Decime que aunque sea sirvió para olvidarnos. Decime que todo esto no
fue en vano, que la botella nunca llegó a tu orilla y se hundió para
siempre en el fondo oscuro del mar. Por favor, decime que habrá una
mirada extrañada, un sentimiento de pavoroso desconcierto al vernos otra
vez las caras. Que vos no me vas reconocer a mí y yo no te voy a reconocer a vos.
Que ese odioso aroma a tu cuerpo se habrá evaporado de mis fosas nasales
que, sin que nadie pueda explicarlo -o al menos justificarlo-, se
conectan impunes directamente a mi corazón.
Decime que cuando me
pare a tu lado vas sentir que quien está ahí no soy yo, es otro. Otro
que no conocés o que se cayó definitivamente de tu memoria hace quién
sabe cuánto; que fue arrastrado por la corriente benefactora y piadosa
del tiempo que es la misma que arrastra las hojas del otoño para darle
paso, a través del frío helado del invierno, a la generosa primavera.
Sí, a esta misma primavera que se anticipó de nuevo para hacer florecer
el mismo tilo de siempre, ese que todos se cansaron ya de leer en cada
uno de mis cuentos como una metáfora de tu ausencia, como el monumento
natural que conmemora aquellos pocos días de verano que han quedado
arrumbados en un calendario vencido.
Decime que ya no te voy a
poder encontrar cuando te mire a los ojos y te vea y te busque
escudriñando debajo de tus párpados y por encima de tus retinas,
removiendo esa opacidad que dejan las horas pasadas, indagando en tus
pupilas esperando hallar aquel brillo tan particular que es el mismo que
me despierta cada tanto a mitad de la noche y no me permite pegar un
ojo.
Decime que no vas a estar en esos ojos, que sólo voy a ver
las órbitas vacías de una calavera, una como cualquier otra, una como la
de otras mujeres que conocí y a quienes nunca pude mirar fijamente a
los ojos por temor a encontrarte fugazmente en los de ellas. Ellas que
siempre me recriminaban porque hacíamos el amor a oscuras, y cuando todo
terminaba yo cerraba los ojos o agachaba la cabeza como evitando caer
en ese espacio de suspiros compartidos. Yo no podía decirles que hacía
todo eso para no verte, no podía bajar así, directamente desde una
colina florecida de gemidos y placeres, a un valle de confesiones
íntimas completamente fuera de lugar. Eso hubiese sido muy cruel y
desconsiderado. Porque, aunque vos no me creas, yo estaba casi seguro de
que te vería en los ojos de ellas, que serían tus brazos los que se
apoderarían de mi espalda, que serían tus pezones los que sobresaldrían
de sus pechos.
Por eso te pido que me digas que no te voy a ver
más ahí o en cualquier otro lado. Que no me voy a morir del susto otra
vez como la semana pasada al descubrirme caminando por la vereda de
aquel edificio que alguna vez guardó tu hogar, sin saber cómo cuerno
había llegado hasta allí. ¿Cómo diablos pudo ocurrirme eso? Si yo nunca
había caminado hacia ese lado, si nunca volví a pisar esa vereda, si
nunca más quise mirar el portero trazando las directrices que unieran el
siete con la letra E, para luego levantar la cabeza contando piso a
piso hasta llegar al tuyo, saliendo sigilosamente del ascensor, abriendo
lentamente tu puerta para poder meterme imaginariamente en tu cama,
chocando mis manos heladas contra tus muslos tibios que dormirían al
amparo de unas soledades que nada más me pertenecen a mí. Porque debo
decirte, ya que estamos, y a manera de confesión, que ellas son la
moneda con la que fui comprando palabras sueltas que los demás ya no
querían o no necesitaban. Como sí las necesitaba yo aunque no supiera
bien para qué.
