y saludo amablemente a quien sin quererlo advierte mi momentánea presencia. No voy por la Tierra explicando mis pareceres pues hasta yo desconfío de ellos, hasta a mí me han desconcertado más de una vez mis propias contradicciones dejándome en ridículo ante unas seguridades de mazapán que pueden ser muy coloridas pero que, al final, ni yo me las trago.
      Entonces, ¿cuál es el punto en tratar de no ser igual a todos? ¿Qué recompensa me esperaría ante el logro de semejante hazaña? ¿El amor, la salud, el dinero..? Dejemos mejor las cosas como están. Permitaseme, por favor, permanecer oculto en el mismo barro donde inevitablemente quedarán desfiguradas las huellas de todos: genios reconocidos e ignorantes eminentes, capitalistas del éxito y artesanos del fracaso; de amores como el mío y olvidos como el de ella.
      Quién sabe, quizás alguno de estos días, justo antes de que sea el último, un rayo parta su cielo despejado desde algún lugar misterioso e ilumine por una milésima de segundo para ella esto que yo de vez en cuando escribo para nadie desde esta planicie de hipótesis incomprobables que termina junto a un mar de dudas. Esto que no es otra cosa más que una verdad a medias incapaz de desmentir que sí, que soy igual a todos. Pero que, sin embargo, no logra ocultar nunca que, en mi película, ella no es igual a ninguna.

RR


Foto: Florencia Merlo

DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...