(Espacio para una dedicatoria obvia e innecesaria)
Más de un año después de su última palabra volví a escuchar su silencio
en el teléfono. Y fue como la primera vez, como si ese silencio hubiese
estado siempre ahí, durmiendo la plácida siesta del gato sobre una
ventana bañada de sol.
Y volví a escuchar la ausencia de sus gemidos, el hueco oprobioso de su voz dulce y gastada, la caída sensual de sus ojos claros sobre el espacio infinito que se abre entre su mirada y sus pies descalzos donde alguna vez arrimé los míos.
Volví a sentir el escalofriante recorrido de mis dedos sobre el vacío que dejaron sus pechos y más arriba sus labios y más abajo su vientre cayendo desnudo entre sus piernas para adentrarse en su cuerpo hasta llegar al húmedo fangal de su alma, donde ella almacena sus dolores más preciados. Dolores tan silenciosos como los que brotaban ahora, casi imperceptibles entre sus palabras acalladas.
Y me quedé yo también en silencio, no supe que hacer. Me quedé en silencio y la escuché enmudecer sus emociones, que estaban ahí, dominadas, tan expectantes ellas de mi silencio como yo del suyo.
Y volví a escuchar la ausencia de sus gemidos, el hueco oprobioso de su voz dulce y gastada, la caída sensual de sus ojos claros sobre el espacio infinito que se abre entre su mirada y sus pies descalzos donde alguna vez arrimé los míos.
Volví a sentir el escalofriante recorrido de mis dedos sobre el vacío que dejaron sus pechos y más arriba sus labios y más abajo su vientre cayendo desnudo entre sus piernas para adentrarse en su cuerpo hasta llegar al húmedo fangal de su alma, donde ella almacena sus dolores más preciados. Dolores tan silenciosos como los que brotaban ahora, casi imperceptibles entre sus palabras acalladas.
Y me quedé yo también en silencio, no supe que hacer. Me quedé en silencio y la escuché enmudecer sus emociones, que estaban ahí, dominadas, tan expectantes ellas de mi silencio como yo del suyo.
Nuestra comunicación fue
siempre silenciosa y amable, una conversación de signos sin necesidad de
palabras. Una charla amigable de gestos que inevitablemente me
terminaban conduciendo al lado de su cama, a recitarle algún poema
inventado sobre la marcha -poemas que de ninguna otra manera me hubiese
animado a recitar-. Porque a decir verdad, fueron todos poemas
inexistentes, mentiras piadosas construidas sobre sus más secretos
pensamientos que murmuraban deseos inconfesables, sin darse cuenta de
que yo podía escucharlos y me ponía inmediatamente a disposición de
ellos. De que era capaz de bendecir todos esos pecados y lanzarme de su
mano al infierno con tal de que no se perdieran para siempre, de que no
quedaran tachados a las apuradas de su currículum de mujer sensata. Me
parecía que eso sería una verdadera injusticia para un mundo tan gris
como este, tan lleno de vacíos como el nuestro. Un mundo celeste como
sus ojos opacados por tantas muertes irremediables.
Por eso mi idea
fue siempre apelar a sus más bajos instintos, a esos que lograran
contagiarle súbitamente y sin previo aviso un ardor impostergable que la
impulsara a soltar amarras y lanzarse a la conquista del placer, del
suyo y del mío. Y sí, ¿para qué ocultarlo ahora? Yo quería su placer, su
reflejo invertido a través de la lente revelándose descubierto sobre
mis ojos, apoyándose sin temores sobre mis ganas de abandonar un pasado
pueblerino en las afueras de aquel presente porteño y fugaz. Quería su
espejo que era donde creía yo que ella guardaba sus secretos más
lujuriosos y sus latidos más acelerados. Yo quería todo eso que ella
ordenaba meticulosamente en los cajones de su ropa interior junto a un
silencio pornográfico y procaz.
Sin embargo, a mi me gusta
escucharla cuando no está, cuando deja el tubo descolgado -sin querer o a
propósito, quién sabe- y yo puedo quedarme en silencio escuchando todo
eso que nunca dice, todas esas sentencias que enarbola orgullosa y
defiende vehementemente sin necesidad alguna. Ella calla y dice todo.
Ella habla y no dice nada. Ella se queda a mi lado cada vez que se va lo
más lejos que puede. Y cada vez que nos encontramos es por algún error
del destino que nos pone frente a frente. Como allá lejos y hace tiempo,
cuando éramos apenas unos niños con aires adolescentes. O como cuando
fuimos grandes y nos quisimos como chicos. O como cuando el teléfono no
suena y yo sé perfectamente que si no lo hace es por ella no me llama,
porque no quiere hablar, porque quiere que yo escuche su silencio, que
la oiga mientras llora y se lamenta, mientras llueve y hace frío,
mientras nos vuelven las primaveras y aquellos poemas mentirosos
regresan como golondrinas a su tierra empapada de deseos inconfesables.
Por eso estamos donde estamos. Por eso ella camina desentendida por
esta hoja y yo la dejo y la miro y la sigo con la mirada. Más no la
persigo, no la capturo, ni le hablo, ni la nombro, ni le digo "quedate,
no te vayas" con una dedicatoria, a esta altura obvia e innecesaria. No
sería capaz de semejante bajeza, ni de darle el golpe bajo de la
sorpresa mandándole un mensaje anónimo, una llamada cortada justo a
tiempo antes de que atienda y vea mi número y se dé cuenta de que la
llamé para convocarla una vez más a iniciar una danza de apareamiento
que acabaría definitivamente con este silencio humano y majestuoso en el
que hemos decidido vivir. Porque si yo dejara de escribir ahora por
ella, ella me diría algo, cualquier cosa. Apelaría a su lengua en vez de
a sus ojos claros, haría vibrar el aire y provocaría torbellinos de
imposibilidades, un requiem de descabelladas probabilidades para el
desencuentro. En cambio así, ella está ahí y yo estoy acá. Y ella sabe
que estoy siempre a su lado donde sea que esté. Entonces, tal vez sea
mejor así. Porque lo cierto es que a lo único que puedo aspirar en este
juego es a un silencio como el suyo. Una sucesión interminable de pasos
silenciosos sobre los peldaños de una escalera caracol sin principio ni
fin por la que podemos subir o bajar, ir o venir, alejarnos en otoño o
acercarnos en primavera.
RR
Foto: Nano Alegre
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