Al comienzo funcionaba un poco en secreto. Si bien había rumores sobre su existencia y se arriesgaban posibles locaciones, nadie podía aseverar con precisión y certeza dónde, cómo y tantas otras cuestiones. Pero finalmente el boca a boca hizo su trabajo y no me quedó más que asumir que ya no sería viable esa especie de clandestinidad que disfrutaba, tanto yo como mis clientes.
Según algunos soy un farsante y un oportunista. Para otros soy su salvación. Pero yo nada más soy un escritor ignoto. Mi nombre es Enrique Octavo. Sí, ya sé, el mismo nombre que el Rey de Inglaterra y Señor de Irlanda. Pero, como podrá observarse, mi apellido es literal y no cronológico numérico.
Pero volviendo al tema, lo que yo ofrezco no son soluciones mágicas ni pociones para el amor (pues como ya ha sido cantado, no las hay). Nunca fue mi intención ofrecer nada, pero desde aquella primera vez en que alguien me solicitó alguna razón sobre mis acciones en medio de una breve conversación y se la dí, comenzaron a lloverme pedidos de argumentos, de justificaciones, de testimonios y móviles que pudieran ser argüidos en favor de una persona. No me interesa hacer de esto un negocio o lucrar con la potencial desgracia ajena, por eso todavía hoy, en medio de la apremiante situación económica que me afecta -a pesar de estar transitando ya sobre la publicitada segunda mitad del año-, sigo manteniéndome en esa tesitura.
Tal vez haya quienes piensen que contribuyo al engaño, que promuevo la falsedad. No creo que sea así. Según yo lo veo, no hago más que tratar de ayudar a quienes quizás no han sido gratificados con el don de la palabra o que, puestos a prueba por coyunturas verdaderamente adversas, no logran traducir sus sentimientos en algo legible o verbal. Por lo tanto, sin pedir nada a cambio, yo convido simples oraciones artesanales para la cartera de la dama o el bolsillo del caballero. Diminutas respuestas poéticas de ocasión ante imponderables preguntas existenciales que pudiesen confundir al interlocutor.
Cada día, luego de la jornada laboral, me dedico concienzudamente a recolectar argumentos que pudieran ser utilizados en favor de alguna situación en particular. Siempre en favor, nunca en contra. No es mi idea encontrar pajas en ojos ajenos, sino todo lo contrario. De un sinnúmero de excusas estúpidas y chamuyos patéticos que escucho permanentemente, indago sin compromisos acerca del origen de los dolores verdaderos y las angustias intolerables para ofrecer a quien lo pudiese necesitar una especie de placebo verbal capaz de expresar, dentro de las limitadas posibilidades semánticas que agencio, los avatares de ciertas decisiones.
Quienes se acercan hasta mis escritos lo hacen casi siempre en medio de la desesperación, obnubilados por acontecimientos que los torturan. Ellos necesitan nada más que una razón, un motivo que puedan declarar sin tartamudear. Eso es lo que trato de ofrecerles, sólo eso; y de ninguna manera un diagnóstico psicológico.
Y no es que yo sea capaz de dar grandes y elocuentes explicaciones para todos sus dilemas. Son ellos los que deciden cuál es la razón, de todas las que puedo ofrecerles, la que mejor les sirve a su cometido. Cada uno debe ser responsable de esa elección, a mí sólo me cabe la autoría. Ya lo he dicho: no ofrezco milagros, ofrezco palabras. Tampoco intento ser veraz, eso lo dejo para los científicos. Lo que hago es más bien juntar los pequeños retazos desvencijados de una historia y unirlos como si fuese una de esas mantas que cosen las abuelas con pedazos de telas en desuso. Así, quien se acerca, me cuenta su entuerto como puede y yo le muestro una carpeta con breves oraciones de donde esa persona va recolectando tentativas causas, razones, circunstancias y hasta justificaciones como para animarse a resolver el enigma del amor. Eso sí, de ninguna manera yo trato de convencerlos de que ese enigma es irresoluble. Pues, si así lo hiciera, obtendría un resultado completamente contrario al buscado. Es que cuanto más tratara yo de convencer a esa persona de que eso que está intentando descifrar es indescifrable, más sumergido en la oscuridad quedaría seguramente esa persona.
Y yo lamento tener que admitir que no hay ninguna manera lógica posible de desmentir al amor. No la hay. No hay posibilidad alguna de quitar de la mente esa mancha que propaga su onda expansiva como una bomba nuclear, arrasando todo a su paso, poniendo a quien recibe esa explosión en la más penosa vulnerabilidad. Entonces, habrá quien reclame indignado por lo que yo ofrezco y me apunte con el dedo acusador de quienes tienen todo claro y resuelto. Y en mi defensa yo sólo puedo argumentar que no todas las claridades y todas la resoluciones se obtienen desde el saber, que algunas cosas llevan tiempo, el tiempo del corazón, que no es el mismo tiempo que el del cuerpo. Algunos pasados deben ser protegidos del olvido para procurarles un final menos espantoso que el de la muerte. Algunas emociones deben ser observadas mientras desaparecen plácidamente, mientras se evaporan en compañía de los días aquellos cuando éramos el lugar más seguro para su resguardo. Y todo eso no puede en muchos casos ser descripto y evaluado con la lógica de la ciencia, con estadísticas matemáticas que quieran demostrar con números si los años entregados a cambio de un amor valieron la pena o no. Créanme, eso no sirve para nada.
Eso es todo. No hay en este reducto que habito, escondido de las grandes luces, un catálogo de soluciones mágicas. No soy yo quien vaya a declarar si es mejor abandonar que seguir, si hay aunque más no sea una mínima chance de que el candor de unos ojos lejanos vuelvan alguna vez a posarse como una primavera sobre los de quien ha quedado varado en el frío invernal del recuerdo imborrable. Yo no lo sé. ¿Cómo podría saberlo? Yo nada más he hallado en un puñado de palabras sin pretensiones literarias, y que uso para escribir un libro inexistente, mi propio remedio para calmar algunos dolores; he encontrado en las innumerables estúpidas razones que tantas veces busqué, o me inventé, una colina desde donde poder saludar y despedir a quienes ya hace mucho tiempo se fueron. Mucho menos tiempo, claro está, que el que me llevará a mí olvidarlos, acostumbrarme a la idea de la ausencia permanente, aceptar que hay soles que no volverán a salir y que, a pesar de eso, seguirá amaneciendo.
Por eso ya no custodio mi anonimato como solía hacerlo liberando palomas mensajeras. Ya no oculto ni mi paradero, ni la dirección de mi casa, de quienes la merodean tratando de encontrarme. Ya no intento más desenredar los ovillos misteriosos del amor y el olvido, de la memoria y el engaño, de la vida y de la muerte. Ya no recorro tampoco las calles buscando aquello que ya no existe, que se ha ido para siempre y jamás volverá: ya no la espero a ella, a Ana Bolena, porque es imposible e inútil intentar volver a ser aquel que fui a su lado. No, ya no pretendo ser más que quien soy hoy porque este hoy es acaso lo único que tengo.
Mi nombre es Enrique Octavo, y soy el autor de un libro que nunca terminará de escribirse.
RR