Así, para llegar hasta acá, decidí un día empeñar
todas mis soledades y todos mis anhelos, todos mis silencios y todos mis
tapujos. Y creo que tal vez cometí un error, porque ahora no tengo
nada, sólo cajones y cajas y frascos y carpetas y estantes llenos de
palabras, nada más. Entonces, cuando aparece ese brillo que te conté
antes y que me deja dando vueltas en la cama sin poder acallar mis
demonios y tu fantasma, me levanto y revuelvo como quien busca un
analgésico para una migraña obstinada que se niega a ir. Busco entre
todas y selecciono algunas que valgan por lo menos la mitad de lo que
pagué por ellas, (que, aunque tampoco haya sido tanto, alcanzó como para
dejarme en bancarrota).
Y hoy, mientras descomponía un poco a
tientas algunas frases célebres formadas por unas palabras que compré no
hace mucho, encontré estas que, como verás, no son muy diferentes de
las anteriores. Sin embargo, esta vez me propuse cambiar y juntarlas a
la fuerza para obtener un texto que sólo pueda ser comprendido por vos.
Por eso esta vez, estas palabras irán a parar directamente a tus manos
sin intermediarios; no habrá entre ellas y yo ningún tipo de acuerdo
sobre deberes, obligaciones o derechos; no saldrán de sus intersecciones
ni metáforas, ni eufemismos. Ellas aterrizarán en unos instantes sobre
tu terraza, bajarán cuidadosamente la escalera y buscarán tus puntos
cardinales hasta encontrar tu buzón. Y ahí se quedarán obedientes y
orgullosas esperando a ver si algo sucede en tu mirada; si es que
encontrás en ellas algún rasgo olvidado de mi persona o de mi locura. Y
si por unos de esos designios misteriosos del destino eso sucede, no me
quedará más remedio que renunciar definitivamente a ellas sin que vuelva
a escribir una más. Lo que también significará que vos ya no puedas
regresar libremente a tu escondite desconocido y yo no consiga recuperar
mi soledad y mi silencio jamás. Tendré que evitar nombrarte con otros
nombres y dejar de perseguir aquel destino del cínico que andaba por ahí
feliz de la vida, tapando el sol con las manos, apostando a todos los
números y a todos los colores para que fuera el azar el que determinara
mis preferencias.
Esta será la única manera, querida, de que vos
y yo nos salvemos de este resultado con estas cartas. Porque si es que
estás ahí cuando estas palabras te encuentren, y ellas te reconocen a
vos, y vos te reconocés en ellas, no me hará falta una serpiente que me
empuje a morder tu manzana, que necesite apelar vilmente al engaño con
el cuento de que si no sos vos, no será otra; de que no habrá otro
mundo por fuera de tus piernas. Un mundo como el tuyo de carne y hueso y
sangre y sudor y lágrimas al que, llegado un hipotético día D, uno debe
estar dispuesto a desembarcar o morir en el intento. Un mundo mejor que
este paraíso engañoso y ficticio que escribo diariamente para nadie;
habitado por mujeres que quiero pero que no amo, que beso pero no las
sufro, que me acuesto con ellas y choco mis manos contra sus muslos
mientras escribo sus nombres libremente sin arriesgar ni una sola de
aquellas soledades entregadas por un par de adjetivos cursis sólo para
esconderme de vos; sin exponer al escarnio ni uno solo de todos los
silencios con los que te rodeo en esta casa, a estas horas y con este
insomnio insoportable, mientras revuelvo enloquecido este último
frasquito, buscando la última palabra que ahuyente definitivamente tu
fantasma. Esa palabra que espero no encontrar cuando te vea y te mire a
los ojos y baje por tu nariz -a la que extraño horrores- hasta llegar a
tu boca que como una serpiente perversa no para ahora de decirme
despacito al oído "escribime, escribime". Cuando yo todo lo que necesito
es esa palabra, esa que salga de tu boca verdadera para dejar de una
vez por todas de escribirte.
RR
Ilustración: Cludia Tula
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